lunes, 23 de diciembre de 2013

2013

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El mejor culo del mundo. El Perseo de Cellini.
Como no te escribí, y casi no te fotografié, no te recuerdo. No demasiado. Sé que comenzaste con dos nacimientos: el de Marta, el de Marco. Fui a Florencia, a verle el culo al Perseo y a que Nerea me curara. Nerea me ha curado dos veces este año. Cristina también me ha curado dos veces. Y, como Cristina me curó dos veces y me dijo que me quiere el día del sorteo de Navidad (ella, que no lo dice nunca), me largué a verla, a Asturias, y descubrí por qué su vida sería peor sin Nacho. Ahora, en estos tiempos de mamporros, él me cuida mandándome canciones. Un correo de una línea o dos y una canción. De Bruce Springsteen, de los Rolling. A veces me hace llorar, pero nunca se lo he dicho.

Nerea en Florencia

Me fui a Granada a ver a la familia (hay familias de amigos que son tu familia, sí) y a estar con Ángel. Disfruté del teatro, como tantas otras veces: qué aburrido hubiera sido ser feliz. Bebí con Álvaro y me emborraché vilmente (y me hacía falta) con Ana, Bego y Nerea. Madrid son dos barrios y tres mujeres. Acudí al GRAF. Abracé, por fin, a Javier Olivares y a Christian Osuna y a Octavio y a Alberto y a Iñaki. David Aja me regaló una viñeta por mi cumpleaños. Álvaro Pons me corrigió un texto. No ha sido lo único que ha hecho, este año, ese tipo, ni lo único que seguirá haciendo el año que viene, espero. Y hoy, Manel Fontdevila me ha nombrado en su blog y me ha hecho sonreír mucho rato. Hubo muchos cafés los sábados y los domingos, con el grupo de siempre. Me regalaron libros.

Leí poesía y cómics. Muchos. De ambos. Entrevisté a gente interesante. Se me murieron otros. Javier Leoni, por ejemplo, y me quedé sin sus besos en los labios.

Llegó Raquel ("yo te vi y me enganché a ti", me dijo). Llegó Raquel, con sus ojos grandes y su confianza y toda su belleza y llegó Iván, que conoció primero unas letras y luego siguió escribiendo y supo del cuarto de atrás antes que de la luminosidad y la ternura y hubo franqueza y honestidad, mucha de ambas, sobre todos los temas que cuesta contar. También llegó Mónica, que ya no es (aunque lo sea y lo vaya a seguir siendo) mi dietista, sino mi amiga. Mientras me pesa y me mide nos contamos lo que nos ha ocurrido en las últimas tres semanas, apresuradamente. Y nos reímos. Nos reímos mucho juntas. De todo lo malo.

Y un día de abril, Ale y yo por fin nos abrazamos, después de cuatro o cinco años compartiendo mensajes fotográficos, charlas literarias, desahogos psicológicos, tutoriales y conocimiento. Me lo recordó él: que fue en abril, en Sevilla, en la Alameda, en el Bulevar, con un café y unas cervezas, porque a mí me parecía que habían transcurrido más meses. Este año también le veré más.

Hay veces que guardar silencio sobre algo se parece demasiado a mentir. Así que, cuando me caí y me rompí, yo, que no llamo nunca y que cuento pocas veces aunque no lo parezca, reuní a los amigos y les conté. A los viejos y a los nuevos. Me sirvió para conocer mejor a algunos y para constatar que tengo mucha suerte, siempre he sabido que tengo mucha suerte con la gente que me encuentro, ni siquiera sé por qué. Me acariciaron mucho rato en un sofá de Madrid, como si fuera una niña pequeña y, por primera vez en muchos años, me sentí protegida y acunada. Buscaron una wifi por Sri Lanka y me mandaron correos escritos en un avión. Luis me recordó su mucho criterio a la hora de elegir a la gente a la que quiere. Fui con Pupe a un balneario. Acudieron, de todas las maneras, cada uno a su modo, todos esos hombres y mujeres que hay en mi vida. Son muchos. Una veintena de gente que está pendiente de mí. A algunos, a los que están más lejos en distancia, los veré el año que viene, en Barcelona.

Y también le pondré nombre a las cosas que están mal.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Escribir

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Creo que se me ha olvidado cómo escribir, a no ser que esté viajando, fuera de mi país, fuera de ese territorio conocido que la mitad de las veces es húmedo e inhóspito (he tenido tan pocos lugares a los que llamar casa) y el resto del tiempo es medio ilusorio. Ahora, aunque no lo vaya a leer nadie, aunque esté en ese refugio que siempre suponen un bar, una libreta, un bolígrafo, no soy capaz de encontrar las palabras. A veces las palabras no consuelan. A veces —eso hay que aprenderlo despacito— no va a haber nada que consuele. Ninguna clase de redención, al final.

Mi pluma. Mi letra.

Pero, si no escribo, no sé vivir. 

Nunca he sabido cómo vivir si no es delante de un folio en blanco. Las épocas de mi vida que no conté, se me olvidaron: llevo haciéndolo desde que puedo empuñar un bolígrafo: me recuerdo con siete años con una libreta para los ejercicios de matemáticas y otra, al lado, para emborronarla. Todo eso lo perdí: ni siquiera sé si me reconocería ahora en la niña que fui: me cuesta reconocerme en los textos de hace un par de años: nunca he tenido claro quién soy.

Quería hacer un balance del año, como el resto de las veces. Pero no recuerdo qué ha ocurrido este año, salvo el naufragio rotundo que está suponiendo su final. Y no lo recuerdo porque no lo escribí, porque no fui capaz de contármelo, ni de contarlo. Hice un descubrimiento importante. Y espero que el año que viene, de verdad, sea un comienzo.

viernes, 13 de diciembre de 2013

Jim Hall

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Yo vi a este hombre, en Nueva York, con su amigo Sonny Rollins, que convocó a un montón para celebrar su 80 cumpleaños. Con su chalequito. Lo conté.

Hice el que, creo, es mi mejor retrato. Y no está nítido siquiera. Pero es el que más me gusta. También está ahí. Es Roy Hargrove.

Imagen de All About Jazz

Fue, ha sido, el mejor concierto de mi vida. El más íntimo. Fui sola y me hermané con gente a la que no conocía. Le observé mucho, a Jim Hall, que murió hace tres días, porque primero estuvo de espaldas a mí, pero miraba a Rollins como lo que eran: dos perros viejos que llevan haciendo lo mismo toda la vida. Dos tíos que saben lo que son.

Últimamente, por muchas razones que no voy a comentar aquí, pienso mucho en el respeto intelectual. A veces creo que hay que ser muy generoso para reconocer la bondad de otra persona, la genialidad de otra persona, cuando tú te dedicas a lo mismo. Otras veces pienso que está inserto en los genes buscar compañeros de viaje. También pienso mucho, y hablo mucho, con distinta gente, del pudor. De cómo saber que lo que uno hace es genial y merece que lo vean otras personas, que lo sientan otras personas.

Una de las canciones que tocaron fue esta. If ever I would leave you. La grabaron juntos en 1962.

Yo los vi juntos 48 años más tarde.

Me fascinan las relaciones largas.


sábado, 7 de diciembre de 2013

Manos

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Lucas y yo.
Las manos. Mano de dedos largos, de puntas cuadradas, un jersey negro, completamente abierta: el dorso de la mano con el que no se toca, ni se acaricia, el que queda a la vista cuando la apoyas en cualquier parte, el que sirve para que la cubra otra mano, para quemarse, la parte de ti más personal y más visible y más presta para la fantasía.
Las manos son el lugar donde comienza el juego.
Hemos aprendido a acariciar pantallas de móviles, a enviar abrazos a quien no puede abrazarnos, a pasar los dedos por un texto que no entiendes porque las palabras, a veces, no lo dicen todo. La yema de un dedo arriba y abajo y el corazón en la garganta. La garganta es el sitio donde se queda el corazón cuando lo que siente importa.
No me acuerdo de tus manos.

viernes, 29 de noviembre de 2013

Historias

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28 de noviembre. Año 2013.

Nunca he sabido qué historias contar. Hace casi veinte años, porque ya de todo pronto hará veinte años, le escribí a Jandro sobre la necesidad de crear. Sobre las limitaciones, sobre las excusas. Hubo una vez una mujer que le regaló su mejor canción a un amigo. Es uno de los temas que escucho en los naufragios, cuando recuerdo que, a pesar de sentirme sola a veces, hay un sinfín de gente que me quiere y que me quiere mucho.



Esta mañana estaba escuchando a Ángel Calleja hablar sobre cine: es un señor mayor, de Mérida, encantador, con una forma de narrar preciosa y emocionante. Le he pedido el teléfono como si tuviera delante a Paul Newman: con el mismo arrobado tono que hubiera usado con él. He visto a niños pataleando cuando ganaban los buenos y una lámpara de araña moverse por el ruido. Los pantalones cortos, los empujones por el mejor sitio.

Hoy he encontrado la historia que quiero contar. Y se la he regalado a otra persona.

jueves, 28 de noviembre de 2013

Pons

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Algún día -le dije una vez- contaré toda la verdad sobre ti. Y diré que mucho de lo que escribo, le debe cientos de correos (y sí, son cientos), debates, encuentros, desencuentros y opiniones confrontadas, maneras de lectura y discusiones de las que me gustan a la relación que mantengo con este señor. 




Me lo encontré por Twitter (gracias, Twitter), o nos encontramos, yo qué sé. Le he entrevistado dos veces. De hecho, le entrevistó un compañero en la radio antes de que habláramos por vez primera (pero el teléfono se lo di yo). Una, cuando murió Kim Thompson. Otra, cuando hacía cien años del nacimiento de Ambrós. Hemos hablado de cómics, claro. Y de otras cosas. De muchas otras cosas.

Pero está aquí porque un día, durante muchos días, muchos correos, de una manera brutal, en pleno mes de agosto, me corrigió un texto. Escribes muy bien, me dijo. Y me lo echó para atrás. Una y otra y otra vez. Cada nueva versión que le mandaba. Escribes muy bien. Pero. Pero puedes hacerlo mejor. Pero tú no quieres escribir sobre esto. Pero estás preocupada por el sinfín de gente, con nombre y apellidos, que te va a leer. Y el sitio en el que se va a publicar. Y el resto.

Me encontré pensando en qué hubiera sido de mi capacidad si yo hubiera tenido un buen editor. Un editor como él. Alguien que leyera lo que escribo y me dijera: esto funciona, esto chirría, por ahí no, esto está bien y en esto hay que ahondar. Alguien que me empujara, como me empujó él, a contar lo que yo realmente quería contar. Ese ha sido, y es, y quizá sea, el artículo más personal que yo haya escrito alguna vez sobre un cómic. Harta de no encontrar el tono, cogí bebida y un paquete de tabaco, me senté, vomité lo que quise en media hora, sin releer y sin corregir y lo envié: "¿Ves? Esto no es publicable. No en una revista. En el blog sí. Pero porque yo soy una impúdica". "Esto no solo es publicable -respondió-. Es la mejor reseña que he leído de La infancia de Alan".

A menudo pienso si ese cómic de Guibert ha significado tanto para mí no solo por el cómic en sí, sino porque lo leí con Pons. Yo no he leído con nadie nunca. Ni siquiera hablo de libros con nadie, más allá de una recomendación puntual, más allá de "está muy bien" o "es una modernez". Tengo una relación tan íntima, o que yo creo tan íntima (y eso sí me da pudor) con ciertas obras que no me molesto en comentarlas, porque ya sé lo que son para mí. Me fijé, con él, en cosas en las que no me había percatado: analicé la memoria y los recuerdos y los recuerdos que he tapado y cómo la niñez es un lugar en el que a veces no sabemos si merece la pena vivir.

Daría un brazo por ir a una de sus clases.

Todo esto que cuento aquí (y más, mucho más) él ya lo sabe, porque se lo he dicho muchas veces. Pero escribir aquí siempre ha sido mi mejor manera de dar las gracias.

lunes, 25 de noviembre de 2013

Cinco años

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© Fotografía Juan Mayo, del blog de Miguel Ángel Lama


Han pasado cinco años. Creo que me voy a acordar de ti todos los 25 de noviembre, sin que nadie me lo diga, sin que aparezca ninguna noticia en ningún medio de comunicación. 

He de escribir del vuelo / lo haré desde esa ausencia.

Cuando ya no estabas, yo terminé los textos de Ágora: "Sé que le hubiera gustado leer esto, porque yo le gustaba", escribí. Una vez le regalé un libro tuyo a una persona que, luego lo supe, no se lo merecía. Espero que le haya servido de algo, pero no volverá a ocurrir. Te recuerdo de vez en cuando. Cuando te leo. Cuando veo a tus amigos. Cuando abro un libro de Gamoneda. Cuando pienso que no sé escribir y te vuelvo a escuchar, como hace quince o dieciséis años, diciéndome que te habían asombrado mis textos. Te debo cierta parte de seguridad cuando encadeno una palabra con otra sin saber a dónde van a llevarme.

Y cuando visito Portugal. Cuando visito Portugal, también te veo.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

Noviembre, día 20

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No tengo hijos. No voy a tenerlos. No se me dan bien, no sé hablar con los niños y se me olvidó cómo jugar cuando tenía cuatro años o así. Hace doce, cogí en brazos a mi primera sobrina. No es sobrina carnal, pero su padre era mi hermano. Se llama Miriam. Ahora, cuando me imagino en Nueva York, la veo a mi lado. La primera vez que me dio la mano para bajar las escaleras, lloré. Luego llegó Martina, a la que hice volar como Superman durante horas, y una bola oronda que se llama Marcos y que ahora me saca de quicio y me lleva a tiendas de cómics. Miriam tiene ahora 14 años y su padre sigue siendo mi hermano.

 Hasta que ellos llegaron, hasta que Martina, constipada y con fiebre, me tendió los brazos para que la cogiera y la abrazara, los niños lloraban cuando me veían. "Creo que notan que no te gustan", me dijo una vez alguien. Sigo sin saber cómo jugar con ellos, pero le doy patadas a un balón para que Hugo se ría de mí y yo haga como que me ofendo. No sé cómo jugar, pero los abrazo. Los abrazo mucho. Les digo que les quiero. Que son guapos. Que son inteligentes y estupendos. No les miento: lo son. Me gusta mucho oírles hablar. No, no me gusta: me admira oírles hablar.

Me gustaría haber crecido así. Hoy es el día internacional de los derechos de la infancia. Quiero que alguien les enseñe, de todas las maneras posibles, que no es ningún crimen cometer un error.

martes, 12 de noviembre de 2013

Diez años

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Algún día, quizá, solo quizá, se me olvide tu cara. O tu voz. O tus manos. O tu risa. O el color de tus ojos, la manera de cocinar unos spaguetti en el cuarto de atrás o de hacer café o de pedirme que me levantara yo aunque estuviéramos en tu casa. Quizá algún día no pueda evocar tu olor. No tengo la más remota idea. Lo que sé es que, una vez al año, una vez cada año y medio, me descubro echándote de menos como no he añorado nunca a nadie. Y, si hablo de ti, no lo mejora.


Estuve el sábado con una amiga y te recordé. Es decir, recordé la ausencia de miradas cuando te contaba algo, cuando nos daban las cuatro, o las cinco, o las seis de la mañana, y llevábamos hablando, los dos, solos, siete, ocho, nueve horas seguidas, empalmando un cigarro tras otro y un café tras otro —cargado, con leche, una y media de azúcar. Como yo. ¿Se me olvidará tu forma de fumar?— y yo hablaba. Es decir, yo hablaba, sin medias frases, sin dar las cosas por entendidas, explicando, explicándome —esta soy yo: esto que te cuento, esto que ves—, sin pararme a mitad de cada sentencia porque hubiéramos cambiado de tema —nunca cambiábamos de tema hasta que no estaba todo dicho—, sin pensar que ibas a asustarte, que ibas a desaparecer cuando supieras quién era yo, sin creer que algo te resultaría extraño, sin considerar que lo que pienso, lo que siento, mis ideas políticas, mi trabajo o mis reacciones son auténticas chorradas que no merecen ser escuchadas por nadie, y sin vergüenzas.

No he vuelto a hablar así con nadie. Lo intenté, pero se largó. A veces escuece y a veces da lo mismo.

Me han pasado muchas cosas en estos diez años. Las que tú ibas a comprender, ya no te las puedo contar.

Llevo una década buscándote y me he dado cuenta justo ahora.

jueves, 7 de noviembre de 2013

Suicidios

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Me suicidé por primera vez a los 25. No lo busqué. No lo busqué, no lo planeé, tuve más frío del que he sentido jamás, descubrí todas las maneras en las que podía actuar como un animal herido que solo busca un refugio calentito pero quiere matarlo todo y quiere matarse a sí. Cuando camino por algunos lugares de Madrid, de vez en cuando, durante algún minuto de esos días caóticos, de repente, por un lugar, o por una charla con una mujer con la que siempre acabo desnudándome del todo, recuerdo a dos personas a las que nunca he visto, a las que nunca veré, que ya no están en mi vida, pero que me suicidaron. Una a los 25. Otra a los 32. También me morí pasados los 30 y a los 35. Yo me muero de a poquitos.



La última vez fui todas y cada una de las cosas que me aterran ser y que desprecio ser.
Dejé de escribir.
Estoy intentando descubrir, en este preciso instante, si lo que no te mata te hace más fuerte.

sábado, 28 de septiembre de 2013

La infancia de Alan

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Hace dos meses, visité la casa que había sido mi hogar durante los primeros 13 años de mi vida. De esto hace 25. Tuve que fijarme en el nombre de la calle, en el número, en la localización. Pasé por allí dos veces. La miré. La volví a mirar. El edificio era el mismo, la misma pintura blanca en la azotea, el mismo color verdoso y gris.

Ésa no era mi casa.

En este libro hay una viñeta preciosa que muestra un instante así. A los 17 años volví a Santa Bárbara —se había ido de allí con poco más de tres—. Encontré la calle donde estaba esa casa sin vacilar un instante; fui directo. Guibert nos muestra al joven mirando tras la valla lo que una vez fue suyo, las manos a la espalda, sin protegerse; un coche: el adulto que se encuentra con el espacio que habitó cuando era niño. Hay una tristeza y una serenidad, un cumplimiento, en ese dibujo, y en esas frases cortas, que yo no podría describir jamás.

La niñez es una casa: la vida adulta son escombros.

Es solo eso: un niño que ha dejado de ser niño y que mira una vida que perdió.

No sabemos si sigue ahí.


Esto es parte de un texto sobre La infancia de Alan, que no es una reseña, creo, que se puede leer descargando el primer número de CuCO Cuadernos pinchando en este enlace. Hay otro sobre la Hermandad de Historietistas del Gran Norte, de Seth.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Revisando, en casa

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Crucifijo de Brunelleschi en la Capilla Gondi
Martirio de Santa Úrsula y Masacre de los Inocentes en la Capilla Rucellai
Virgen del Rosario de Giorgio Vasari
Limosna de San Gregorio Magno de Scannabecchi en la capilla Bardi


Cuando reviso las fotos, en casa de Nerea, que creo que no vendrá a comer, dando buena cuenta de un queso fontina (que está rico, pero debe de haberlos mucho mejores) y pan toscano (miga estupenda, crujiente corteza, soso) voy revisando las fotos. Veo la capilla Rucellai, con las obras de Giuliano Bugiardini, Giottesco y Andrea Pisano sobre todo (ah, la Madonna con el Niño) o la Capilla Bardi, con la Madonna del Rosario, de Vasari. Me sobrecogen las vidrieras, como siempre, y observo, en las fotos, la Capilla Gaddi, con arquitectura de Giovanni Antonio Dosio y el Transetto Occidentale y la Facciatta Interna, también llenita de frescos, con el Presepio de Sandro Botticelli, que fotografío (a ISO 6400) hasta el último detalle (va a tener más ruido que una discoteca en hora punta). El púlpito lo proyectó Brunelleschi y lo hizo Giovanni di Pietro del Ticcia, con escenas de la Anunciación, la Adoración, la Asunción de María o la presentación de Jesús en el templo. La basílica es meta de turistas y estudiosos: si uno quiere rezar gratis, que se vaya a la Capilla de la Pura. Ojalá los 5 euros de entrada (no, no me quejo: yo hay cosas que pago con mucho gusto) sirvan para contratar algún día a un museólogo que les diga cómo iluminar los cuadros.

Vidriera de la Capilla Strozzi de Mantua
Capilla Strozzi di Mantua de Nardo di Cione
Fachada de la Sacristía de Gherardo Silvani sobre diseño de Fabrizio Boschi
Anunciación de Santi di Tito
Anunciación de Santi di Tito
Pesebre de Botticelli
Anunciación de Pietro di Miniato
Anunciación de Pietro di Miniato
Púlpito de Brunellesci

Y no lo he dicho aún, pero lo más brutal, lo más imponente y lo más emocionante (por lo que tiene de símbolo, por lo que tiene de elemento estudiado en la más tierna adolescencia y por lo que tiene de signo religioso, de propaganda, de veneración y de genialidad) es el crucifijo de Giotto. Quién hubiera vivido aquí en esas épocas ebullescentes...

Crucifijo de Giotto

Crucifijo de Giotto
Tortuga de Giambologna
Los dos obeliscos y Santa Maria Novella. Se hacían carreras.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Capilla de los Españoles

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Capilla de los Españoles
La barquilla
Techo de la capilla
Ascensión

Cuando uno camina por el claustro, que, como todos los claustros, es un remanso de paz, se encuentra con la inesperada -al menos, para mí- y mareante -me quedo sin sacar la cámara y con la boca abierta al menos diez minutos, incrédula del todo- Capilla de los Españoles.

Claustro


Exaltación de la orden dominica
Exaltación de la orden dominica
Crucifixión
Crucifixión

Andrea da Firenze (es decir, Andrea Bonaiuti) pintó los frescos basándose en la concepción teológica del mundo que tenían los dominicos, que nunca me han caído bien porque me parecen de las órdenes más conservadoras de la Iglesia (sí, es una percepción; tampoco soy una experta). Está enteramente pintada y deben de haberla restaurado hace poco porque los frescos tienen colores muy vívidos. En el suelo hay tumbas, con esqueletos, huesos, calaveras. 

Exaltación de la orden dominica
Triunfo de la doctrina cristiana
La bajada al limbo
Triunfo de la doctrina cristiana

martes, 27 de agosto de 2013

Las Tesmoforias y Los Gemelos

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Odio las comedias. Cada vez que se programa una comedia en el teatro romano de Mérida, yo me muero de miedo, me retuerzo en mi asiento, miro al resto del público que se ríe como si fueran seres de otro planeta o como si se hubieran tomado diez copas antes (quizá debería hacer yo eso) y me sale una úlcera. Pánico, se llama, lo que yo le tengo a las comedias. También le tengo pánico a según qué tragedias sobreactuadas, pero eso se me hace más llevadero.

Este año, no. Este año me lo he pasado muy bien. Me lo he pasado muy bien en el festival, en general, eso es cierto. Ha habido, como todas las ediciones, una obra tremenda, muchas charlas con los amigos, mucha cena y desfase dietético, mucho debate (no hay nada que nos guste más que opinar de teatro) y un puñado de obras de todo tipo. Aunque alguna ha sido fallida, como Julio César (un texto estupendo, mal empastada), también nos ha regalado algún momento (Sergio Peris Mencheta y su discurso: cuánto amor a Shakespeare).

Ana Trinidad en su silla. Foto: Jero Morales.

Pero es que me lo he pasado muy bien en las comedias. Eran proyectos de varias compañías extremeñas. Triclinium Teatro y Samarkanda para Las Tesmoforias; Oscuro Total y Verbo Producciones para Los Gemelos. De Las Tesmoforias se me olvidó la parte cómica (salvo algunos momentos), porque me quedo con la interpretación de Fermín Núñez (qué guapo, este hombre, por cierto) espetándole su sentido de la tragedia a Aristófanes. Es que a mí me gustan más las partes serias...

En el teatro siempre pasan cosas. Pasan tantas cosas que, tres días antes de estrenar, Ana Trinidad se hizo un esguince de rodilla. Baja inmediata, le dijo el médico. Hasta el lunes no puedo, respondió. Salió en silla de ruedas, se creció como si estuviera de pie y ella, Fermín y los demás me regalaron la primera comedia de la que no salgo horrorizada, por cierto. Y eso, tratándose de mí, es un gran cumplido.

Las Tesmoforias. Personaje delirante. Jesús Martín Rafael. Foto: Jero Morales.

La escribió Juan Copete. Este año le he abrazado mucho. A él y a Esteban García Ballesteros, dos flanes, rediós, con la de veces que ha escrito para el teatro romano el uno y con la de veces que se ha subido al escenario el otro. Qué nervios, qué trasiego. Qué divertido, al fin.

Los Gemelos. Aquí Erotia, aquí un amigo.
La semana siguiente llegaron Los Gemelos. Y me reí. Me reí mucho con Esteban y me reí mucho, mucho, hasta dolerme la tripa, con Pepa Gracia (esa Erotia) y Ana García (una Andrea que no sabe ni enfadarse), de las que no conocía esa vis cómica. Los periodistas culturales, con Paco Vadillo a la cabeza, estamos pidiendo porfavorporfavorporfavor un mano a mano Ana Trinidad-Esteban García Sánchez en otra comedia en el teatro para el año que viene.  Porque hemos visto mucha comedia horrible en ese teatro, no se pueden ni imaginar las cosas que me he tragado yo en ese teatro (alguna de tres horas, y ese fin de fiesta (una comedia sin más pretensión que la de hacer reír, sin ínfulas de intelectualidad alguna, chorrada tras chorrada comenzando por la escenografía y terminando por el vestuario) ha sido el mejor que podría haber deseado para el Festival.

Es la única obra que he visto este año dos veces. El último día de representación, apareció por allí Pau Gasol (que por lo visto está yendo a un fisio buenísimo que hay en Montijo y está haciendo mucho turismo por Extremadura). El teatro rugió y le aplaudió. Debe de ser tremendo eso de que te aplaudan 3.000 personas así, nada más llegar a un sitio. Se rió con la obra. Nos reímos todos, de nuevo, mucho. Por favor, que alguien grabe el monólogo de Ana García.

Ana García, Andrea, en el centro. Genial.

Si el año pasado o hace dos alguien me hubiera dicho que yo iba a ver una comedia dos veces en el teatro, no lo hubiera creído. 

Pero en el teatro siempre pasan cosas.

viernes, 23 de agosto de 2013

Strozzi y Botticelli

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Resurrección de Drusiana.

En la capilla de Filippo Strozzi encontramos a San Felipe domando al dragón y la crucifixión de San Felipe, todo de Filippino Lippi y del siglo XV. También hay un milagro de San Juan Bautista que desconozco -tengo que volver, sí, a leer la Biblia-: la resurrección de Drusiana.

Pesebre de Botticelli
Coronación de la Virgen, de Andrea di Bonaiuto
Púlpito de Brunelleschi, ejecutado por Pietro del Ticia

Debajo del rosetón hay un fresco de Sandro Botticelli y hay que prestar también atención a las vidrieras hermosísimas y al púlpito, que es una maravilla, como lo son también el resto de las capillas y el claustro verde (hay una parte de Santa Maria Novella cerrada por trabajos de restauración). En el claustro también hay frescos, de Paolo Ucello, que representan el diluvio universal. Y un diluvio anegó Florencia y Santa Maria Novella en al menos dos ocasiones: hay placas que recuerdan el punto exacto al que llegó el agua.

Esta inundación se cargó muchas obras. Entre ellas, el Cristo de Cimabue.
Claustro Verde