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lunes, 31 de diciembre de 2012

2012

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Nació un niño que es un redondel cuando se asombra. Nacerá una niña o quizá cuando se publique esto ya haya nacido, porque voy a trompicones actualizando el blog con las fotos y la crónica, vuelta a redactar a ratos, del viaje a Argentina: hay cosas que no puedo, ni voy, a contar. Me suicidé y sabía que me iba a suicidar pero entonces no me importó o no supe salir. Entrevisté, por fin, a José María Pou, y me dio un abrazo. Tuve una crisis laboral, y personal, de la que salí gracias a Charo Calvo, que me agarró de los pelos y me arrastró hacia la luz y la conciencia. Conocí a un chico que es de colores. Pero creo que él no lo sabe. Se fue alguien, en julio, y sentí frío: sigo sintiendo frío. Murió mucha gente a la que admiré y a la que quise: poetas, cantantes, actores. Rompí con la relación más dañina que he tenido en mucho tiempo. Utilicé canciones para sanar, como siempre. Escribí, volví a escribir, volví a estrenar libretas. Estuve en Sevilla, en mi casa. Pisé, nuevamente, un aeropuerto para vivir un mes en otro lugar, para descubrir a gente a la que quiero volver a abrazar. La Orquesta de Extremadura sobrevivió y eso, para mí, significa algo más que la música: una cierta unión, algunos cafés, ampliar los círculos. Llegaron los mineros, a Madrid, y canté, en la distancia, Santa Bárbara Bendita. Vi ballenas y orcas y glaciares y me enamoré de los Andes y del Lago Argentino y volví a cantar en un coche como cuando era pequeña, mirando al lago Futalaufquen. Probé el mate por primera vez y aprendí -estoy aprendiendo- a comer de una manera más consciente. Pedí permiso para hacer retratos.




Un amigo volvió a su casa, después de diez años en otro país, a abrazar a su mujer y a sus hijos, y me dijo que es feliz. Estuve en La Lonja, como cada verano, cenando penosamente pero riéndonos mucho. Invité a un tipo atrayente a cenar: nunca lo había hecho antes. Viví dos primaveras, con frío de hielo, con calor asfixiante, y me puse morena como hacía siglos que no me ponía. Hablé mucho y callé cosas, pero pedí ayuda, cosa que tampoco suelo hacer. Encontré a alguien que reacciona igual que yo ante las incoherencias sentimentales y fue un alivio, porque supe que no era lo que me daba más pánico ser. Volví a hacer fotos, al tuntún, sin pensarlas, en un viaje en el que el paisaje casi lo conseguía todo. Constaté que mi cuerpo reacciona cuando lo descalabran. Creé un blog de cocina. Tuve una charla sobre amores perdidos en Esquel con una chica que me gustó mucho. Conocí a un hada en Mechuque y la abracé. Se casó Ángel y nos vimos, después de ocho años, como vi a Jandro, a Mariana, a Miriam, a Martina, a Marcos, y me encantó lo que vi. Comencé el año con Noelia y lo acabaré, como siempre, en los brazos de un amigo que sabe que soy gilipollas, pero, aún así, le gusto, de todas maneras. Y me quiere. Jordi estuvo pendiente de mí y me salvó de la angustia y la agonía. Quise estar en San Sebastián para abrazar mucho a una persona, para abrazarla todo el rato y salvarla del dolor, aunque no sea posible.

Y, como todos estos años, sigo teniendo mucha suerte con la gente que eligió estar conmigo. Feliz año nuevo.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Las guías de viaje

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1 de noviembre de 2012

Las guías de viaje, sostiene Marcos, muestran una visión europea de Buenos Aires. Buenos Aires, sostiene Adriana, siempre quiso ser francesa. Pero no es París. No es en absoluto París. No hablan, las guías, de las miles y miles de tiendas, de las calles abigarradas, las carreteras urbanas llenas de coches, colectivos, taxis, remises, ambulancias, policía, todos tocando el claxon; ni del olor a verde de Saavedra y Belgrano o el olor a gasolina y asfalto del centro. Cenamos en el Café de los Angelitos y Marcos me regala un libro de repostería: "Nucha: historia, recetas y secretos de la mejor repostera argentina". Toda mi biblioteca de cocina argentina se la debo a él. En este libro se cita a Proust y Neruda. Hay tortas (aquí, tartas); tartas (aquí, tartas saladas) y otros platos, sobre todo dulces y Marcos quiere llevarme a tomar café. Aún no he probado ni el dulce de leche ni los alfajores ni nada.



El colectivo es un caos. No es un caos, ciertamente, porque hay infinidad de líneas y muchos autobuses que circulan a muy buena frecuencia (cada dos, cinco minutos, pasa uno), pero yo no sabría cuál coger ni cuál dejar. Son de colores, se mueven rápido y los escalones son altísimos: a más de uno hay que ayudarle a bajar y a subir.



El metro tiene varias líneas, cada cual con un tipo de vagón, todos ellos pintados invariablemente con grafittis. La B, por ejemplo, es de asientos corridos, blanditos y forrados de tela, a modo de vagón de diligencia. Los transportes son muy baratos y, como en todas las ciudades grandes, recomiendan vigilar las pertenencias. Yo no soy muy cuidadosa con eso, pero aquí todo el mundo parece pensar que Buenos Aires es muy insegura: no sé hasta qué punto es percepción o es realidad. El metro tiene la particularidad de que parece un pequeño mercado: ahora pasan vendiéndote una revista cultural, ahora pasan vendiéndote pañuelos de papel; ahora una niña de piel oscura y con la camiseta muy sucia pasa vendiéndote fundas de plástico para tarjetas por dos pesos y tú miras alrededor, a ver si la hija de la grandísima puta de la madre está cerca (probablemente, el padre se haya ido ya a otra provincia) para poder decirle que qué demonios está haciendo. Me da mucha rabia, es algo que siempre me ha dado muchísima rabia, me ponía enferma hace años cuando en Badajoz era común, me ponía enferma en Melilla cuando dejó de ser común en Badajoz pero comencé a ver a niños pidiendo limosna en cada terraza, y no solo en la feria, o hurgando en las basuras. Y me acuerdo de los niños de la India que me contó Begoña llena de rabia, que no se acercaban a los demás porque su sombra los podía contaminar y pienso que debería haber algo intocable -aquí sí: intocable- en un niño para que no creciera siendo un niño torcido, un adulto inestable.