miércoles, 29 de septiembre de 2010

Miss Liberty

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Ahora supongo que podría haber subido a la Corona porque, para acceder al pedestal (no me dejan llevar la bolsa de la cámara) hay que ascender algo más de 150 escalones. Tengo que dejar de fumar y hacer deporte, me voy diciendo mientras las pulsaciones se me aceleran y echo los pulmones en cada descansillo. Desde el pedestal no se ve la estatua: sólo los pliegues de la túnica.

Para tomarle una foto de frente, hay que volver al barco. Hace un calor de mil demonios, tengo la regla y sudo a mares. Pero no paro de sonreír y sonrío también, con una mezcla de cinismo, cuando veo los carteles de propaganda y las consignas: Demuestra que eres estadounidense, dona dinero. Yo no soy estadounidense, pero sé que el año que viene arreglarán la estatua y dejo un dólar. Un billete de un dólar. Me parece simbólico -y no sé si hermoso- que respeten tanto a su moneda que la cantidad de referencia sea un billete, porque me acuerdo de la última peseta: esa monedita tan pequeña y tan ridícula.

A las 14:15 del 30 de agosto de 2010 piso, por vez primera, el suelo de Manhattan.

"Keep ancient lands, your storied pomp!" cries she
With silent lips. "Give me your tired, your poor,
Your huddled masses yearning to breathe free,
The wretched refuse of your teeming shore.
Send these, the homeless, tempest-tost to me,
I lift my lamp beside the golden door!"


Emma Lazarus.

martes, 28 de septiembre de 2010

Ellis Island

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They asked us questions. How much is two and one? How much is two and two? But the next young girl also from our city, went and they asked her How do you wash stairs, from the top or from the bottom? She says, I don't go to America to wash stairs.


Pauline Notkoff, judía y polaca, 1917.

No comienzo mi viaje por Nueva York, por el Nueva York de Manhattan, sino por la antigua puerta de entrada de todos los que buscaban una vida mejor. Los mohicanos la llamaban Isla Gull, Isla Gaviota, que en su lengua se decía kioshk. Por los pájaros.



En Ellis Island hay maletas, vestidos, un piano viejo y muchos testimonios y fotografías. Ahora te toman las huellas dactilares y te hacen una foto. Antes preguntaban el nombre -algunos serían un trabalenguas ininteligible para los americanos- y te retenían cinco horas para hacerte toda clase de pruebas médicas. Por aquí pasaron, según cuentan, la anarquista Emma Goldman, el gángster Lucky Luciano o la futura estrella de cine que luego se llamó Rodolfo Valentino. También deportaban a gente. También los rechazaban: tres mil de ellos se suicidaron allí mismo. Cerca del 40 por ciento de los estadounidenses, nos cuentan, puede encontrar a cualquier antepasado emigrante en los registros de Ellis Island.



En el barco que me lleva allí, que sale desde Jersey City, también hay gente de todas las nacionalidades. Cuando pretendo bajar, noto que alguien (alguien pequeñito), me coge de la mano. Es un niño oriental (¿chino? ¿japonés? ¿coreano?) que, cuando descubre que soy una desconocida, se asusta muchísimo y se esconde tras su padre:

-I am good!-le digo. Al cabo de cinco minutos de carcajadas a coro (su padre, su abuela y yo) me mira y me sonríe. Luego vuelve a esconderse. Por si acaso.



Es asombroso, pero no me siento sola. A pesar de que a mi alrededor todo el mundo va en grupo. En pareja, al menos, pero también hay familias enteras, con sus carritos de bebé, bajo este sol de justicia. Todos haciendo fotos.



Qué distinta es la entrada a Ellis Island de la que hicieron Pauline Notkoff y los suyos. Qué miedo tuvieron que pasar, pienso, viendo todo aquello. Intentando responder en un idioma que no era el suyo, sometiéndose a exámenes médicos (dibuje un diamante, dígame qué letras son éstas, qué correspondencia hay entre estos dibujos) y con la esperanza de salir adelante: tener trabajo, poder comer. Por dos dólares al día: mineros, granjeros, carpinteros, sastres. Entre 1892 y 1954 entraron en Estados Unidos casi doce millones de personas. Algunos años antes, en 1886, Francia le regaló a América una estatua de 151 pies que todo el mundo conoce.

30 de agosto.

Las fotos son: 


-El Liberty State Park de Jersey City, desde donde se coge el ferry a Ellis Island.
-La Central Railroad Station, donde se compran los billetes.
-La sala principal de Ellis Island.
-La sala de las maletas de Ellis Island.
-La Estatua de la Libertad.


Son mías todas.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Robert y Boule

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Robert tiene los ojos azules, el pelo castaño y me va a enseñar a revelar. No sólo eso: me ha prestado una cámara, de carrete, con su fotómetro y que no enfoca. También me ha buscado una tarjeta para llamar a casa. Y me ha preguntado si me he traído un portátil y si tengo iPod. No y no los quiero. Nuestra primera parada, además de en su casa, para dejar la maleta y darle los regalos -una manta térmica para Boule, una botella de albariño y una de aceite de oliva- es en el Liberty State Park. La primera imagen que tengo de Nueva York es una estatua muy famosa en la que casi no reparo: hay fiesta polaca en el barrio, con orquesta incluida y baile, brownstones decorados, rascacielos y un lugar que es un club para que los chavales no terminen metiéndose en bandas. Cenamos en un cubano: ensalada de aguacate, bacalao empanado, quesadillas vegetarianas. Hablamos de política, de la crisis, de comercio justo y de lo distintas que pueden ser las maneras de relacionarse con los demás dependiendo del lugar en el que vivas. Hace calor y humedad y luego descubriré que amanece a las seis de la mañana: sale el sol desde Manhattan y a Manhattan lo veo desde las ventanas de mi cuarto. También me recomienda el Legal Grounds, en la calle Grand, con un café exquisito en un vaso pequeño que es un tanque. Y aquí estoy, desayunando en el jardín. Hasta me han traído el Daily News para que vaya practicando inglés. Oigo ruidos. Es una ardilla que mira atentamente mi bagel.

-¿Qué tal?-, me pregunta el dueño, Chris.
-Estoy feliz.

30 de agosto, por la mañana.


Las fotos son mías.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Camino de Jersey City

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Imagen de David Iliff.

El comienzo del viaje no ha podido ser más divertido. Mi teléfono no funciona. No encuentra ninguna red, así que no puedo llamar a casa... Ni llamar a Robert. Y nadie puede llamarme a mí. No me molesta en absoluto estar incomunicada... salvo ahora. Tampoco tengo cambio. Pienso qué voy a hacer fumándome un par de cigarritos. Me voy al Starbucks del aeropuerto, pido el café más barato que tienen para que me den muchas monedas y me voy a una cabina... para gastármelo todo sin resultado alguno.

Antes de eso he pasado por inmigración. Allí te miran el pasaporte, te preguntan dónde te quedas ("en casa del novio de una amiga", miento) y el policía, muy simpático, intenta chapurrearme en español. No ha sido tan terrible, no he visto el cuartito y he contado que soy periodista y que estoy aquí de vacaciones. Tampoco me han abierto la maleta. Tres minutos de trámite y luego, una lenta agonía telefónica -con una tipa hablando en inglés cosas que yo no entiendo (supongo que debe de ser el contestador automático de Robert)- que yo hago pasar encendiéndome un cigarro tranquilamente y buscando un taxi.

Mi taxista se llama Louis y es de Haití. El trayecto va a costarme 47 dólares de Newark a Jersey City. Cuando me pregunta si le puedo indicar, le digo que my phone is broken and I'm looking for a friend. Me da su teléfono, llamo a Robert, que está ya en el aeropuerto y, durante el trayecto, se pondrán de acuerdo dos veces más para quedar. Es el viaje en taxi más divertido de mi vida, nos reímos muchísimo, acabo enseñándole unas cuantas palabras en español y le doy 33 dólares de propina.

Robert sonríe mucho después:

-Con eso ya se puede jubilar.

29 de agosto.

jueves, 23 de septiembre de 2010

En el aeropuerto

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Mostrador. United Airlines. Piden el ESTA. Lo llevo impreso: llevo impreso veinte mil papeles. Pero... No estoy. No aparezco. Nerea me mira, con los ojos como platos. Mi billete de vuelta sí está, pero el de ida no. No puedo regresar de un sitio donde se supone que no he llegado. Ella se queda con la maleta, que pesa un poco porque llevo dos botellas, una de albariño y otra de aceite de oliva ecológico de mi tierra, y una manta térmica para el perro del chaval en cuya casa me quedo y yo me voy a un mostrador donde un chico se eterniza facturando no sé cuántas bicicletas. Van a participar en una competición en Quebec. Cinco, diez, quince minutos de cháchara. La conversación es animada. Él viene de Singapur y no sabe qué hacer con su jet lag. Yo sí sé qué voy a hacer con el mío: levantármelo de encima a base de cafés. Total, llevo una semana maldurmiendo por culpa del trabajo, así que no creo que tenga excesivos problemas...

...si es que alguna vez llego a Nueva York.

Veinte minutos, veinticinco, veintisiete y el chico de las bicis se va, por fin. Pero llaman por teléfono. La mujer que me ha acompañado (de United) al mostrador de Continental (la que opera el vuelo) suelta un bufido porque yo estaba antes. Allí plantada, físicamente. A la de Continental le da igual: Sí, cariño; hola, cariño; ahora te lo miro; espera, que te lo arreglo, mi vida. Yo sonrío y espero. Cuánto amor. United y Continental, me contó Jesús, se han fusionado hace dos días y medio, pero por lo visto eso no se refleja en los vuelos. El fallo es que la azafata de United, para buscar mi billete, había puesto sólo el primer apellido y yo estaba registrada con los dos.

Qué cosas tienen los ordenadores.

En el aeropuerto, dos cartones de Camel, una llamada de mi madre, un rato de escritura, un par de cigarros. En el avión, el viaje es como el canadiense del año pasado: largo. Lo único reseñable es que está el último disco de Jamie Cullum, que todas las azafatas hablan en inglés y muy bajito -la primera vez que se me dirigen para preguntarme si quiero algo de beber, ni las entiendo y la tipa me mira con desprecio -otra española inculta, debe de pensar- y que al sentarme, me he roto la falda.

Vamos a llegar veinte minutos antes. Pero, para eso, faltan aún tres horas y media.

Y muchas turbulencias, por lo visto.

29 de agosto.

La foto es del aeropuerto de Barajas. La he cogido de la red, pero no pone el autor.

martes, 21 de septiembre de 2010

Al final todo llega

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Al  final todo llega. Llegó la noche antes de coger el tren, con el sueño  intermitente y ese terror eterno a no despertarse y perder el  transporte. Llegó Atocha, y el metro a Puente de Vallecas, Nerea  esperándome en la esquina, la tapa en casa, salir a comer, contar los  viajes. Ha estado en Grecia, viendo a los Durrell; en Italia y un pueblo  de tejados cónicos en el que los habitantes, a pesar de las  prohibiciones, arrojan las basuras a una cala que ya no puede acoger  más; y en Albania, con su Tirana de casitas de colores y los mercados  cochambrosos. Hablamos de la colonización de los espacios, de cómo la  llegada del capitalismo impulsó a la gente a comprarse coches y más  coches, y de la capacidad de los sistemas políticos para definir unas  creencias que luego se quedan en nada, porque hay que vender las granjas  para irse a la ciudad y comprarse un BMW.

Recuerdo a Tomaz  Pandur, en la presentación de Medea, el año pasado: "Yo soy yugoslavo y  Yugoslavia ya no existe". A Nerea y a mí nos faltan conocimientos para  entender qué pasó. Cómo se conjugan los héroes de la patria, las  estatuas dedicadas a los obreros en armas, la exaltación de la mujer  campesina, con los Volkswagen y los Audi en cada puerta. Cómo se  consigue que un pueblo desee y crea lo que luego va a dejar de desear y  de creer. En un tris.

Madrid también ha sido un paseo hasta el  centro, para entrar en Madrid Cómics. Alguien a quien no conozco y a  quien no sé si alguna vez tendré la oportunidad de abrazar, me había  dejado allí muchas revistas. Internet crea extrañas alianzas. Y en  demasiado poco tiempo, apenas una veintena de mensajes cruzados. Siempre  me asombrará esa generosidad. Me asombra y me conmueve. No creo que  vaya a poder corresponderle nunca.

A Begoña también la conocí por  internet, hace casi una década, hablando de Pessoa, de sor Juana Inés  de la Cruz y del miedo en las relaciones. Cuatro meses después de  aquello, nos tomábamos los primeros vinos en la plaza de Chueca. Desde  entonces, Madrid es también esa mujer guapísima y divertida,  inteligentemente divertida, admirable para mí por muchas razones, con la  que comparto ciertos ritos extraños, como buscar los bares más  estrambóticos de la ciudad. Además, me presta a sus amigos, así que  visitarla a ella es dejar, también, que Jesús me abrace y me mime.

Hace  dos años o así, Jesús y yo nos ventilamos una botella de pacharán de la  que sólo íbamos a tomarnos un chupito. Al pacharán le habían antecedido  no sé cuántos vinos y algún vermouth, unas gambas, jamón ibérico y  mejillones. Yo salí del bar agarrada a él y haciendo eses. De lado a  lado. Desde entonces, aquella noche se ha convertido en una anécdota que  recordar cada vez que nos juntamos. Jesús jura y perjura que yo no  estaba tan mal y yo no me acuerdo de mucho.

Me han picado todos los mosquitos de Madrid y me he levantado tres veces en mitad de la noche.

28 de agosto.

sábado, 18 de septiembre de 2010

El último trayecto

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Vuelvo a escribir en una estación a la espera de que salga el autobús. Repaso mentalmente: coger ibuprofeno, cortauñas, máquina de afeitar, alguna medicina, todos los papeles, el pasaporte, el dinero, fregar la casa, planchar la ropa, poner dos o tres lavadoras, bajar la maleta, ordenar la mochila de la cámara. Ya llegan los nervios y eso que todavía me quedan por redactar los últimos flecos del viaje. En Madrid quedaré con Nerea y con Begoña, volveré a tomar vinos, Nerea me acompañará al aeropuerto, nos daremos mil abrazos y me contará cómo ha ido siguiendo las huellas de los Durrell por Corfú. Le debo la lectura de unos cuantos libros.

Sabré, también, cómo está Manhattan.

Volveremos a brindar por estar vivas.

Hasta entonces, me queda la visita de mis dos hermanos y de dos cuñadas que son mis amigas, un ensayo y un estreno, despedir al Festival hasta el año que viene con el deseo de que sea muchísimo mejor y volver a convencer a un director general de que la cultura da prestigio, no dinero.

Cinco días que, lo sé, van a guardar minutos que parecerán horas.

22 de agosto de 2010.

La imagen está sacada de la web Zarzablog.