domingo, 31 de agosto de 2008

Kois

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Cuando le conocí, hace ya varios años, no sé si seis o siete, me habló muy poco pero no se durmió durante la charla. Ese día yo tenía una verborrea incontrolable, como siempre que la timidez me vence (porque a mí la timidez me vence, pero no me impide) y él, que es tímido de verdad, se mantuvo callado mientras yo me agobiaba por momentos. Quizá nos preguntábamos lo mismo: quiénes éramos y por qué nos eligió ella, a él como pareja, a mí como amiga; si nos gustaríamos él y yo o qué podría pasar a partir de entonces.


Meses después, cuando me contó la historia de Seco y de aquella pantera rosa que hacía agujeros en la realidad, encontré un peluche que le mandé en una caja, con una tarjeta que él no le ha dejado leer a mi amiga jamás, porque es privada y es íntima. Este fin de semana -los míos ahora duran de lunes a miércoles- la he vuelto a ver, en la estantería de su cuarto, y me ha hecho ilusión, porque a mí me hacen ilusión estas cosas tontas.

Kois me ha dado un abrazo. Nunca me había dado un abrazo antes. Ya soy yo, supongo, yo un poco aparte, y no esa amiga de su novia por la que ella deja de hacer planes con él cuando llega a Madrid para quedarse muchos días sin avisar. Me dio un abrazo al verme, me preguntó los planes y me dio otro al despedirse, después de un paseo por Madrid en el que yo descubrí no que la quiere, que eso ya lo sabía, sino que la admira como la admiro yo y que le jode su inseguridad porque está convencido -como yo- de que es un genio creativo, brillante, inteligente, sensible y culto.

También he aprendido, con él, a pasear por las calles de una ciudad para hacer un trabajo de campo y observar cómo se utiliza el espacio, qué movimientos inmobiliarios hay, dónde se ponen las putas, qué tipos de negocio tradicional conviven con los bares más modernos y qué hace falta para que una ciudad sea habitable. Y me ha llevado a una librería feminista para que yo comprara libros de Hanna Arendt y Judith Butler y viera cajas con la imagen de Carmen Martín Gaite, María Zambrano, Virginia Woolf y Carson McCullers. "Esto te va a gustar y no lo conoces": y tenía razón. Aunque lo que realmente me ha gustado ha sido descubrirle a él. Y sentir por él, a la vez, respeto, alivio, ternura, admiración.

sábado, 30 de agosto de 2008

Planos detalle

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Siempre he tenido una imaginación fragmentada. Nunca recuerdo el todo: sólo planos detalle y sensaciones, sabores, olores, palabras. La curvatura de un hombro dorado; la línea de separación del pecho; unas manos muy sabias, de dedos cuadrados, perfectos, que no se me van de la cabeza; una caricia en la pierna que tuvo el poder instantáneo de hacerme temblar como un preludio; unas pestañas muy largas, muy tupidas, sobre unos ojos que saben escuchar; mi risa ante un ronroneo -no te rías- que fue espontánea porque me alboroza ver cómo alguien disfruta; una piel suave, muy suave, cuyo tacto recuerdan ahora las yemas de mis dedos; la manera de apresar un pezón entre los dientes; los dibujos que me hacían cosquillas en el costado; las palabras que no dije por pudor, vergüenza, bloqueo o -mucho me temo- gilipollez; un sexo muy duro rozándome el muslo al principio y su sabor -muy, muy rico- más tarde; la forma de entornar los ojos en una embestida; un susurro que jadea y un gemido; el color del semen encima del ombligo; un beso en el cuello; una lengua que entra en mi boca como si fuera suya; un cuerpo desnudo en la cocina; un antebrazo con la forma exacta.

Todo eso recuerdo.

También evoco lo que no ocurrió. El sabor terroso, amargo y seco de las ganas de más, desde hace días.

Ahora he descubierto que el tiempo a veces no mitiga: potencia.

viernes, 29 de agosto de 2008

Algo contigo

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Suena la guitarra de Vicentico y canta una canción que no compuso él. Es la mejor versión que he escuchado nunca de ese bolero. Quizá no sea la mejor, pero a mí su voz me estremece porque una vez me dedicaron este tema, este tema suyo que no es suyo, y me compré ese disco sólo porque ya me sabía la letra de memoria. Lo escuché y creo que lloré, no lo recuerdo, pero supongo que sí, porque en aquel momento todas y cada una de las frases eran reales. Sobre todo una.

Posiblemente, no conozca a muchas de las personas con las que me apetecería tomarme un café. No conocí a Jorge, que me mandó un cuento de Allan Poe para explicarme por qué se iba. Ni a Minerva. Ni a David, que murió y por el que dos seguimos manteniendo un foro de debate que no es lo mismo sin él. No conozco a Náufraga, a pesar de que nos escribimos desde hace ocho años. Ni a Karma7, ciruja, Tuppence o Vertigo y no sé si habrá alguna oportunidad de quedar con Tragamuvis en cualquier lugar del mundo. Tampoco voy a encontrarme nunca con la persona que me dedicó Algo contigo, pero eso ya no duele, o duele mucho menos y sólo duele a ratos.

Ahora tengo aquí a un anónimo que me escribe versos. Me gustan los poemas que escoge y al principio se me saltaron las alarmas porque pensé que podían ser dos personas. Nunca he sabido que una de ellas leyera poesía y la otra no escribe como él, pero se le parece. Reconozco estilos cuando he leído mucho a alguna gente, aunque no soy infalible y cualquiera puede disimular. Y, si no fuera porque dudo mucho de que mi otro candidato sepa quién es Santos Domínguez, le hubiera dado todos los puntos. Por muchas razones. Hasta que me di cuenta de que podía ser un ella y no un él y de que posiblemente haya llegado a este sitio por casualidad y haya querido comunicarse con las palabras de otros. Quizá un día se vaya también y yo me acuerde a ratos de ese anónimo que me escribía versos.

Sigo escuchando canciones que me recuerdan los encuentros que nunca se produjeron. Antes cantaba Vicentico. Ahora es Calamaro quien grita.


Cuando yo creo que estás en mi poder, tú te vas soltando, te vas escapando de mis propias manos (...) Al final me aclaro que te estás burlando, que te estás riendo, en mi propia cara de mis sentimientos, de mi corazón.

Parece que escojo el principio, pero que nunca soy capaz de elegir los finales.

Imagen de Janesdead.

domingo, 24 de agosto de 2008

Fernando Hernández Pelayo

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No sé a qué hora nos han dado la noticia, porque estas noticias siempre te las dan. Te las dan y no te las crees y recuerdas, intentas recordar, cuánto tiempo hace que no le ves y fue hace poco pero a ti te parece mucho o qué más da.

Le conocí, no podía ser de otra manera, en una rueda de prensa. Luego nos vimos muchas veces más y, entre comparecencia y comparecencia, me contó que era de Cáceres, que había adoptado a dos niñas chinas, que tenía dos hijos más y que estudió en la Complutense.

Siempre recuerdo las primeras imágenes: un tipo muy grande, orondo, muy guapo, camiseta gris, vaqueros y unas gafas de espejo rarísimas con los cristales naranjas. Llegó a Adenex cantando y, a partir de ahí, comenzamos una especie de rito, cada vez que nos veíamos:

-Fernando, cántame...

Y me cantaba.

Se llamaba Fernando Hernández Pelayo. Nació un 14 de agosto de 1958 y falleció un 23 de agosto de 2008: que es el día en que escribo esto, sin creérmelo aún.

La última vez que le vi, se iba ya y le llamé:

-Hoy no me has cantado nada, pedazo de negligente.

Y, como siempre, me miró. Y me cantó.

viernes, 22 de agosto de 2008

Seis eran doce

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Por riguroso sorteo entre sus amigos, me llega de José Manuel Díez un meme que ya hice por encargo de Puntos de Vista: el de las seis cosas tontorronas que te hagan feliz. Y, aunque estoy de acuerdo con él en que ninguna de las cosas que me hacen feliz son tontas, procedo a buscar otras seis:

-Los nervios antes de abrir la puerta cerrada del salón el día de Reyes.
-Sentarme en el sofá de la casa de Maricarmen para hablar con ella y con Javi, leer los periódicos, ver una película, dormitar...
-Cantar. Escuchar a Pupe y mi hermano Nacho cantar. Cantar con Pupe. Cantar con Julia. Tararear canciones en un concierto o gritarlas directamente.
-Curiosear en una tienda en la que vendan cosas que me gustan: libros, cachivaches para la casa, productos gourmet, especias, chocolates...
-Las charlas arreglando el mundo.
-Sonreír porque recuerdas.

jueves, 21 de agosto de 2008

Boquerones fritos

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Si fuera a Madrid por primera vez, no dejaría de visitar la Plaza Mayor, el Madrid de los Austrias, el Prado, el Thyssen y el Reina Sofía y quizá algún convento. Hace quince años que no piso el Palacio Real y el mismo tiempo que no entro en ninguna de sus iglesias. Salvo en la Almudena, ese monstruo horrible con aquel retrato de San José María Escrivá de Balaguer, canonizado por un Papa muy popular al que yo no le vi nunca maldita la gracia y que nos hace recordar a todos que no sufriremos los rigores del infierno. Si es que existe.

Me quedan pendientes la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y el Museo Nacional de Artes Decorativas, pero la ciudad que yo habito se mueve siempre entre unos pocos barrios -Chueca, Vallecas, Lavapiés-, en algunos restaurantes de comida internacional -esos vídeos musicales afganos, impagables, Dios-, tres o cuatro cafeterías imprescindibles y varias tabernas con vermú de grifo.

En ninguna ciudad he caminado tanto, en pocas me he emborrachado más a gusto y sólo alguna más tiene ese asombro nuevo de lo cotidiano. Ahora sólo tengo un plan, porque Edward Steichen me espera en el Reina Sofía. Pero eso sí.

Me muero por un café con leche, en taza grande, y una buena tapa de boquerones fritos en el Café Gijón.


Imagen de Ariel Rubinstein.

miércoles, 20 de agosto de 2008

Promesas que me hice y se me olvidó cumplir

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No hago propósitos de año nuevo. Miento: sólo una vez, en El Convento, Pupe y yo rellenamos una lista que hemos cumplido sólo a medias. Sin embargo, sí hay proyectos siempre. Proyectos que necesitan tiempo, dinero y ganas. En Facebook he rellenado un mapa con (casi) todos los lugares que he visto. Mi radio de acción se reduce a España (no está mi primera casa), Portugal (tampoco está mi segunda casa, que fue A Portagem) y el Norte de África. También he señalado los lugares a donde quiero ir. Algunos son típicos (Nueva York, Orlando, San Francisco, Los Ángeles, Roma, Venecia, Florencia, Buenos Aires, Santiago de Chile). Otros forman parte de esos viajes que una tiene en la memoria por las lecturas (Rouen, La Rochela, Yukon) y otros son destinos que siempre me atrajeron, aunque no pueda explicar por qué. Soy más urbanita que campestre pero siempre he querido ver los bosques canadienses en otoño. Y siempre, también, Transilvania y Kaz y Oludeniz desde que Neno me habló de ellas, más allá de Estambul.


También me propuse aprender idiomas, inglés sobre todo, porque queda lejos el tiempo en que abandoné el árabe, el francés y el hindi. El otro día estuve hablando con Sandra Canudas, que ha editado un libro, Manual para viajeras, que ya tengo y que reúne una serie de consejos para mujeres que viajan solas (Europa se despacha en cinco líneas: no hay ningún problema). Porque hay muchas mujeres que viajan solas y, mientras ellas preguntan, sobre todo, por aspectos relacionados con la seguridad, ellos lo hacen sobre si será aburrido hacer planes y ver sitios sin nadie a quien contárselo.




A mí comienza a atraerme ahora, que descubro que poca gente viaja como yo (que soy incapaz de patear y patear para verlo todo en un día porque, qué se le va a hacer, tomar café en un bar me gusta mucho mucho mucho) y también me digo que debería sacarme de una vez el carnet de prensa internacional (otra cuestión pospuesta mucho tiempo), colgarme una buena cámara al cuello y decir que soy fotoperiodista y estoy haciendo reportajes (que siempre dejan entrar en según qué sitios con más facilidad). Y, como sé que viajaré sola, sólo me he marcado destinos en los que supongo que podría desenvolverme a pesar de no saber el idioma (que a ver qué demonios como yo en Rumanía, además de chiorba y sarmale, que al menos sé lo que son): un Estados Unidos poblado de hispanos, una Latinoamérica en la que se habla español...

Por lo pronto me espera Madrid, como siempre. Y Lisboa. Y Granada. Y una boda en octubre. Y unos pocos días de vacaciones que no sé cuándo tendré. Y una cuenta corriente que alimentar para el año que viene. Y una mochila nueva. Para cuando cumpla de una vez todas esas promesas que me hice...


Imagen de Nueva York de _uncommon.

Imagen de Orlando de Stuck in Customs.

Imagen de Rumanía de Cristian or f_stop.



sábado, 16 de agosto de 2008

En la retina

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He visto a un yonki meterse aire en las venas; alguna bronca callejera; tres cigüeñas bailando para mí durante un día de resaca; tres países distintos y aquí al lado; una flor de jara en los caminos; la niebla menos veces de la que me gustaría; un cadáver de un hombre al que no conocí; las lágrimas de mis mejores amigas (de ellos, no); varias piedras volando en dirección a mi cabeza; tres pieles que se hicieron mías un ratito; muchos paisajes que ya no recuerdo; alguna paliza; una cárcel asfixiante (como lo son todas); un juicio con la primera absolución en 41 años; un cangrejo con las pinzas de oro. He visto un atardecer en el mar y, en el mismo mar, una luna de plata y a decenas de inmigrantes llegar a las costas de Motril muertos de hambre, de sed y de frío mientras un montón de curiosos los miraban. He visto, y vuelvo a ver, a niños metidos en contenedores de basura buscando algo que comer entre los desperdicios. He visto a una mujer con la cabeza abierta por una paliza que le había dado su ex marido con una barra de hierro. Tenía cara de no haber roto nunca un plato, el hijoputa, y una orden de alejamiento que, por supuesto, no cumplió.


Intento recordar. Dicen que el ojo es el órgano más importante porque registra el 85 por ciento de la información que llega al cerebro.

A veces preferiría mirar sin ver.


Imagen de una niña buscando en la basura de Jordi Escarrà.


viernes, 15 de agosto de 2008

Las palabras que son suyas

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Al final descubres que todos tienen el mismo miedo que tú. A ciertos temas de conversación, a determinadas preguntas, a la desnudez real (que a veces se mezcla con la física, pero no siempre y no a la vez), al silencio incómodo, a la soledad impuesta.

Amaso una carne que no está y la recuerdo. Sonrío hasta que me duelen las mejillas. Hablo de las mujeres importantes de mi vida y siento la necesidad de tomarme un café instantáneo con una de ellas en su nueva cafetera rojo Ferrari, para intercambiar vidas, caminos de Santiago, risas, un fin de semana lleno de sensaciones y una borrachera de palabras. Hablo de la invisibilidad, de los sitios donde me he quedado, de los fantasmas y de las heridas. Descubro que no me quedan cicatrices, que me apetece regalar un poema, que no me importa contar si estoy cómoda, pienso en mis canciones recurrentes, en las imágenes que proyectamos y confieso que soy incapaz de encontrarle un defecto, por más que busque, a ciertas personas. Imagino otros lugares y, por vez primera, un viaje acompañada que posiblemente no se produzca nunca. Me veo caminando por calles desconocidas, en paz y muy serena y hay también un prado verde. Y pienso si la madurez será, al fin, un equilibrio que te haga disfrutarlo todo como si todo ocurriera por vez primera. Se me empañan los ojos en el momento de la despedida y no sé en qué se basarán los recuerdos ni el tiempo que transcurrirá hasta entonces. Vuelvo a sentir la ternura y unos brazos. Y sé que callaré las palabras que son suyas.

jueves, 14 de agosto de 2008

Para quedarse

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En mi casa, ahora, están los restos de una visita que no recogeré hasta mañana. Una cama por hacer, un montón de cerveza en la nevera, tres botellas de vino sin abrir, un par de vasos largos en el fregadero, una resaca leve de tabaco y ron y mil palabras rondándome la cabeza.

Un Brugal con frío en la terraza equivocada del teatro, dos charlas hasta las cuatro y media de la mañana, unos planes lentos llenos de piedras viejas, el aljibe con peces rojos en la Alcazaba, bacalao dorado, tortas de la Serena y del Casar, una cripta en el museo, el casco antiguo de Cáceres, Coldplay y los Beatles, Buika y Jorge Drexler, Tom Waits y Coltrane. Una cigüeña que marca el camino, una sonrisa perenne, un abrazo largo de despedida y lo demás. Todas las primeras veces en dos días.

Luego ya sí: luego recogí los restos de la visita, la casa se me hizo grande y eché de menos una voz que se me desdibuja. Y la calma de contarle quién eres a un desconocido que no guarda ideas preconcebidas e inmutables sobre ti, el silencio para paladear las conversaciones, mi mirada huidiza cuando yo hablaba porque si miro mucho no me concentro y decirle que cierre los ojos, que yo guío.

Descubro, de nuevo, que no me gusta que la gente se vaya. Aunque creo que él llegó para quedarse.

Imagen de John Muddleman.

lunes, 11 de agosto de 2008

Batería de preguntas

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¿Qué zapatos elige? Más que zapatos, marcas. La mayoría no los aguanto ni un cuarto de hora, pero descubrí los Clarks y los Camper, que no me hacen daño. Creo que los Pikolinos tampoco, pero mi última adquisición necesita doma. No soporto los tacones: me duelen muchísimo los pies.

¿Cuál es su lema en la vida? La gente está fatal... pero todos somos gente.

¿Cuál es la cualidad que más valora en una mujer? La conciencia de género.

¿Y en un hombre? Pues lo mismo: que tenga conciencia de género (pero no del suyo: del mío, ojo).
Pero lo primero que le mira es... Lo que más destaque: en unos los ojos, en otros las manos, o los labios o la sonrisa... No, no me fijo en el culo.

Cuélguese una medalla. Es media medalla. Escucho. Pero sólo a quien me interesa. Quizá sea una medalla entera: antes escuchaba a todo el mundo.

¿Qué rasgo de su apariencia cambiaría si pudiese? Huy, casi toda yo, salvo algunas partes de mi cuerpo que me gustan mucho.

¿Cuál es el defecto propio que más deplora? Mi absoluta falta de sentido de la oportunidad.

¿Y su mayor virtud? Yo es que no creo en virtudes ni defectos; al menos, no en el sentido que les da el común de los mortales. Si tengo que decir un rasgo mío que me guste, supongo que la capacidad de análisis y de autoconocimiento y de lucha (interna) que me ha llevado a ser lo que soy.

¿En qué consiste la felicidad? En que no haya dolor. Claro que si no hay dolor, pero tampoco alegrías, más que ser feliz, eres un corcho andante. Así que reformulo: en que no haya dolor y sí alegrías. Digo.

¿A qué le tiene miedo? ¿Yo? A casi cualquier cosa. A las alturas, a los insectos (menos a las moscas, a todos los demás), a la gente en general, a los conflictos...

¿Qué le aburre? Una charla de cosas de chicas. Es decir, una charla de estética y cosas así en plan: qué guapa estoy y qué mona me veo... No es que me aburra, me pone de los nervios y me dan ganas de matar. Me irrita soberanamente.

Dígame algo a lo que jamás renunciaría. A escribir. Las épocas en las que no lo he hecho, se me han olvidado del todo.

¿Qué hecho histórico le hubiese gustado vivir? ¡Todos! Me hubiera gustado estar en un sinfín de sitios. Quizá no "vivir", pero sí "ver", desde arriba, para saber qué pasó o cómo vería yo lo que pasó.

Posar para alguien... ¿vestida o desnuda? He posado vestida y desnuda: depende de quién sea.

Comida y bebida preferidas. Canelones de mi madre (no puedo comerlos, engordan muchísimo); tiramisú -o cualquier postre, aunque ése por encima de todos los demás-; Coca-Cola; vino o Brugal-cola. Depende de dónde y con quién.

Un disco o una canción. Como siempre, depende de la época. Ahora me ha dado por Miénteme bien, de Concha Buika.

Una película. El hombre elefante, de David Lynch.

Un libro. Hay cientos de ellos. No podría elegir uno.

¿Y el que nunca ha conseguido terminar? Tengo muchos pendientes, me pasa como con las películas: muchos clásicos: Thomas Mann, Stendhal, Cervantes... La lista es infinita. Ahora, si de terminar se trata, nunca he conseguido acabar ninguno de Victor Hugo. No me pregunten por qué.

¿Cuál es su personaje de ficción preferido? Merry Brandigamo, Akela, Grimya, Sidney Carton, Aslan, Lobezno...

En la vida real, ¿tiene héroes? Sí: los que lo intentan (y a veces hasta lo consiguen).

De no haber sido periodista, ¿qué le hubiera gustado ser? No lo sé, no me veo en ningún otro trabajo. Eso sí, me gustaría ser periodista de viajes, por ejemplo. O escribir artículos y que me pagaran una pasta, cuando yo quisiera...

¿Dónde le gustaría dejar huella? Hombre, hombre, puestos a pedir, en la Historia de la Literatura Universal, tipo Shakespeare. Pero no escribo tan bien, ni de coña.

¿Y cómo le gustaría ser recordada? El recuerdo y la memoria son actos personales, así que cada cual recordará lo que tenga a bien recordar, si es que recuerda.

¿Los zapatos de quién le hubiese gustado calzar? Los de nadie: si calzo los míos, sé a qué nivel de sufrimiento y de felicidad me someto. Pero no sé si calzando los de otro podría aguantar su vida como aguanto -y me gusta- la mía.

¿Cuál es la virtud más sobrevalorada socialmente? Dos: la ambición y la belleza.

¿Qué talento le gustaría tener? Escribir bien. Saber tocar cualquier instrumento (pero sin estudiar). Saber idiomas (pero sin estudiar). Saber bailar (soy un pato mareado). Saber hacer todos los deportes (soy un pato mareado: ah, eso ya lo he dicho).

¿Para qué se considera un as? Para que gente que no habla con nadie me cuente su vida al primer impulso.

¿Y para qué una negada? Para todo lo que necesite algo de forma física.

¿Cuál es su posesión más valiosa? Fotos, libros, marionetas, plumas estilográficas.

¿Tiene algún apodo? Sí, dos. Son variaciones de mi nombre. Y no son diminutivos.

¿Cuánto mide? 1,70 metros.

¿Qué defectos le resulta más fácil disculpar? Sólo hay un "rasgo de carácter" que yo considere como un defecto en toda regla. No aguanto a la gente miserable. No la soporto.

¿Qué le hace reír? Muchas cosas, me río mucho.

¿Qué es un buen insulto? No son insultos, pero me gustan las comparaciones y las cosas que dice un compañero de trabajo, inteligentísimo y peculiar. Por ejemplo: "Ahí estaba ella, fumando como una puta detenida". O un día que estaba yo en el trabajo y le dije a otra amiga: "María, a fumar". Y él, tecleando en el ordenador e impasible, saltó: "Comentario patrocinado por Galletas El Nazi".

¿Su mayor extravagancia? No tengo ninguna, que yo recuerde.

¿Hay algo que aún no haya hecho y que le gustaría hacer? Sí: hacer todos los viajes que no hice.

Una tarea del hogar que disfrute. Ninguna, por Dios. Ninguna ninguna ninguna. Cocinar para los demás, sí. Pero no es una tarea del hogar.

¿Por qué le echan la bronca en casa? Hace catorce años que me fui de casa: ya no me echan broncas. Antes me las echaban por no llamar.

¿Cómo se relaja? Escribiendo. O en un jacuzzi.

Nunca sale a la calle sin... Las llaves de casa. Sin dinero puedo salir. Sin gafas de sol también. Puedo salir sin nada (pero vestida, ¿eh?). Pero si me olvido de las llaves, luego no puedo entrar: vivo sola.

¿Cómo le gustaría morir? Yo no quiero morirme. Pero, como no queda más remedio, sin enterarme.

¿En qué ocasiones miente? Cuando no me queda más remedio que mentir piadosamente, que se llama; o que ser hipócrita: lo estoy perfeccionando desde hace unas tres semanas, pero mi bilis no lo aguanta mucho: luego tengo que fumarme un cigarro o se me hinchan las aletillas de la nariz.

domingo, 10 de agosto de 2008

Los libros que cambiaron tu vida

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El País publica hoy una lista de 100 escritores que escogen, cada uno, 10 libros que les cambiaron la vida. Las listas van cambiando y, además, considero que los libros que tienen ese poder lo ejercen, sobre todo, en la infancia y la adolescencia, cuando estamos descubriendo el poder de la lectura. Por eso, entre tanta sesudez, me encanta encontrarme con un Javier Marías que destaca La isla del Tesoro, o con quienes no son sospechosos de profesar religión alguna y nombran La Biblia, cuyo Eclesiastés yo sigo nombrando a la menor ocasión. La he guardado, para que me sirva de guía, pero me encantaría un porqué. Qué tuvieron esos libros que no tienen ninguno de los demás para poder cambiar a alguien, si es que ese cambio ha sido real y no se basa en una mera relación de títulos para la galería. Quizá los que yo nombre no sean mis preferidos, pero sí tuvieron ese poder.

1.- Rebelión de verano. No recuerdo el autor, según internet y si no hay ningún libro que se llame igual -en teoría no, pero en la práctica existen- pueden ser Bill y Vera Cleaver. Yo sólo sé que lo leí cuando tenía seis o siete años, que terminé llorando a moco tendido y que, cuando lo terminé, volví a abrirlo por la primera página para releerlo. Hablaba de la malaria y, sobre todo, hablaba de los dependientes ("el dependiente" se llamaba Luke), de quienes necesitan siempre a alguien al lado. Luego descubrí que soy dependiente a ratos, pero que la dependencia enfermiza de mí me provoca ahogo y angustia.

2.- La Historia Interminable, de Michael Ende. Fue el primer (y único) libro que he leído al alimón. Mi hermano mayor y yo, antes del desayuno, cuando aún dormíamos juntos, nos levantábamos para cotejar nuestra visión de Atreyu, Bastian y Fújur; para imaginarnos cómo seguirían esas otras historias que deberían ser contadas en otra ocasión y para disfrutar como pocas veces he disfrutado más tarde de un libro -por lo que tenía de primera vez y de descubrimiento-.

3.- La isla del tesoro y El Club de los Suicidas, de Robert Louis Stevenson. Porque, leyéndolos, me di cuenta de que se podía envidiar a un escritor: yo, que siempre me he vanagloriado de no sentir envidia alguna de nadie. Sólo me ocurre con él y ni siquiera pienso que sea el más genial de los escritores que frecuento. Pero, cuando una lee cierto párrafo del Club de los Suicidas y comienza a insultar a su autor, al final ha de colegir que eso es envidia de la mala.

4.- Corazón, de Edmundo d'Amici, ese señor que decía que el destino del hombre depende de que en su casa paterna haya habido, o no, una biblioteca. Porque tenía razón y porque he crecido con Garrone y con el Albañilito y con ese personaje aprendí a que me gustara la suciedad que procede del trabajo.

5.- Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, porque de ahí viene mi concepto del honor.

6.- Trilce, de César Vallejo, porque lo leí con once o doce años y fue el primer libro de poemas que me emocionó.

7.- Cualquiera de los libros de Louise Cooper, que fue mi primer acercamiento a la literatura fantástica y a la que le debo, en mucha parte, la manera que tengo de preguntar cuando el tema es doloroso para mi interlocutor. Me falta la segunda parte de El Señor del Tiempo y Timun Mas los tiene descatalogados. Cabrones.

8.- Dumas. Los tres mosqueteros, Veinte años después y El Conde de Montecristo, porque fueron los primeros personajes (junto con Tarod, del Señor del Tiempo, de Louise Cooper) de los que me enamoré físicamente. Taquicardia me entra cuando los leo, oigan.

9.- El libro de la selva (que en la edición que yo tengo se llama El primer libro de las Tierras Vírgenes y El segundo libro de las Tierras Vírgenes) que me hizo darme cuenta, cuando los leí, (también era muy pequeña: ¿veis? los libros que cambian la vida, al menos a mí, son los de infancia) del daño que ha hecho Disney y de que la falsa modestia no sirve de nada. Y qué carajo, porque siempre quise ser Bagheera.

9.- Cántico espiritual, de San Juan de la Cruz, porque me lo sé de memoria y me sigue emocionando. Cada vez que lo recuerdo se me pone la carne de gallina. No sé en qué me cambió la vida, pero supongo que si despierta en mí todo eso, es que algo debió de hacer en favor de mi sensibilidad.

10.- Matar un ruiseñor, de Harper Lee y Rebeca, de Daphne du Maurier: los dos por la misma razón: por mostrarme, al más puro estilo David Lynch, que las cosas no son lo que parecen.

sábado, 9 de agosto de 2008

Crudeza

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En este juego de las imágenes, me dicen, parezco bastante cruda. Escribo con frases cortas, no me gustan los rodeos -por muy seductores que parezcan, pero ése (el de la seducción) es un lenguaje que no sé utilizar- y pregunto a bocajarro. No es nada nuevo: siempre he contrarrestado la timidez yéndome hacia el impudor. Puedo ser implacable, en según qué situaciones, según con quién y según con qué temas que no aguanto más de dos minutos sin estallar, pero eso no suele ocurrir demasiado a menudo. Siempre me excuso: no sé escribir de otra manera. Para eso se inventaron los emoticonos: para paliar la ausencia de voz y de mirada, pero a mí nunca me han gustado demasiado. No me queda más remedio que usarlos: un chat y una selección de correos apresurados los precisan para que el otro sepa cuándo hay ironía o cuándo estás de broma. Pero, hasta que me di cuenta de su necesidad, siempre había pensado que escribo suficientemente claro y que mi interlocutor sabía, perfectamente, lo que yo quería decir, y más importante aún, cómo lo decía. No es cierto: lo he comprobado mil veces. Sobre todo, cuando la relación es estrictamente internauta. Se mezclan demasiadas cosas: que no sabes quién es quien está al otro lado, para empezar (por eso no aguanto los anónimos); la natural reserva y la natural protección, también; el deslumbramiento que produce este medio y, además, el hartazgo que me produce que gente que no te conoce ni te ha visto en la vida se permita erigir juicios sobre lo que te ocurre o lo que eres, por mucho que hayan creído adivinarte por lo que escribes. Que no sé ser graciosa, ni divertida, ni dulce, ni tierna con un bolígrafo en la mano -ya me gustaría, pero no escribo tan bien- y que no hay susurros, ni miradas, ni tacto. Luego toca -ha tocado muchas veces- explicar el tono que les das a las frases o a ciertas preguntas más o menos íntimas. Porque, a pesar de todas las trabas, sí hay gente a la que intuyes y con la que sabes que conectaríais muy bien cara a cara. Hay un sexto sentido para eso, que va mucho más allá de desdeñar a quien escribe en lenguaje XAT. Por eso, al final, un encuentro se hace inevitable, cuando se han traspasado ciertas barreras.

Pero hay algunos que eso no lo entienden nunca.


viernes, 8 de agosto de 2008

Un té en Málaga

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Les vi a los dos a la vez, hace más de un año, cuando él había tomado el camino más difícil -ahora sé que le salió bien, o que le salió como tenía que haber salido- y cuando del otro no sabía más que unas pinceladas, lo mismo que sé ahora. Les vi a los dos a la vez, digo, pero no es del todo cierto, porque comimos los tres juntos, pero antes me tomé una caña con el segundo y hablamos de las relaciones -que, al final, son lo único que importa-, de los amigos, de las novias inaguantables de los amigos. Y con el primero, que es de quien quería hablar, me tomé un té largo, caminé por Málaga -que me pareció muy destartalada, pero igual de abarcable que cuando la recorría con Luci- e intercambiamos exposiciones y arte y modos de ver la vida, las relaciones de nuevo, el tiempo, el dolor.

Supongo que los asocio por eso: por una comida conjunta que tuvimos en el Clandestino, una ensalada con mango, creo, y manzana, que estaba muy rica; una charla en la que se rompe el hielo y hay silencios y uno arranca a hablar y luego, como pasa siempre que dos o tres se reconocen, todo fluye y es cómodo.

Ahora, que viene a verme el segundo de ellos, me acuerdo del primero, que anda por festivales y de verano y que tiene plaza cerca de casa por un curso y se me vienen a la cabeza su manera de expresarse y de describir lo que sentía, esa facilidad de palabra que te hace desgranar cada uno de los procesos de un estadio de tu vida y que yo no tengo en una charla hablada. Y no se lo dije, o no se lo dije así, pero me admiró mucho. No sólo por la claridad sino, sobre todo, por la apertura y lo fácil que resultó escucharle y quedarme con el poso de la charla mucho tiempo después.

No hemos vuelto a hablar. Nos conformamos con mensajes de blog, sms y palabras sueltas en un foro de cine. No me gusta el teléfono, pero me gustan mucho el té y su charla y firmaría por uno ahora mismo, sin prisas, un vaso grande con hielo y su mirada.

Imagen de José Miguel.

jueves, 7 de agosto de 2008

Una muñeca pelona

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De la importancia de las peluquerías ya han hablado Tupp y Suntzu en alguna ocasión. Yo tengo mis dos peluqueros de cabecera, pero están una en Valencia de Alcántara y el otro en Sevilla, así que no me queda más remedio que ir probando, con mejor o peor fortuna. Lo bueno es que, al fin, el pelo crece y el mío crece muy rápido (pero no instantáneamente, claro está). Lo malo es que tengo cuatro.


Cuatro pelos mal contados, a los que un día les voy a tener que poner nombre y que, en situaciones de estrés (y he tenido algunas en los últimos meses) se me cae, como a todo hijo de vecino. He tenido experiencias de todo tipo: desde los cardados imposibles para dar mucho volumen que te hacen parecer una señora de 70 años, hasta los cortes a lo chico que te dejan las orejas al aire y un casco por flequillo.

Porque las que tenemos cuatro pelos, más que un peluquero necesitamos un milagro. Alguien que sepa colocarlos, tapando aquí y allá, y que te haga, además, un corte manejable, de los de me lavo y listo, porque yo no sé usar el secador, no sé usar la laca, no sé usar la espuma y no sé usar el peine de cardar. Y que analice la forma de tu cara y te haga algo que te realce.

La penúltima vez la descubrí. Una chica joven, muy joven, con unas manos estupendas, que me dejó un trozo de flequillo que me caía sobre un ojo y unas patillas largas que me estilizaban. Y salí de allí viéndome guapa y todo. Monísima de la muerte. Silvia, se llama.

Así que allá fui yo, anteayer, calle abajo y me detuve al lado de la puerta de la peluquería y no me sonaba de nada, pero era esa calle, que está justo enfrente de la mía y por la que paseo mucho, sin fijarme, y me dije: "No me suena, pero la habrán remodelado, como es de estas peluquerías modernas que cambian la decoración cada dos por tres... Porque vamos, no van a poner dos una al lado de la otra". Y como tenía prisa porque había venido mi hermano de Pontevedra, allá que me fui.

Y sí: hay dos peluquerías, una al lado de la otra. Y cuando salí de allí, pasé por la otra puerta y allí estaba Silvia, "mi" peluquera. Cuando salí de allí, digo, después de la peripecia. Porque se lo dije: exactamente igual que está, ¿ves que tengo este mechón más largo? pues exactamente igual pero un pelín más corto.

Y va la tía y me rapa.

Me descarga de arriba, que es donde menos pelo tengo, rasura mi mechón maravilloso, yo no le digo nada porque soy gilipollas y me da apuro mientras ella sigue y sigue, sigue, sigue, me deja patillas de hombre completamente al ras y me cobra veinte euros.

Y aquí estoy. Parezco una muñeca pelona.

martes, 5 de agosto de 2008

Ellos

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Ayer estuve cenando con quien es mi territorio, mi orientación y mi cordura y otra mujer de 20 años. Hablando de hombres. Esos completos desconocidos. Con lo de la amistad entre los dos sexos ocurre lo mismo que con la religión: es cuestión de fe y hay quien piensa que es imposible. Nunca me había parado a pensar en el papel que podrían haber desempeñado mis dos hermanos (varones) en el hecho de que yo haya tenido amigos siempre, pero ayer me di cuenta -cuando ellas dos dijeron que, con hermanos, era más fácil- de que yo salía siempre con ellos y sus amigos cuando era pequeña -una pandilla de once tíos en la que sólo estábamos dos chicas- y luego fue fácil incorporar a otros a mi vida, en el instituto, en la Facultad, en los trabajos.


Jamás he notado diferencias. Por supuesto, circulan un sinfín de estereotipos por ahí: que son más simples, que no saben expresarse, que no cuentan lo que les ocurre, que no lloran, que son menos cariñosos y no sé cuántas cosas más (además de que crean lazos de amistad más fuertes que los de las mujeres: cosa rara que también se diga eso cuando se mantiene que no hablan ni intiman). Y ayer, hablando de hombres, me di cuenta de que sólo puedo hablar de los míos, que son unos cuantos, pero no de generalidades. Ni sé qué significa "entender a los hombres", ni pienso que seamos tan distintos -más allá de la prevalencia que, sobre la mujer, tienen grabada a fuego por los siglos de los siglos: pero también varias de las mujeres que conozco, porque el machismo se interioriza- ni que sea tan complicada la comunicación, ni que al resto le parezcan otro mundo o bichos raros.

Yo tuve esa suerte, dijeron ayer, la de tener dos hermanos varones; y otra más: que nunca me había comido una rosca hasta hace bien poco, así que no existía tensión sexual, no planteaba una relación con un chico en términos de "posible-pareja" o "posible-rollete" y me acercaba a ellos, y me sigo acercando, como si se llamaran María o Carmen. No sé qué es "el punto de vista masculino": necesito comentar lo que me pasa con Alfredo, por ejemplo: pero porque es Alfredo: no porque sea un tío. Y lo mismo me ocurre con ocho o nueve más: no busco una visión que no me puedan dar mis amigas: busco su visión: la de unos cuantos muy concretos con nombre y apellidos que por esas casualidades de la vida resulta que son hombres.

Lo que me sigo preguntando es por qué a algunas les resulta tan difícil. Y por qué muchos mantienen que no es posible.

Imagen de Voodoo Plastik.

domingo, 3 de agosto de 2008

Lo que no escribo nunca

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Dije por ahí que hay temas que me importan, pero de los que no escribo nunca. Uno, la incapacidad para informar (y menos aún formar) a nadie en medio minuto. Dos: la legitimación que se hace del statu quo cuando das noticias con muertos y más muertos que nunca son aquí, sino en esos otros sitios subdesarrollados en los que tenemos la suerte de no vivir (dicho por una parte en serio y por otra en tono de ironía). Tres, la excarcelación de De Juana Chaos. Cuatro, el fin de semana que me he pasado oyendo burradas.

Unos se preguntan cómo es posible que salga de la cárcel. Yo me pregunto cómo es posible que entrara. Le condenaron por unos artículos que escribió en Gara -"Gallizo" y "El Escudo"-. Los he repasado de nuevo: ya lo hice cuando ingresó en prisión. Y sigo pensando lo mismo: que hay que hilar muy, muy, muy fino para ver amenazas: o eso, o que yo no sé leer.

(Y también me pregunto por qué un tío puede verter públicamente opiniones discriminatorias sobre los moros o los homosexuales y no pasa nada: ni cárcel ni multa).

Ha salido, porque ha cumplido. Y ésa es una frase jodida, porque yo la he tomado siempre como una verdad inmutable. Uno comete un delito y paga. Y, cuando paga la deuda, se va a su casa. Pasa con todos: pasa con los ladrones, pasa con los violadores, pasa con los pederastas. Y ninguno de ellos ocupa las portadas de los periódicos y las aperturas de los informativos durante dos días seguidos, aunque a mí me creen la misma alarma que un etarra en la calle.

Por esa alarma me he pasado dos días oyendo burradas: sobre el endurecimiento de las penas, para empezar (y porque no queda fino, que si no alguno habría solicitado garrote vil o la horca). La cadena perpetua efectiva -es decir, que alguien pase toda su vida en la cárcel- a mí me parece inhumana. Niega la capacidad de cambiar, la capacidad de asunción de lo hecho, la capacidad de volver a vivir de nuevo. Y se asemeja mucho, pero mucho, mucho, a la tortura. Yo la rechazaré siempre, como rechazo la pena de muerte, por la misma razón. Por exactamente la misma razón. ¿Qué delitos la merecerían? ¿Quiénes? Imaginen: un etarra que mata a una persona y un alcohólico que mata a otra. ¿No es el mismo, el delito? El resultado al menos sí: alguien ya no vive más (no comprendo demasiado bien las diferencias entre asesinato y homicidio). ¿Al etarra cadena perpetua y al alcohólico no? (A uno de mis yonkis, alcohólico, 41 entradas en la cárcel con 41 años que tenía, lo enchironaron por homicidio. Es una de las personas más dulces que he conocido nunca). No puedo averiguar dónde está el límite: ¿por qué para un etarra sí y para un violador no? Hablan de arrepentimiento y de que van a volver a delinquir. El uno y el otro, digo yo, con casi total seguridad. ¿Quién decide eso?

Y, sobre todo, ¿por qué la gente no piensa antes de lanzar sus palabras a un micrófono? Que luego la que se lo tiene que escuchar es la menda. Hartita de tó.

Imagen de la cárcel Madrid VI de Chema Tejeda.

Como las olas

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Hay personas que se te escapan, como las olas, y hay gente de la que sabes que, si algún día llegan a irse, te quedarás un poco más sola y más vacía. Ese dolor no desaparece: sólo se hace más sordo, hasta que vuelve a renacer con una canción, con un texto encontrado por azar o con el recuerdo de lo que jamás hicisteis juntos. Son presencias que el tiempo no borra porque se han quedado dentro... y no se definen por los años de convivencia, sino por la intensidad.


Siempre estoy despidiéndome.

sábado, 2 de agosto de 2008

Así pasen 20 años

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Hay algunos que hacen que parezca muy fácil.

Él se levanta todos los días, desde hace veinte años, para hacerle el café. Ella dice que él es su eje, su columna vertebral y su templanza. Ellos dos caminan por las calles de Lisboa, o de Alcalá, llenos de risas, coqueteando como si se acabaran de conocer, aunque fueron el primero el uno para el otro, hace ya también dos décadas, cuando iban a entrar casi en la adolescencia. Dicen que el truco es hablar mucho, escuchar, preguntar y no dar nunca nada por sentado, olvidar esa tendencia a pensar en la pareja como en la propia sombra.

Siempre he sido sola, todavía me asombro cuando oigo a la gente hablar en plural (hemos ido, vamos a viajar, pensamos... ¡Pensamos! ¡Dios, qué pérdida de individualidad: ¿qué significa pensamos?!) y a mi alrededor hay parejas para todos los gustos: están aquéllas en las que uno es el amante y el otro es el amado, que se deja querer porque no ha llegado nadie aún que le suscite una pasión loca; están los que siguen juntos por la costumbre y por el miedo a no tener a nadie con quien hacer planes; los que se divorcian porque conocieron a alguien por internet que luego no fue como pensaban; los que no se separan jamás pero se acuestan con todo aquel que pillan; los que luchan por ser aceptados por los hijos del otro sin conseguirlo casi nunca; las que renuncian a cualquier cosa que les haga feliz porque a él las aficiones de ella no le gustan y ellas van a pasarse toda la vida sin viajar a ningún lado; los que se casan porque ella les da un ultimátum y ellas van felices al altar mientras las demás nos echamos las manos a la cabeza; los que dicen querer mucho a sus legítimas pero divertirse más follando con otras; los que parecen mosquitas muertas pero llevan durante años una doble vida y engañan y mienten; y los que acatan órdenes y más órdenes sin plantearse nunca cuáles son sus deseos.

Por eso, cuando veo a los de los veinte años, les pregunto siempre cómo hicieron.

La respuesta, también, es siempre la misma: No sé.

Viñeta de Miguel Arranz.

viernes, 1 de agosto de 2008

Madrid

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Madrid es una mujer de voz dulce, que ve películas a las doce de la noche, en versión original: Bergman, Tarkovski, Antonioni, Tavernier, Dreyer. Es una mujer que descubre pizzerías, que me acompaña a conciertos, que es capaz de beberse conmigo una botella de vino y reírse y reírse y reírse y mirarme con ojos dulces y abrazarme mientras duerme y cuando nos damos los buenos días. Madrid es una habitación con una cama roja que es mi casa, porque ella es mi casa desde hace catorce años, y porque cuando llego parece, como siempre, que nunca me he ido. Y es un libro de Cortázar y una canción de Silvio y un tema de Rachmaninov para los porros y un ordenador lleno de collages de fotografías y una asamblea para hablar de asociacionismo, del compromiso social, de cómo demonios podemos cambiar el mundo, o alguna de nuestras circunstancias, de cómo se pueden tomar las calles, de qué necesidades puede tener un barrio.


Madrid es una librería de madera que se llama Traficantes de Sueños y un barrio lleno de inmigrantes y un indio donde cenar y la plaza de Chueca y la plaza Mayor y los Austria y las tascas y las charlas por los amores perdidos y por la pasión del amor y por la búsqueda constante de lo que sabemos que no vamos a lograr nunca. Y es la confesión del miedo y de la incertidumbre, la necesidad de ir en los naufragios, la convicción de que allí, a cuatrocientos kilómetros, siempre habrá un ancla que me recuerde lo que soy, lo que tengo, lo que quiero, lo que deseo, lo que valgo.

Madrid es una mujer que es un genio tierno y creativo que se revuelve del todo con la luz ocre del otoño y que se apoya en los radiadores durante los días de frío. Esa ciudad siempre ha sido ella, más que ninguna otra cosa. Más que las dos personas a las que nunca voy a ver aunque recorra las calles de la ciudad en la que viven.

Al final, Madrid siempre me espera.

Imagen de Javier Saracho.