sábado, 27 de abril de 2013

La OEX y dos cubatas

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Beñat Arrieta. Imagen de la Orquesta de Extremadura.
A pesar de algún móvil que sonó y del señor que no paraba de hacer un rulo con su programa de mano justo detrás de mí, ayer comprendí de qué manera se gesta, y se percibe, la energía que emana de un público entero y cómo esa respuesta silenciosa puede cambiar una manera de interpretar. No lo había descubierto hasta ayer y aseguro que llevo unos cuantos conciertos y unas cuantas obras de teatro a mis espaldas.

También me sirvió, la música -Haydn, Donizetti, Hindemith: cada uno a su modo- para pensar en mi vida, en mis relaciones, en la forma que tengo de inhibirme y desaparecer. Aplaudimos. Aplaudimos mucho. Beñat estuvo mágico.

Yo fui allí después de una semana de perros, pensando en ver un concierto, largarme a casa y levantarme más o menos temprano antes de ir a la reunión del cine club. No estaba en el mejor momento -tampoco en el peor- y me di cuenta de cuánto echo de menos oírlos tocar más a menudo. Que la música me calme, o me desespere.

Me quedé para saludar a Álvaro después:
-¿Tienes planes?
-Ninguno.

Cena, ron, gin tonics.

Nos dieron las tres de la mañana.

A mí me gusta mucho estar con él. Me gusta mucho estar con él, me gusta mucho entrevistarle, me gusta mucho oírle hablar de música y me gusta la sensación de que estoy aprendiendo sobre otros modos de trabajar. De intentar crear.

Recuerdo una escena de Treme. Antoine Batiste le dice a una alumna que lea una partitura y la letra que la acompaña y le pide que piense en cómo esa letra le pide a ella que interprete la canción. Al final es eso: que el músico sepa que no es un mero ejecutante, sino un creador, que no tenga miedo a volar, a conseguir un sonido, a adquirir una voz; y que participe de una voluntad colectiva.

Hacía mucho que nadie me decía que soy brillante (y me hacía falta oírlo).

Hacía mucho, también, que no intercambiaba ideas con nadie. Porque la creatividad hay que estimularla y yo había dejado de tener ideas, de acariciar un proyecto, de pensar en posibilidades, de ilusionarme y, sobre todo, de creer que yo, por ser yo y solo yo, podía aportar algo -y aportarlo, además, en una materia de la que no sé absolutamente nada y que la persona que me escucha, que sí sabe y que estudia, escuche, pregunte, comparta-. Sirvió de desahogo y de descubrimiento.

Me di cuenta de todas las razones.

lunes, 22 de abril de 2013

Mi fantasma

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Hubo un chico, una vez. Muy tímido. Muy roto por dentro. No podrido: roto: hay matices. Muy guapo. Ser guapo y tímido no está permitido. Ser guapo y tímido y no confiar en nadie tampoco.

Había una chica, también. Se encontraron en un bar, primero. Luego en un cumpleaños de amigos comunes. Un día, ella entró en su casa: él se había roto una pierna, pasó a saludar, tímida también. La visita de cortesía de diez minutos se transformó en un café de horas. Y a ese día siguió otro y otro más y todos los días sin faltar ni uno que él estuvo enfermo, hasta que se fue y volvió.

Fue fácil para ambos, hasta que ella se rompió, porque a veces la gente se rompe y, por el camino, acaba destrozándolo todo, también, y él no supo recomponer ni actuar tampoco. Fue fácil hablar. Era fácil compartir el tabaco y los mecheros, bailar canciones que dolían, acabar buscándose, acabar quedándose solos. Resultó fácil mostrar todas las miserias, en todas las direcciones, reírse, ver partidos de fútbol, ir a Garciaz a limpiar una casa, entrar en su habitación cuando él estaba dormido para despertarle, confiar, compartir lo que uno es: las luces, las sombras, las oscuridades. Y que no importara.

Ha pasado mucho tiempo. Pero ella sabe, porque lo sabe, que su vida, la de él, hubiera sido mejor si ella se hubiera quedado.

De vez en cuando, ella recuerda. Aparecen fogonazos: dos cubatas encima de una barra de bar, la primera salida con las muletas, un plato de pasta que él le cocinó, llegar a su casa a las cinco de la tarde y que, de pronto, fueran las siete de la mañana.

Han pasado diez años y ella nunca ha vuelto a confiar en nadie así.

El dolor es el de todos los exilios.

domingo, 21 de abril de 2013

Mechuque

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14 de noviembre de 2012. 

Escribo en la cocina de la tía Berta, que es la tía de Anita. Ella vive en Mechuque, que es una isla chilena en la que solo hay luz desde las siete de la tarde hasta las doce de la noche. Está en el archipiélago que forman las islas Butachauques: aquí vivían también indígenas. Llegamos desde Puerto Montt en un colectivo que nos conduce hasta Ancud, una población en la isla Chiloé a la que se arriba en transbordador. Nos vinieron a buscar la prima de Anita y su marido, que nos condujeron a Quicaví, con parada en Quemchi: las poblaciones de este sitio tienen nombres muy sonoros. En Quicaví nos esperaba Lalo, con una lancha para cruzarnos el océano hasta Mechuque. El bote saltaba, el agua nos mojaba enteras y nos reíamos como si tuviéramos tres años, las tres.

Mechuque


Unos señores nos llevan las maletas hasta casa. Y menos mal, porque la arena está llena de piedras y no somos capaces de acarrearlas.

La casa de la tía es la más antigua del pueblo, está hecha de madera de alerce, ha sobrevivido a dos terremotos sin inmutarse y tiene unas escaleras matadoras. Es inmensamente grande, está pintada de colores preciosos y en la cocina se está muy calentito porque hay una estufa de leña. La isla huele a leña quemada, a flores y a salitre.

martes, 16 de abril de 2013

Esquel es Héctor, es María, es Cati...

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Kiosco El Chucao

Esquel es Héctor, es María, es Cati, pero también es Romina y es Óscar, que son la hija y el hermano de María, una de las hijas y uno de los hermanos. Llegamos a las seis y media de la mañana, en un micro coche-cama (hay cama y semicama) en el que nos dieron de cenar una cantidad pantagruélica de comida (pollo y patatas con salsa, arroz con verduras, ensalada, carne fría, pastel de carne, flan con dulce de leche) y en el que, en el primer tramo del viaje, te morías de frío y en el siguiente, te asfixiabas. En la estación de ese pueblito que nos regaló el amanecer rosado de los Andes estaba Héctor, el hermano de Adriana, para darle un abrazo a ella y otro abrazo a mí. También estaba María, igualmente cariñosa. Cati, que es quien me falta, es la hija de Héctor y Gabriela, la hermana de Nico. Tiene 32 años. Su padre ha montado un kiosco y ahora trabaja allí. En Argentina, en el kiosco no se vende prensa: se vende todo lo imaginable, menos periódicos y revistas: chucherías, tabaco, bebidas, pañuelos de papel, cacao para los labios... Hay uno o dos en cada esquina.

viernes, 12 de abril de 2013

Los ojos de otros

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Lo que yo voy a ver lo vieron los ojos de Dostoievski y de Rilke que, frente al Perseo de Cellini, descubre que ha de vivir ahora las preguntas. Ese poema, que me aprendí, me lo copió Jandro hace más de una década, cuando él tenía un camino marcado que luego abandonó y yo no sabía, entonces como ahora, qué iba a ser de mí. Vive ahora las preguntas. Rilke se hizo viejo aquí: planeó proyectos, supo qué quería hacer. Hay gente con una sensibilidad honda que yo no sé si tengo. Nerea, que llegó a caballo entre dos años para quedarse tres meses, me escribió para decirme que su primera impresión de la ciudad es que estaba infestada de turistas (seguimos teniendo la costumbre de salir del país en fin de año) y que todo era carísimo.


Rilke.
Quizá después de dos meses allí haya aprendido, como los florentinos, a no fijarse en ellos. Que, ciertamente, somos una plaga. Pero no importa: solo habrá que levantarse un poco más temprano para intentar caminar por calles medio desiertas y saber, como en cada viaje, que veré lo que pueda y como buenamente pueda.

Porque yo soy lenta. Soy tan lenta que siempre me asombro de lo rápido que viajan los demás. Y no solo eso: también me asombran las recomendaciones: voy a una ciudad con más artistas locales que ninguna otra, con más obras de arte por metro cuadrado que ninguna, con más sabores que muchas y que exige un cierto tipo de detenimiento. Florencia se ve en tres días, me dicen. Marco me mira: en una semana no te da tiempo, dice, pero puedes disfrutar de muchas cosas. Ve a Siena: en un día la ves, dicen. Marco me mira: no vayas a Siena, Siena necesita más de una semana, te vas a venir con los dientes largos.

Marco es italiano, cuando habla de la región a la que pertenece dice "mi casa" y vivió en Florencia cuatro años. Ahora va a tener un niño que nacerá escuchando violines todo el rato: sus dos padres son violinistas y, por lo visto, igual de lentos para viajar que yo.

Porque es que a mí me gustan los bares y me gusta escribir en los bares y me gusta mucho el café y me gusta observar a la gente, preguntarme cómo serán, qué hacen allí, si son felices. Siempre me produce un cierto tipo de extrañeza comprobar que las ciudades existen al margen de mí, que sus habitantes estaban allí antes de que yo llegara y les observara por primera vez, porque siempre tengo la impresión de que son mis ojos, al mirarlos, los que les han dado vida, los que los han convertido en reales.

Peking y Helen McAllister. Barcos viejos en Nueva York.


Una ciudad no es nada sin la gente que la vive y me resulta casi mágico percatarme de que creo que yo di vida a la miriada de habitantes de Toronto cuando la vi por primera vez pero que, si pienso en una ciudad más antigua ("en el puerto de Nueva York hay barcos antiguos", le dije a Robert. "No. Hay barcos viejos. Antiguos, en Europa") siempre la imagino de noche, con hombres con sotana y capas, vestidos de negro o púrpura, caminando muy rápido con alguna nueva o vieja intriga en la mente, casi invisibles. Puede que algunos de los momentos más decisorios de la vida de las personas ocurran en una casa o en una cama, pero yo siempre he creído que las ciudades se transforman al anochecer gracias a todas las cosas que han transcurrido y transcurren cuando el sol desaparece, porque nadie quita y pone reyes a plena luz del día, nadie tiene una amante a plena luz del día.

lunes, 8 de abril de 2013

Que el ojo vea: no que el ojo reconozca

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Nunca veo muchas fotos de los lugares que voy a visitar. No me gusta llegar a los sitios con la sensación de que ya he estado allí, y, además, no tengo memoria "fílmica": habré visto mil y una películas de Nueva York y, hasta antes de ir, cuando me estuve preparando la guía, ni siquiera sabía cómo era el Empire State. De Florencia no he buscado más que los lugares desde los que fotografiar la ciudad desde las alturas. Como siempre, llevo dos guías en el bolso, más -en esta ocasión- un libro de arte y el libro electrónico cargado con 38 documentos que busqué por internet.

Siempre compro planos, pero, lo reconozco, no sé leer los mapas. Walter Benjamin decía que importa poco no saber orientarse en una ciudad, pero perderse por sus calles, como quien se pierde en un bosque, requiere aprendizaje. La mitad de las veces, yo acabo dando vueltas en círculo. Como si me perdiera en un bosque.

Al final, una busca los pequeños lugares que la van a hacer sonreír o emocionarse (como ocurrió en Nueva York cuando vi, sin esperarlo, la casa de Elizabeth Cady Staton). Cuando Dostoievski escribió El Idiota, miraba los muros del Palazzo Pitti y sabía -él, que finalmente no murió en Siberia-, de la muerte de su primera mujer, Maria Dimitrievna, de la muerte de su hermano Mijail.



Quiero averiguar, también, si sé mirar bien los frescos de la capilla Brancacci, donde Masolino permitió trabajar a su alumno, Masaccio, y el alumno pintaba de tal manera que no se distinguían sus estilos, hasta que logró desligarse de las ataduras de la imitación y voló y superó no solo a su maestro, sino también la época de su maestro.

Todo eso no lo he visto nunca. Sí el Duomo, el David, la Venus naciendo de Botticelli... los he visto y los he estudiado.

Lo demás no. Ni siquiera sé -no he querido mirar- cómo es la fachada de la Santa Croce. A mí me gusta que el ojo vea, no que el ojo reconozca. Cuando se quieren hacer fotos, eso es una renuncia: siempre te dicen que veas muchas, muchas fotos, de las ciudades para saberte los edificios de memoria y conocer las esquinas desde las que quieres disparar. Yo, como no tengo excesivas pretensiones (salvo, sí, hacer nocturnas y vespertinas, cosa que siempre me prometo que voy a hacer en todos los viajes y que al final, por una razón u otra -cansancio, lluvia- nunca hago) obvio el trámite de aprenderme la ciudad antes de verla por primera vez.

martes, 2 de abril de 2013

Dios

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No se de quién es esta imagen, que lleva en uno de mis hogares ni se hace cuánto tiempo...


Hace exactamente ocho años y cuatro días, ocurrió algo que escribí, para rememorarlo, cuatro años más tarde.

Tenía el acento dulce, no nos conocíamos de nada y me enseñó que seis horas pueden ser definitivas.

Las mejores mitades de mí le llaman Dios.

Hoy he vuelto a hablar con Él.