miércoles, 30 de enero de 2013

El último día en El Calafate

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Es la última vez que escribo en la mesita de fuera del Nakel Yenú. Esta mañana ha sido la de compras: un collar de rodocrosita para mi madre, un mate para Nico que no me convence (pero no encuentro el que me gustaba, no sé dónde lo vi); imanes para la nevera de piedritas del Lago y varias postales y marcapáginas. Mando una a casa y otra al trabajo. Los días, a pesar de las mil imágenes que estoy aún tratando de atesorar, para que no se me olviden nunca, transcurren rapidísimos. Ahora esperamos el transfer que nos lleve al aeropuerto.

La mesa del Nakel Yenu con mi bolso y la mochila de la camara

Miro los Andes de esta zona por última vez, con esas nubes grises, azules y blancas, que se transforman en niebla cuando ascienden a la cumbre y caen luego con fuerza en el Lago. Esta mañana llovía. Adriana decía que el cielo estaba llorando porque nos íbamos, pero luego nos ha regalado un día soleado, ventoso como siempre, con este viento frío que te hiela las manos y ese sol que de vez en cuando, cuando menos te lo esperas, decide calentarte la cara y darle un tono tostadito.

Entrada de la Posada Nakel Yenú

No quiero ni pensar en cómo tiene que ser la vida aquí en invierno. El Calafate, contaba Virginia, del Nakel Yenú, se paraliza en invierno. Es caro, porque los precios son turísticos: para los lugareños también. Ayer veíamos a los niños, mochila al hombro por el camino de tierra embarrado, yendo al colegio, y por la tarde los vimos jugando en los columpios, en un parque infantil muy grande y con muchas atracciones. Yo estoy de paso, pero siempre pienso en cómo será la vida diaria en los lugares a los que voy y creo que aquí ha de ser dura, por las temperaturas bajas y por los precios -"es recarísimo", decía Virginia: "y hay que ahorrar para la temporada en que no hay trabajo"- inflados para los turistas europeos.

lunes, 28 de enero de 2013

Todo glaciares III

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Peineta
Barco y pasarela

El barco sigue por el Canal de las Tres Bocas. Los Andes nevados continúan el camino con nosotros. Yo, la mujer que necesita asfalto, bares y edificios, acabo pensando que podría estar mirando estas cumbres toda la vida, que necesitaría mirarlas para olvidarme de los sucesos tontos de la cotidianeidad. Que sentarse aquí, en El Calafate, a la orilla del Lago Argentino una tarde de sol, o coger el autobús hasta el Perito Moreno y caminar por esa pasarela amarilla de la Península de Magallanes, en la que me caí y que fotografío ahora desde la cara norte del glaciar, que acompañar a los turistas en el barco para mostrarles el territorio conocido y asombroso, podría salvar a cualquiera de la depresión y la locura.

Spegazzini
Perito Moreno

viernes, 25 de enero de 2013

Todo glaciares II

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Ha salido el sol, navegamos a 35 kilómetros por hora y el viento parece que va a lanzarte al agua (dudo mucho que alguien sobreviviera más de un minuto aquí). En la Boca del Diablo comienzan a verse los primeros icebergs de formas caprichosas, desde planchas inmensas y planísimas hasta triángulos recostados o castillitos. Uno podría jugar a qué se parecen, igual que lo hace con las nubes. Nunca había imaginado que yo iba a ver icebergs: al natural, se comprende el hundimiento del Titanic. La excursión cuesta un ojo de la cara y medio riñón (720 pesos: 620 por una parte y 100 para extranjeros el acceso al Parque Nacional: 120 euros en total), pero merece el dinero que se paga.

Spegazzini
Seco


El Spegazzini es el más espectacular para mí porque en el sur de su brazo hay otro glaciar, el glaciar Peineta, un glaciar tributario que baja de la montaña del mismo nombre. No llega a desembocar en él, pero lo parece, desde lejos, y es una preciosa manera de observar cómo se forman los glaciares, la naturaleza abriéndose paso entre la propia naturaleza, con fuerza. No retrocede: el Upsala, por ejemplo, sí lo hace. Y es alto, muy alto: 130 metros llega a alcanzar, aunque parece que está ahí al lado, pequeñito, desde lejos, impresionante. Si uno pudiera colocarse abajo y mirar hacia el cielo, sentiría un vértigo horroroso. Todos ellos forman parte del Campo de Hielo Patagónico, 16.800 kilómetros cuadrados de hielo y más hielo en diferentes parques nacionales: el Bernardo O'Higgins y Torres del Paine, que están en Chile, y el Parque Nacional Los Glaciares, en Argentina.


miércoles, 23 de enero de 2013

Todo glaciares I

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6 de noviembre de 2012.



Podría comenzar a describir. Que el Lago Argentino parece leche cuando lo navegas. Que los glaciares son blancos y los colores que vemos, salvo el marrón que se produce por las morrenas del glaciar arrastrando la tierra, son ilusiones ópticas porque esos azules en realidad no existen aunque yo los vea. Que las fotos nunca le harán justicia, a ninguno de ellos: ni al Seco, ni al Rico, ni al Spegazzini, ni al Upsala, ni al Perito Moreno en su cara norte. Que uno revisa las imágenes y piensa: son bonitas, pero no sé si a los demás les transmitirá esa sensación. Supongo que la palabra "indescriptible" se inventó para cosas como ésta.



Cuando llegamos al barco, que sale de Punta Bandera, llueve. Intento prepararme mentalmente para otro día como el de anteayer, con la cámara mojada y una luz uniforme, pero luego sale el sol y es un alivio, por mucho que a mí me guste la niebla. El barco recorre el Brazo Norte del Lago Argentino y luego va hacia el Brazo Spegazzini y hacia el Canal de los Témpanos para ver el Perito Moreno. En el brazo norte está el glaciar Upsala, de 870 kilómetros cuadrados, el más grande del parque. A veces, por los icebergs, el barco no se puede acercar tanto como hoy. Nos quedamos a unos 800 metros. Porque el Lago Argentino está lleno de icebergs: algunos muestran una superficie pequeña: lo que vemos es un quince o un veinte por ciento de su tamaño total: el resto está bajo el agua. Otros son planchas inmensamente grandes: un trozo del glaciar se desprende y cae en el barco: los turistas se hacen fotos y más fotos con el pedazo de hielo, yo le tomo dos a Adriana.



Para usar la cámara, el barco es un poco la ley de la selva, pero se puede hacer fácilmente. Algunos estiran los brazos hacia arriba: van a salir todos iguales. Lo curioso es que se callan, nos callamos todos, cuando el barco se va deteniendo porque la vista de los glaciares exige silencio. Una pareja comienza a besarse desaforadamente cuando nos ponemos en marcha de nuevo y no me extraña, porque en este barco a mí me hace falta mucha gente: me hace falta Erik, dentro de 20 años; me hace falta Nico, trabajando en Buenos Aires -me acuerdo mucho de él-; me hace falta la visión observadora y entusiasta de Pupe; me hace falta Belén, me hace mucha falta Belén.

lunes, 21 de enero de 2013

Laguna Nímez

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Laguna Nimez.


En la Laguna Nímez hay una colonia de flamencos y otras muchas aves que intento fotografiar. Si ha salido alguna bien a pesar del intenso viento que se te mete en los huesos me daré con un canto en los dientes. Hay que pagar para entrar a la Laguna, que es una reserva natural, 35 pesos (algo menos de seis euros) y caminar por un sendero muy señalizado. Es una visita autoguiada en la que encuentras cartelitos con los nombres de las aves y de los arbustos, entre ellos uno de ramas casi blancas, de color verde hielo, que me gusta mucho. Y aves a mansalva: cisnes, flamencos (sí, también huele a flamenco) y muchos pájaros grandes de los que no sé el nombre. Recuerdo siempre el primer mandamiento del fotógrafo de naturaleza: no dañar. No interferir en la vida de los animales que se fotografian. No molestarlos nunca, bajo ningún concepto.



Al lado de la laguna está el Lago Argentino. Voy a echarlo mucho de menos cuando me vaya: sus aguas marrones, rosas un poco más al centro, azul celeste al fondo, haciendo rayas, con los Andes circundando, los picos nevados, las lenguas de hielo y las cascadas abriéndose paso y el sol reflejándose en las aguas. Mirar este lago es no pensar en nada.

Lago Argentino

sábado, 19 de enero de 2013

El Calafate

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Correos
Ahora El Calafate es un pueblo turístico con precios para turistas, lleno de bancos, servicios, tiendas de artesanía, tiendas de artículos para la montaña, más tiendas de artesanía y un casino hortera por el que nos preguntan unos turistas en inglés. Pero antes, mucho antes, su economía se basaba en un animal que se llama guanaco.

Perito Moreno en la Intendencia del PN Los Glaciares

Los anoikenk vivían de ellos, en grupos de no más de cincuenta personas, cazadores y recolectores. Con su piel hacían las tolderías de sus viviendas si planeaban quedarse un tiempo en el lugar y luego usaban cuevas: hay pinturas rupestres (la Cueva de las Manos, cuya reproducción está en colgantes e imanes de madera y piedras del Lago Argentino). Luego, el estado vendió todo el terreno a los ingleses para que explotaran a las ovejas, porque la revolución industrial trajo consigo un gran aumento de la demanda de lana y El Calafate, lo que hoy es este pueblo turístico que toma el nombre del fruto de un arbusto, servía de punto de reunión entre las estancias de la zona que se dedicaban al ganado. Tenía un hotel, un almacén y una estación de servicio. Hace cuarenta años, cuando Adriana vino por primera vez con su hermano Héctor, no debía de ser mucho mayor que aquello, porque ella recuerda que había una calle nomás. Los turistas comenzaron a llegar casi en masa entrados los años 70 y ahora hay 7500 camas y unos 17.000 habitantes casi fijos, muchos más en la época turística. Desde la posada, que está en lo alto del pueblo, vemos a los niños bajar con sus mochilas para ir al colegio, bien abrigados aunque sea primavera y me pregunto cómo será andar por estas calles de tierra en el invierno más crudo.

Flor en la Intendencia del PN Los Glaciares
Murales en El Calafate
Y sí: creo que lo que vimos ayer eran cóndores, porque comen carroña. O quizá eran águilas moras o caranchos: yo no distingo a los pájaros, a casi ninguno. Supongo que eran cóndores porque eran muy grandes y muy negros. Realmente, la especie me da igual: fue un espectáculo verlos planear en círculos.

Aldea de los Gnomos

jueves, 17 de enero de 2013

Por qué ruge el glaciar

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Lago Argentino desde la Laguna Nímez
Mis pies piden a gritos una amputación. Hemos visto el Lago Argentino, que se observa también desde el avión y al aterrizar y en el camino en bus que lleva al Parque Nacional Los Glaciares. Está a 187 metros sobre el nivel del mar y el agua es azul celeste y se vuelve dorada, se vuelve plata, se vuelve marrón, se vuelve rosa y todo a la vez, con franjas diferenciadas y lo circundan las montañas llenas de nieve, montañas y más montañas de las que pienso que podría estar mirándolas toda la vida. Tiene casi 1500 kilómetros cuadrados: yo hago una panorámica desde la Laguna Nímez. Los anoikenk lo llamaban Kelta, pero el perito Francisco Pascasio Moreno, el perito Moreno, le dio el nombre de su patria porque era inmenso como ella.





Los glaciares se han estudiado: se sabe que el avance del Perito Moreno oprime las aguas de un brazo del Lago Argentino que se llama Brazo Rico y que esto genera un desnivel de las aguas con respecto al resto del lago, que mide (el desnivel, digo) hasta 30 centímetros. La masa líquida presiona el glaciar y crea túneles de agua. Cuando el agua avanza, la bóveda se derrumba y el hielo cae. La penúltima gran ruptura, de la que venden DVDs, fue en 2008. Avanza dos metros por día: es, creo, el único glaciar que no retrocede.

martes, 15 de enero de 2013

Parque Nacional Los Glaciares

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El Parque Nacional Los Glaciares se creó en 1937 y tiene 600.000 hectáreas llenas de bosque al pie del Lago Argentino. Hay 2.600 kilómetros cuadrados de hielo, más del 30 por ciento de su superficie. El Perito Moreno es uno de sus 47 glaciares: el más espectacular, pero solo uno de esa casi media centena. El frente mide cinco kilómetros; la altura, 60 metros. No se aprecia desde la pasarela, pero sí desde las embarcaciones que se quedan casi a sus pies. El Upsala es el más grande: diez kilómetros de ancho por 50 de largo. Lo veremos mañana. Y en el sector norte está el Fitz Roy, un macizo de más de tres mil metros de altura, que aparece en todas las fotos y del que bajan glaciares también.



Y hay calafates, claro. Venden mermelada de calafate, licor de calafate, dulce de calafate... Florecerá pronto y dará sus frutos en enero. La leyenda dice que el que come calafate siempre vuelve, porque se enamora de La Patagonia. En Chile la leyenda dice lo mismo, aunque sea distinta. También hay cóndores, que no sé si he visto (durante el viaje en autobús, había tres pájaros negros, inmensos, dando vueltas en círculos, pero no sé si eran cóndores) y un cérvido que se llama huemul y al que no pongo cara. En los glaciares vive un insecto: es la única clase de vida que se ha encontrado en ellos.

domingo, 13 de enero de 2013

El lago que no vimos y sí vimos

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4 de noviembre de 2012.

Mañana hacemos la excursión Todo glaciares. Hoy vemos El Calafate, buscamos una vista del Lago Argentino, pero no la encontramos y volvemos a Borges &Álvarez para tomar café, un capuccino Confucio (con chocolate y canela) impresionante. Calentito. Ha salido el sol y mañana estará mejor el tiempo. El aire sigue frío, pero el sol juega con la nieve de las montañas, ahora una nube tapa una colina, ahora se ve un recodo del lago, ahora nos paramos a descansar y ahora seguimos la marcha para comprar unas empanadas y comerlas en la posada. Hoy es un día muy tranquilo. Que también nos hacía falta, porque este ritmo acaba con cualquiera (aunque Adriana tiene muchísimo más aguante que yo, todo hay que decirlo).



El glaciar. Sí. Vale. Hay veces que necesito silencio. Esta es una de ellas. Las palabras me distraen, el ruido me distrae. Ante la naturaleza, hay quien siente el ansia de compartir y hablar y hablar y desnudarse. Yo no. Yo necesito silencio, siempre he necesitado silencio, el mismo que preciso en los museos. Porque yo soy lenta observando. Muy lenta. De hecho, no soy una persona observadora: yo no me doy cuenta de las cosas casi nunca, aunque pasen justo enfrente de mí y en mis narices. Y todo me asombra e intento apresarlo e intento leerlo y no soy capaz de leer absolutamente nada de esa lengua de hielo que crea formas caprichosas y que se vuelve de colores -negro, gris, mil tipos de azul-. No sé cuántos kilómetros abarca porque, como mi imaginación no tiene demasiado asidero nunca con la realidad conocida, sabiendo que es un glaciar, lo había visualizado, en mi cabeza, como una gran pared de hielo y no como se río que viene abriéndose paso entre las montañas y desafiando al lago y ganándole terreno cada año.








A veces se desprende: cae como un cañonazo y los pedazos de hielo azul salen flotando y flotando. El camino al parque también es majestuoso: llanura y más llanura, todo el campo vallado (de quién será), con pequeños arbustos, como el paisaje semidesértico de Almería (pero con distintos tonos de tierra) y luego ya el bosque frondoso, con algunas partes quemadas (siempre me paraliza ver un bosque quemado: viví un incendio terrible hace muchos años y el silencio -por la ausencia de animales- me parecía aterrador), pero en las que la naturaleza, que siempre se regenera, se va abriendo paso y más paso. El cielo es una nube gris y niebla. Contrasta con el de ahora, con las nubes algodonosas y ese color azul vívido que ayer tanto eché de menos por un instante. Solo por un instante. A mí, he de confesarlo, la niebla me pone de muy buen humor y considero una suerte poder ver el glaciar así. Dudo mucho que mis fotos reflejen algo de esa inmensidad eterna. Qué suerte tener ojos, pienso. Qué suerte tener ojos y cómo me gustaría que alguna gente estuviera aquí conmigo, viendo lo mismo que yo.


viernes, 11 de enero de 2013

Bares

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El Calafate es pequeño, pero ha crecido mucho, muchísimo, en las últimas dos décadas. Ha crecido para el turismo y se nota: es de cuento, pero no molesta. Y está Borges & Álvarez, que es un libro-bar que nos recomienda Virginia, del Nakel Yenú, porque es a donde van quienes viven aquí. Y los turistas, también van, porque está en pleno centro. Yo quiero un bar así en mi ciudad. Un bar así para escribir, para hojear libros, para comer una milanesa de soja espectacular y para reírme y admirarme con la creatividad de su carta.

Algunos bares son el espacio en donde discusiones, diálogos y monólogos se repiten y superponen hasta el infinito como un objeto atrapado entre dos espejos sin otro fin que pasar un rato distraído. Tienen promesas para todos los sentidos, camareros y clientes que no se callan, risas y llantos rompiendo silencios por todos lados, una barra que parece un diván, botellas que esconden secretos... y, sobre todo, la dulce sensación del encuentro, de ya no estar solo...



Estos bares son entidades únicas e irremplazables, ya que cada uno posee un clima que refleja la personalidad de su propietario y la gente que en él trabaja,. Lo público es también privado o íntimo y viceversa; son como un living, que pertenece a los dueños y también a los parroquianos, a ustedes que están invitados a disfrutar de este nuestro sueño... 

Las palabras en cursiva están tomadas de esa carta del bar. No escribiré nunca aquí, pero fotografío frases sobre el poder curativo que tiene la comida cuando se comparte, observo los nombres de los platos con sonrisa divertida y sé que sería uno de esos bares que uno haría suyos y acabaría conociendo a los camareros, como cuando voy a la Taberna y veo a Hugo, o como me ocurre en algunos lugares de Mérida.



A mí siempre me han gustado los bares. Para escribir, para tomar café, para estar sola, para dejar pasar el tiempo, para esperar, para compartir copas durante horas con los amigos, para reír y para desahogarme. Muchos de los mejores momentos de mi vida los he tenido en bares. En el Guirigay de Sevilla, en el Central, en el Entrecañas, en el Castúo, el Via Flavia, La Casona, Las Palmeras, el Casablanca, la Corchuela o el Latino. Hay bares para desayunar, hay bares para el café, hay bares a donde uno acude todos los días. Buenos Aires también está llena de esos lugares que yo podría hacer míos en un par de meses.




miércoles, 9 de enero de 2013

Colores

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Sigue lloviendo. Recuerdo las fotos, la caminata por la pasarela y la primera vez que vi el Lago Argentino. Fue al bajar del avión. Hemos llegado al parque nacional Los Glaciares con la empresa Caltur, por libre: el autobús se coge en la estación del Calafate. Cuando alguien se cae en algún sitio de Argentina, se dice que querés comprar el lugar. Yo, por lo visto, he querido comprar el Perito Moreno.



Hay 70 kilómetros desde El Calafate hasta el parque nacional. Setenta kilómetros por un paisaje llano, lleno de arbustos, que luego se transformará en una exuberancia de árboles y en el que vas camino de los Andes. En los viajes, esperas siempre que te guste, que te impacte, lo que en teoría debe impactarte y debe gustarte. Y, sin embargo, yo veo, con sol, ahora, porque a veces sale el sol, el Lago Argentino y me descubro con paz. El lago y las cumbres y el hielo que baja, con formas caprichosas.



Adriana lo vio hace cuarenta años, no había pasarela alguna y bajaban hasta tocarlo con las manos, pero se debió de matar mucha gente. También han muerto por las esquirlas, grandísimas, que se desprenden del glaciar cuando cae un trozo como si fuera un cañonazo. El glaciar guarda el mismo tono azul cielo que el Lago Argentino cuando le da el so, un azul celeste muy suave. Pero también es blanco y es negro y es aún más azul y yo quiero apresar todos sus colores. De hecho, es al cambiar de objetivo cuando me doy la gran tort. Y vale: debe de gustarme mucho escribir, porque estoy tiritando en la terraza del Nakel Yenú mientras oigo la lluvia goteando en el techo y hace un frío helador.

lunes, 7 de enero de 2013

Nada es como esperaba

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Congreso de la Nación Argentina.

Nada es como esperaba. Se lo contaba ayer a Nico, que vino a buscarnos para dar un paseo. Adriana se quedó en casa, porque nos levantamos muy temprano. La madre de Nico vino con nosotros. Es curioso observar cómo son las madres de distintas, cuáles son las relaciones que se establecen con los hijos. Yo estoy agotada: hemos recorrido Congreso, el Abasto, hemos quedado con Sandra (que no tiene voz, que es entusiasta, sensible, dulce y cercana y cuyos ojos son inmensos como dos lunas. Sandra es vegana, comerá en casa cuando se vaya a alimentar a sus perros), no hemos parado un momento de ver cosas.

Confitería del Molino.
El edificio con la inscripción en catalán, como homenaje a Gaudí, "no hay sueños imposibles", los escudos de las provincias de Buenos Aires, la confitería del Molino, que me da una pena horrorosa porque está completamente abandonada (por lo visto, por un problema de herencias inexplicable para mí), hemos probado los Havannettes, que son conitos de dulce de leche recubiertos de chocolate (le tengo que pasar a Sandra la receta del dulce de leche sin leche), hemos visto paredes de colores y me he desesperado con los coches en mitad de la acera, porque no: yo no sé integrar un coche en una fotografía en la que pretendo sacar un edificio. Son las seis de la tarde, estoy agotada y ahora mismo dormiría, pero me tomo un mate, con Gabriela y con Nico. Me pregunta qué quiero ver. Lo que le enseñarías a tu mejor amigo, le digo, y me siento estúpida en cuanto lo pronuncio. Estoy torpe con ese muchacho. Estoy jodidamente torpe y yo jamás estoy torpe con nadie: puedo sentirme torpe, pero estar torpe, nunca. Llevo varias décadas de mi vida, desde antes de los diez años de edad, construyendo un carácter desenvuelto en el que no se me nota, nunca se me ha notado, que a mí la gente, en general, me da pánico.

No hay sueños imposibles.
Y el cansancio, además, no ayuda. No ayuda nada. Recuerdo pinceladas sueltas de la conversación: a ratos, él y su madre hablan de temas de los que yo no sé y no pregunto. Me cuenta, le cuenta a su madre, más bien, que no le gusta lo que ocurre en la cancha, la violencia asumida que ocurre en la cancha, esa violencia que se expande y a la que nadie pone freno.

La Bombonera.
Sé que él querría enseñarme otras cosas, otro Buenos Aires, pero no se atreve. Lo lindo y lo feo, lo llama. Lo feo son construcciones estilo totalitario (pienso en Jandro: en cómo me contó Jandro que era Bucarest), "donde vive gente muy pobre, muy pobre". Al final me lleva por el barrio lindo, el barrio más pijo de Buenos Aires, Belgrano R, pero luego paramos en su bar, que es el Kracow, en San Telmo, aunque está llenísimo y no tomamos nada y yo me encuentro pensando, como siempre, lo importante que es conocer qué tipo de bares le gustan a los demás, y vemos a Mafalda ("¿allá conocen a la Mafalda?"), sentada en un banco, de espaldas, y me cuenta que el barrio es histórico, sí, pero que hay una calle que es el Bronx en la que se vende muchísima droga y siempre hay bronca y que muchas de las casas que vemos están okupadas, algunas transformadas en centros sociales. Y me lleva al almacén Don Manolo.

Almacén Don Manolo.
Su manera de observar, su manera de mirar, me enseña otro Buenos Aires. Otra manera de entender la política de Argentina, también, y otro modo de enfrentarse a sus personajes míticos, como el Gauchito Gil ("que era un cuatrero").

Gauchito Gil.
Caminamos en coche, por todas partes: por la capital del mundo llena de luminosos modernos publicitarios (que a mí no me gustan nada, pero a Gabriela sí), entre el caos del tráfico, la gente bien vestida (los pijos visten igual todos, en todas partes del mundo, le digo: y hay algo en mi tono que hace que vuelva a sentirme torpe. Además, tengo un tapón en el oído desde días antes de aterrizar y Nico y su madre hablan bajito y la mitad de las veces ni les oigo), el atardecer con el cielo naranja, la música en el coche (trip hop, Las Pelotas y el Somebody that I used to know, de Gotye, que tarareo con mi voz medio ronca ya). Buscamos una pizzería que él recuerda que debía de andar por alguna de esas calles de San Telmo, pero no la encontramos. Cenamos en cualquier parte. Me mira a los ojos y me dice una frase de la que no captaré el significado hasta quince días más tarde. Tomamos café: yo me caigo de sueño, al día siguiente me levanto a las cuatro menos algo de la madrugada y ni inyectándomelo en vena sería capaz de articular un discurso coherente.Y además sigo imbécil. Es curioso: no puedo recordar ninguna vez que me haya ocurrido eso. Puedo estar aterrada, muerta de miedo, paralizada por el pánico, pero así de incapaz, no. Y no me siento incómoda, que es lo más extraño. Porque debería. Supongo. Quizá.

Una casa curiosa en Belgrano R, desde el coche.

Viendo el Perito Moreno me acuerdo mucho de él. Me gusta mucho ese muchacho, es la persona más atrayente que he conocido en tiempos y me temo mucho que él no lo sabe o que no se lo han dicho nunca. Con Nico me ocurre como con Jordi. Tengo una imagen suya grabada en la cabeza ("te quiero sacar los ojos", "¿me querés sacar los ojos?"-se burla- y yo comienzo a balbucear -maldita torpeza-: "sí, tú... tú expresas mucho... con los ojos..."), pero no soy capaz de conseguirla en una fotografía. De Jordi eran gestos: la sonrisa sincera, la sonrisa irónica, esa rectitud que él es -cómo le gustaría estar aquí, cómo me acuerdo de lo loco que se volvería aquí-. De Nico son los ojos, la luz que le sale por esos ojos pardos e inmensos, las pestañas espesas y largas, los mil y un estados de ánimo (cansancio, diversión, burla, interés, alegría franca) que es capaz de expresar, los mil destellos que le ves cuando le miras a la cara. Y la sonrisa, esa sonrisa ancha, que le sube a la mirada y que hace que parezca que se ríe con todo el cuerpo. Está muy bien amueblado, ese niño. Nos despedimos con un medio abrazo: "Un placer", me dice. "Igualmente, niño", le susurro.

De repente, me he acordado de Robert.