miércoles, 29 de diciembre de 2010

Jorge

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Tú, pidiéndome que te dejara escucharme la voz. Comentándome las fotos en Facebook ("me gusta la modelo"), mandándome correos con mensajes grabados, chateando a todas horas y a horas intempestivas y sin dejar que me fuera a la cama. Hablando de mujeres poderosas y guapísimas. De política, siempre. De literatura.

Y de mí. Y de Yolanda. Y de ti.

El último es de junio del año pasado. Y hay otro de Navidad.

Siamo arrivati al 2009, qué bueno que sobreviví al 2008!!! y pienso seguir sobreviviendo unos cuantos más y más aún, en mejor forma, siempre que me pueda apartar del vicio de la quimioterapia. 

Te echo mucho de menos, Traga. No te imaginas cuánto te echo de menos.

domingo, 26 de diciembre de 2010

Las condiciones humanas

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Él no lee esto, ni creo que se lo mande, y tampoco lee poesía, o no demasiada, pero el otro día me encontré con unos versos de Stanislaw Baranzack traducidos por Abraham Gragera, que se llaman Las condiciones humanas, y me vino a la memoria.

Las condiciones humanas de la vida, las que me
garantizaron: el derecho a sentir humanamente,
el derecho a la incertidumbre, al temor, al (cuán humano es)
odio (hacia enemigos, claro, cuidadosamente
escogidos para mí, para que no tenga que molestarme);
el derecho a la humana (no es ninguna vergüenza)
fisiología: a sudar (en el trabajo), a llorar
(contra la almohada), a sangrar incluso
(en el banco de sangre); no sólo es mi derecho
sino que es mi deber exhibir todas
las flaquezas humanas: nadie me obliga, por ejemplo,
a ser un héroe, esto es: a decir la verdad,
a no ser un chivato, a abstenerme de la muy humana
necesidad de golpear a un hombre caído; nada
de lo humano me es ajeno, y además
nada de lo ajeno es humano para mí, vivimos
aquí, en nuestro círculo, no necesitamos
a los de fuera, somos todos buenos camaradas,
chicos normales y corrientes,
sólo gente.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Epílogo

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Después de volver y de que se sucedieran, encadenados, varios sucesos muy desagradables, he aprendido cuánta razón tenía Kavafis. Las ciudades se llevan dentro. Ahora archivo las fotos. Alguna -una imagen de Robert, inesperada- me da un muerdo al corazón. Yo estuve allí. Viví allí de paso. Allí tomé vino una noche de un día de diario cualquiera, salí a cenar bajo una terraza durante la lluvia, abastecí de tabaco a muchísimos mendigos que me pidieron perdón por no poder pagármelo, esperé la llegada de alguien en la Penn Station, quedé para tomar cervezas y desayuné todos los días en el mismo lugar.

Ni siquiera me di cuenta de que estaba de vacaciones. Llegué con un calor pegajoso y húmedo y me fui cuando el viento hacía volar las hojas de los periódicos, el cielo se nublaba entero y la ciudad rugía. De todos modos, Nueva York siempre ruge.

Echo de menos caminar hacia el agua, observar dos ciudades al otro lado del río, el cansancio de los músculos y, sobre todo, echo de menos a unas cuantas personas.

La mujer que volvió es un poco distinta. Como la que regresó de Canadá, hace ya un año -mi pasaporte marca la misma fecha, con un año justo de diferencia, entre un aterrizaje y otro-, pensando en cómo sería el invierno en La Malbaie con la nieve hasta las caderas y los perros tirando de los trineos.

En la casa de Pupe está el Nueva York de los años 40, un skyline reconocible en el que hago recuento de los edificios que me faltan y que yo vi. Pienso en los míos, sacando la ropa de invierno, saludando a la nieve con el mismo hastío de todos los años, quejándose de las temperaturas extremas y el frío, cogiendo una cámara para medir la luz y haciendo planes para largarse de un lugar que a veces les resulta muy inhóspito pero del que saben que no van a poder irse nunca.

Tampoco me fui del todo de Canadá. De la Place Royale, ni de La Malbaie, con su comida reconfortante, ni de las charlas con Aldo, que continúan un año después, ni de la explosión de agua de Tadoussac, donde se juntan Saguenay y San Lorenzo. Hay ciudades de las que no te vas nunca. Cada cual elige las calles que son suyas, los lugares a los que desea volver de nuevo, los ojos en los que quiere volver a mirarse, los bares: la White Horse, la Pete's Tavern, el Legal Grounds.

Y tú, sobre todas las cosas que vi, para no tener que volver a despedirme con un nudo en la garganta: yo, que no me acostumbro jamás a las despedidas.

Nueva York y Jersey City son más bonitas cuando tú caminas por ellas...

3 de octubre.


Y fin de la crónica del viaje.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Aeropuerto

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Y ahora estoy aquí, escribiendo para calmarme, sorbiéndome los mocos, mirando los aviones, porque uno de ellos me llevará a Washington y otro me llevará a Madrid y el tren me llevará a Mérida y llegaré a casa y encenderé el ordenador y archivaré las fotos y me reiré mucho viéndolas.

Y bueno.

Mi viaje a Nueva York tiene muchos nombres.

Pero el suyo es el más importante de todos.

El viaje es más corto de lo que esperaba, a cuenta de la melatonina, que me sume en un sopor maravilloso durante ocho horas. El avión que sale de Washington se retrasa. Llego justita para coger el enlace a Madrid. Sigo acordándome del viaje en coche:

-Por favor, ¡miente! ¡Di que has ido al MoMA!

Ayer me lo preguntó:

-¿Se puede saber qué has hecho en 18 días?
-He sido feliz. ¿Te vale?

Hay una canción que me ha acompañado durante todo el viaje. Tan joven y tan viejo, de Joaquín Sabina. Se me metió un día en la cabeza y ya no pude dejar de cantarla por las calles de Nueva York. Se lo cuento a Robert y me contesta:

-¿Sabes que jugué al ajedrez con Javier Krahe? Me ganó.

Tenía comprado un billete de tren. Sale a las cuatro de la tarde. He llegado a las siete de la mañana, con una maleta que pesa un quintal y de la que no me han cobrado sobrepeso porque le he dicho a la mujer que llevaba libros. Así que cojo un taxi, le pido que me lleve a la Estación Sur y tengo suerte, porque el próximo exprés sale a las diez de la mañana. Llegaré pronto, encenderé el ordenador, desharé la maleta, pondré lavadoras, comenzaré a contar mi experiencia y volverá la vida que tenía.

18 de septiembre.

jueves, 23 de diciembre de 2010

El último día

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Espero a Robert en Legal Grounds. Hemos ido a Liberty State Park ("aquí empezó todo, ¿te acuerdas?"). A Nueva York hoy lo cubren la niebla y las nubes. Él mira el perfil de Manhattan:

-Despídete.

Luego me dejará sola, en el Legal, para que me despida de los niños. En casa abrazo a Boule, que no me hace ni caso porque está comiendo. Voy a buscar a D. No sé cómo despedirme, pero él me ayuda cuando me tiende los brazos. Mientras me abraza, me susurra:

-I'll miss you.

Y yo empiezo a llorar ya.

Lloraré más cuando me abrace X.

-¿Volveré a verte?
-No lo sé. Si usted viene, no vendrá antes de un año...

No lo sé, pienso. Quizá sí.

-Bueno. Si no estás aquí, iré donde estés.

La última imagen que veo de Nueva York es la primera que vi. El perfil de Manhattan como un lego y la Estatua de la Libertad.

-Hey, ahí está la niña.

Robert me sonríe.

Hoy he desandado todos los lugares. El Liberty State Park, el Legal Grounds, la casa de Robert, cerrar la puerta por última vez; please, don't let the door slam; abrazar a Boule y acariciarle a contrapelo.

Así comenzó y así acaba.

-No sé para qué te llevo al aeropuerto-dice Robert-: tu taxista debe de haber regresado ya de las Bahamas.

Ya sé por qué me gusta tanto verle conducir. Porque conduce igual que Pupe, cambiando de marcha de la misma forma. Casi no hablamos. A mí me da el aire en la cara y me alborota el pelo y le miro mucho. El rizo rebelde, las arrugas de alrededor de los ojos cuando sonríe, como ahora, la forma de agarrar el volante.

Se lo dije a Roy el miércoles: jamás imaginé que me resultaría tan duro despedirme de esta ciudad. En el bolso, la bolsa de la Strand, llevo un muffin de canela: hoy me han hecho un desayuno especial, un crepe de salchicha, con fruta. Antes de despedirme de Boule, Robert se ha largado a pasearlo sin decir nada. Y yo he sonreído, pensando en que tenía que adelantarme él en la salida, por última vez.

Ayer se lo pregunté:

-¿Te podré dar un abrazo cuando me vaya?
-Claro.

Y me abraza, flojito, la primera vez.

Qué quieres, pienso. Es americano.

Pero luego regresa. Y vuelve a abrazarme. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces.

-Espero que te lo hayas pasado bien.

Asiento porque no puedo hablar. Y vuelve a abrazarme. Y se va al coche porque llegará tarde al trabajo y yo le miro porque, cuando al fin he podido decirle "gracias", se me ha quebrado la voz.

Me hace reír. Para variar. Saca una botella de agua con la colilla que metí allí dos días antes, cuando fuimos a cenar con Marwan y nos dejó fumar en el coche:

-¿Qué es esto?

Y me río y lloro a la vez. Él se da cuenta:

-¡No te emociones!

Demasiado tarde.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Manhattan bajo la lluvia

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Al final sí vuelvo a Manhattan. Llega la hermana de Robert. Vamos a recogerla a la Penn Station y, mientras ellos hablan, yo observo cómo era ese edificio magnífico que se destruyó. Y me llevan los demonios, porque era verdaderamente impresionante. Llueve. Nos metemos en Borders y curioseamos. Hay muchísimo bullicio en la calle. Una mujer drogada y borracha y dos o tres mendigos que me piden cigarros. Estoy abasteciendo a todos los sintecho de Nueva York. Me dan la mano y me saludan. Cuando llega nuestra visitante, cenamos en la terraza del Cookshop, protegidos por una sombrilla cuadrada mientras afuera llueve. Los dos hermanos juntos son muy divertidos.

Maíz frito (curioso), spaguetti para mí, pizza para ella y un plato con berenjenas para Robert. Y los primeros pimientos que me gustan en mi vida.

Eso sí que me asombra.

Robert no me deja pagar. Me sonríe:

-Es tu última cena.

Cuando llegamos a casa, Robert le pregunta si se ha traído los zapatos. Tiene el mismo número que yo y me los deja: son acharolados, magníficos, de un diseñador del que no recuerdo el nombre pero con unos taconazos de vértigo. Los saca de su maleta y me dice: Póntelos.

Robert está en su cuarto y le silbo:

-Mírame bien, porque ningún tío me ha visto jamás, ni me verá, con unos zapatos así.
-Wow. ¡Te quedan muy bien!

Creo que alguna vez debería aprender a andar con tacones.

16 de septiembre.

martes, 21 de diciembre de 2010

Fotos

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Creo que me llevo 56 gigas de fotos. La mayoría, de apuntar y disparar y alguna con los parámetros equivocados. Robert escanea negativos. Los vemos en una caja de luz. Revisa mis imágenes y le gustan mucho algunas. A mí me hace ilusión. Sé que voy a sonreír mucho cuando las vea y las archive y que tendré que acordarme de cambiar la fecha y la hora de la cámara. Sé que querré llegar a casa pronto. Para encender el ordenador y descargarlas y ver de nuevo las caras de Robert, Boule, Fer, X y todos los demás.

Y contarlo.

Colgar en pasado lo que escribí en presente porque lo viví. Porque compartí mi vida con un puñado de personas a las que les he dicho muchas veces que me gustan mucho. Porque hubo un día en que caminé por Jersey y por Nueva York. Porque comí fluff de marshmelows y sushi. Porque escribí mucho en Legal Grounds viendo una parra cuajada de uvas.

16 de septiembre.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Recuerdo

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Recuerdo. La primera vez que oí la voz de Robert, por teléfono. La primera vez, pasados unos días, que Boule se paró en la escalera para esperarme. Y ayer, que me lamió por vez primera. El día que conocí a Fernanda, en Legal Grounds (soy argentina, fotógrafa y budista). La primera charla con X. Sus abrazos. El olor del Hudson. El olor de la hierba mojada de Central Park. La vida ebullescente del East Village. Sonny Rollins y Roy Hargrove y Christian McBride y Ornette Coleman y Jim Hall encima de un escenario. Yo, cantando New York, New York, en el Marquis. Los encuentros: Sean, los músicos de Verdi Square, la señora del Greenwich que me llevó a la casa de Mark Twain. La tercera planta de la Strand. Acordarme de Roy en cada esquina y desear caminar con Robert por el puente de Brooklyn. Louis, el taxista haitiano que me salvó la vida. El camarero orondo de la Pete's Tavern. Las múltiples visitas a la biblioteca. Detenerme en todas las librerías. Ser consciente de que soy muy feliz, de que he sido muy feliz aquí. Todas las charlas en inglés y Marwan mirándome, muy fijamente, y sonriendo:

-Hay que estar dispuesto a ser muy ridículo para aprender otro idioma.

Le cuento que vengo de una ciudad llamada Badajoz que fundó Ibn Marwan. Robert me sonríe.

-No hagáis planes sin mí -les digo cuando quedan para el domingo:-Estáis a ocho horas de avión y 700 euros.

16 de septiembre.

viernes, 17 de diciembre de 2010

Varios años de golpe

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Nos encontramos en julio a cuenta de unas gaitas. Yo le había leído ya, con la misma fruición con que me leí los mensajes de la muy sabia e inteligente Tuppence cuando entré en DxC. Al fin y al cabo, ya me había enamorado antes de ese androide que me enseñó, hace mucho tiempo, que lo único que me diferencia de un animal es mi conciencia de muerte.

Luego se fue, por un rato largo. Un mes, algo más. Regresó a cuenta de una mezquita y de unos libros. Ocho días después, durante un viaje a Madrid en el que Nerea y yo acababamos mirando los tejados con un café en las alturas, me dejó un paquete en Madrid Cómics. Con muchas revistas y muchas palabras. Nerea y yo pasamos parte de la tarde, con los dedos llenos de polvo y de ilusiones, leyendo en el metro y en el sofá, sonriendo.

Hasta ese momento, él y yo habíamos intercambiado una veintena de mensajes.

Al día siguiente, me fui a Nueva York. Las revistas siguen en casa de Nerea, que las seguirá hojeando para tenerlas aprendidas antes de que yo vaya a recogerlas. En Nueva York me siguió acompañando, a su modo. Recomendándome librerías, actividades en el Tompkins Square Park a las que no fui, y alguna tienda de cómic. También por las calles, porque a veces ocurre eso: estás en una ciudad que no conoces y te acuerdas mucho rato de alguien a quien no has visto nunca.

Reconocí St. Mark's Place porque él me la mostró. Y es suya mi foto favorita de Coney Island.

Cuando regresé, seguía estando aquí. Para trastear con mi ordenador, instalarme programas, enseñarme atajos de teclados, enviarme algún paquete, comentar alguna película o hablar de pasiones inefables. También me contiene cuando se me van los dedos, me critica de manera leal e implacable y me sujeta si voy a meterme en un lío.

Hacía mucho que no me fiaba tanto de nadie. Me gustan sus gustos, su humor y su ternura.

También me gusta su voz, pero me temo que eso no acaba de creérselo del todo.

Con alguna gente siempre voy a tener la sensación (qué coño sensación: la certeza) de que recibo más de lo que alguna vez podré darles.

Hoy le caen varios años más de golpe.

Y creo que eso no le gusta nada.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Legal Grounds

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El tiempo ha pasado muy rápido aquí. Hoy es mi último día entero en este lugar. En estos lugares. Volveré. No sé cuándo. Pero volveré. Antes de que Boule, que ya es viejito, se vaya para siempre. Para hacerle fotos raras. Para tomarme un muffin con canela o un bagel en Legal Grounds. Para pasear por el Greenwich y ver Harlem. Para ir de compras con Elizabeth.

-El domingo brindaremos por ti-me dijo ayer-: Estarás.



He quedado con Fernanda para desayunar, después de que Robert se haya ido y me haya dejado en el Legal Grounds con Boule. Desayunando, me voy al baño y me sigue: desde el baño, oigo la voz de Fer intentando que no salga del jardín. Sonrío: es la primera vez que ocurre. Creo que ya ha aprendido que, si Robert no está, yo cuido de él. Cuando se lo cuento a su dueño (y cuando le cuento que, después de escribirle y de que me entrara la llorera, Boule me lamió) se asombra mucho. Nunca lo hace, ni una cosa ni la otra.

Despido a Fer (y quedamos para comer, después de que ella trabaje un rato y archive unas fotos) y me voy a pasear. Cruzamos las vías, caminamos por el Morris Canal y aspiro su olor: recuerdo los paseos con Robert por esos mismos lugares y llego al Liberty State Park. Ahí comenzó todo. Viendo Manhattan sin saber que era Manhattan y con Robert haciendo que me fijara en la estatua de la Libertad, hace ya tantos días. Veo el edificio hermoso donde se compran los tickets para visitar Ellis Island: la Central Railroad Station de Jersey City. El sol me da de frente y Manhattan se desdibuja.



X viene a traerme el segundo café del día. Ayer los niños tomaron café turco, hecho en puchero, con cardamomo y canela. Boule está tendido a mis pies y mueve la cola cuando le acaricio. Luego dormita.

He escrito mis días para que no se me olviden. El jardín del Legal Grounds está creciendo. Alguien lo cuida:

-No sé hacerlo, pero está quedando bien. Nada es imposible.

16 de septiembre.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

En Paterson

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Se me acaba esta vida y ayer, Elizabeth, una mujer muy interesante que me tiene que llevar de compras la próxima vez que venga, me preguntó si no podía aplazarlo, porque el domingo tienen otra ruta gastronómica. Es una costumbre de su grupo: ayer, después de dos atascos considerables por dos accidentes, llegamos a Paterson, lleno de palestinos, para que Marwan nos invitara a un buffet (cordero con yogur, arroz con piñones, babaganoush, hummus, taboulé, carne con okra y dolmas y un sinfín de cosas más). Marwan acaba de casarse con Amira, una mujer guapísima, increíblemente guapa y muy interesante. Hablamos en inglés, en español, en árabe. A veces me traducen, a veces no y cuando veo que no sigo el hilo, pido ayuda.

Esa tarde, en el coche, viendo Jersey City, decido no ir más a Nueva York. Me voy a quedar en Jersey, paseando con Boule, y en Legal Grounds, con los niños y viendo la ciudad y el perfil de Manhattan que nos saludó ayer, cuando volvíamos.

Es lindo este chaval, pienso. Ayer, cuando cambiamos de bar para ir a tomar postres (y volver a hablar en inglés y en árabe con el camarero: lo poco que sé de uno y lo menos que sé de otro), salí a fumarme un cigarro y los veía allí, hablando: observando desde fuera. a Elizabeth y a Fer, a Robert, a Marwan, a Amira apoyada en él... y le miraba hablar y reírse, dando sorbos a un café turco que luego le puso espitosísimo cuando llegó a casa. Me gusta ir con él en coche y que me vaya señalando cosas interesantes, sin hablar, para que yo me fije, porque es mucho más observador que yo y tiene ojo de fotógrafo.

-En esta ciudad-le comenté un día- siempre hay un árbol o un coche que te jode la foto.
-Eso es porque no sabes integrarlos.

15 de septiembre (aunque lo escribí el 16).

martes, 14 de diciembre de 2010

Paseando a Boule

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Después de escribirle a Robert, me entra una llorera horrorosa. Cuando yo digo "llorera" es que se me saltan las lágrimas: lo que para otras personas sería "emocionarse", porque lo de llorar a moco tendido a mí nunca se me ha dado bien (y mira que lo intento, pero me veo ridícula llorando: creo que es la falta de práctica). Gracias a la ridiculez, decido irme con Boule a dar un paseo. Yo no lo dejo suelto, porque a mí no me hace caso: a Robert tampoco, la mitad de las veces, sobre todo cuando ve una ardilla o escucha ruido: se pone nervioso. Es curioso: el Chrysler es mi edificio favorito de Nueva York y he esperado a irme, casi, para entrar en él y para verlo desde abajo. Lo mismo me pasa con la imponente Grand Central Station (y eso que pasé por allí a los pocos días de aterrizar en la ciudad). Ahora recorro el camino diario: el Liberty State Park, la sección del Canal Morris. Hay lugares que he visto una y otra vez, casi a diario, y de los que no me canso nunca. Algunos saludan a Boule. Y me preguntan dónde está Robert. Llegará ahora: hemos quedado para ir a cenar a un árabe que está en Paterson. Yo decido no volver a Manhattan, a pesar de que me queda un día entero en este lugar. Quiero caminar por Jersey, mañana, y despedirme de la gente y hablar con X mucho rato.

15 de septiembre.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Enrique Morente

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Cuando no trabajo, no leo los periódicos. Ni siquiera la sección de cultura. Nada, casi nunca. Así que me acabo de enterar por Buby y por Toni, cuando salíamos a hacerle fotos a las luces de Navidad, de que se había muerto Enrique Morente. El mismo señor al que entrevistaron María y Maricarmen para su primer trabajo serio en la Facultad y que fue tan amable y tan atento con ellas. El mismo señor que llegó al Hotel Las Lomas de Mérida y me preguntó dónde era la rueda de prensa y estuvo hablando un rato conmigo, sin saber que yo era periodista y sin que yo hiciera el más mínimo ademán de reconocerlo.

Se fue a tomar un café y luego habló, con Estrella, y con Antonio, del concierto que iban a dar en el teatro romano de Mérida, hace dos años.

Fue la primera y última vez que le oí cantar en directo. Hay pocas voces flamencas que reconozca al punto: la suya y la de Camarón.

Hoy sonaba por las calles de Badajoz, en una atracción para niños.

Qué pena más honda.

Anne's Morgan War

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La Pierpont Morgan está cerrada por reformas hasta octubre, pero hay una exposición de la hija del magnate: Anne Morgan's War. Fotografías. Anne Morgan's War: Rebuilding Devastated France, 1917-1924. Un grupo de mujeres estadounidenses se fueron a Francia después de la Primera Guerra Mundial. Se llevaron cámaras de fotos. También hay textos y diarios. La muestra estará hasta el 21 de noviembre y merece mucho la pena.

Camino, sola, viendo los pueblos derruidos, los retratos de los niños y las instantáneas que muestran cómo trabajaban. Anne Morgan no estaba sola: la ayudó Anne Murray Dique, que era médico y organizaba todas las actividades. También hay películas mudas. Y cartas personales. Y mucha destrucción. Todavía no sabría definir si es fotografía de propaganda o fotografía documental. Quizá esté a caballo entre las dos. La población había perdido sus casas (hay muchos niños jugando entre las ruinas). Pero ellas llevaron libros y dieron clases, curaron y trajeron alimentos.

Al final, pienso, sólo he visto exposiciones de fotografía: ICP, Erwitt, Morgan. Sobrecogedoras, todas. Agridulces.

15 de septiembre.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Robert

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El camino hacia Grove Street. Please, don't let the door slam. Levantarse a las seis de la mañana, pasear con un perro que tiembla si te vas, lanzarle la pelota, sentarme en la alfombra para acariciarlo; las calles de Manhattan contigo en coche; un viaje a Cold Spring; un Kindle sorpresa; tú, apoyado en el quicio de la puerta, con una Coronita en la mano, para preguntar qué tal el día; tu sonrisa irónica; tu rizo rebelde. Los dos tonos distintos de voz. Aprender palabras nuevas. La reunión de los lunes. Las camisetas con mensaje. Una revista de geeks. Verte hacer cosas: conducir, prepararme un sándwich de salmón, fregar los platos. La forma en que acaricias a Boule con el pie. Tu generosidad. Que me hagas el café. Mirarte las pecas. Que me borres las fotos y me saques de quicio pero acabe riéndome porque lo cierto es que me divierto mucho estando contigo.

Ha habido más cosas: unas botellas de vino, un revelado, fotografías nocturnas, nuevos amigos, los tamales, una mujer apabullante y Boule siempre. Ahora está tendido a mis pies.

No te lo voy a poder agradecer nunca, Robert. Toda la belleza que eres capaz de generar, tu manera de acogerme y de cuidarme, el modo tan hermoso que has tenido de hacerme sentir en casa. Nueva York y Jersey City son mucho más bonitas cuando tú caminas por ellas. Cuídamelas, a las dos.

De Boule no te digo nada porque ya sé que lo cuidas. Voy a acordarme mucho de él.

Y a ti voy a echarte mucho de menos.

15 de septiembre.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Despedida

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Me he despedido de Bryant Park, con un concierto de piano. Esta noche hay ópera. También esgrima y yoga, gratis. He ido a Grand Central y al Chrysler (con ese vestíbulo tan impresionante y unas pinturas que parecen de Thomas Hart Benton y son de Edward Trombull), a ver el Daily News y Sniffen Court, con el portón cerrado. En la calle hay un cartel: What's your story?. Un concurso, creo recordar, para que cada cual escriba lo que quiera. Yo me acuerdo de Roy, por uno de los primeros mensajes que le leí, hace mucho tiempo, y sonrío mucho. Ya debe de haber llegado.



Cuando estaba en Bryant Park, he decidido comer en Legal Grounds. Me vuelvo a Jersey. Esta mañana ha hecho buen tiempo y he salido al jardín. Hablamos y hablamos. Robert me ha despertado con una llamada: he dormido cuatro horas, ayer llegué tarde, pero no me importa. El rito diario de hacer correr a Boule. No hay tiempo para hacer fotos: el viernes, promete. Aunque luego, como siempre, revisará y borrará las que no le gustan.



Cuando estoy con Boule, en casa, después de comer, comienzo a escribirle. Y decido no volver a Manhattan y quedarme mañana con los niños. A pesar de Harlem. A pesar de Bond Street. A pesar de todo lo que no he hecho.

Cuando llega, le regalo un libro de cocina vegetariana y un marcapáginas con un proverbio danés: de la Strand.

El camino a la casa de un amigo nunca es demasiado largo.

15 de septiembre.

viernes, 10 de diciembre de 2010

East Village

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Recorro el East Village buscando mis sitios. El antiguo Fillmore Auditorium, ahora un banco, donde The Who estrenó Tommy y donde tocaron Pink Floyd y Jimi Hendrix; la 8th Street, con sus casas perfectas, la Cooper Union donde estuvo Mark Twain y donde Abraham Lincoln hizo ese discurso tan famoso de El derecho hace la fuerza. La Grace Church está cerrada a las visitas, así que me quedo sin ver por dentro la iglesia que proyectó James Renwick Jr con 23 añitos (el mismo que hizo la catedral de Saint Patrick): las librerías. He quedado con JoshNogales y Virginia. Virginia llega tarde, porque se ha encaramado en la 77 en lugar de en la Séptima. No sé ni cómo nos encuentra. Me gustan estos dos. Hablamos mucho. De la ciudad y de nuestras vidas. Acabamos en un Dallas BBQ tomando un cóctel con tequila, fortísimo, y carísimo, por cierto (el alcohol es muy caro en esta ciudad, ya me lo había dicho Begoña) que pretendemos, estilo español, llevarnos en un vaso de plástico hasta que la camarera nos recuerda que es ilegal. Debe de pensarse que en España somos unos borrachos.



Hoy, casi cuando me voy a ir, descubro otros de mis lugares favoritos de Nueva York: el Tompkins a la cabeza (y pensar que por poco no voy, porque estaba agotada cuando decidí caminar siete u ocho calles más allá y verlo al atardecer) y el East Village, con su St Mark's Place cuajada de gente...



14 de septiembre.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Tompkins

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Escribo en el Tompkins: el lugar de la mayoría de las revueltas de Nueva Yor. Cuando uno entra en el parque, se pregunta cómo es posible que un sitio tan tranquilo haya sido escenario de todas esas protestas: la primera manifestación sindical, duras cargas policiales... Luego se fija en la gente que hay: donde, en el resto de los parques, se oye el sonido desgarrado y dulce de un saxo, aquí (a pesar de que escribo enfrente de la casa de Charlie Parker) está la fortaleza de los bongos y el djembé. Varios señores cubanos, mayores, hablan de política apasionadamente. Hay gente jugando a las cartas, canchas de baloncesto, hippies, hip-hoperos y varios grupos de tertulia. Si echo una ojeada, juraría que soy la única mujer blanca de este lugar.

He pasado por la St. Mark's Bookshop, para comprarle a Manolo un libro de fotografía (magnífico, por cierto): pequeñita, muy ordenada, muy linda. Me gustan las librerías de esta ciudad: hasta las de las grandes cadenas, mucho más impersonales: en todas he comprado algo.



Y también me gusta el East Village. Barrios así, cuajados de bares, con casas destartaladas (ya que están restaurando tanto, podrían hacer algo con Colonnade Row: lo construyeron, en 1883, los presos de Sing Sing y allí vivió Dickens), graffitis y mucha vida en las calles, me hace sentir cómoda. Me recuerda en parte a la Alameda, en los buenos tiempos de la Alameda, o a Malasaña (ídem). Aquí los niños gatean por el parque mientras sus padres están haciendo correr a los perros (porque hay un espacio para eso también) y una mujer me ha dicho que tomara unas fotos de unos cochecitos de juguete:

-Take a picture! You are in New York City!

Yo no la había hecho por si les molestaba:

-It looks like a town.

Estoy en New York City, cargada de libros y una caja de tiritas. Viendo a los chavales corretear, con sus gorras de beisbol, y a los ancianos de tertulia. Reviso mi guía y mis cuadernos.



Debería contar:
-No he ido a Harlem (pero pasé por él en coche).
-No he subido al Empire ni al TOR.
-No he montado en helicóptero.
-Tampoco en limusina.
-No he comido en Bubba Gump.
-No he entrado en Saint Paul.
-No fui a la conmemoración del 11-S.
-No he visitado ningún museo.

Pero:
-He aprendido a hacer tamales y a revelar fotos.
-He paseado a un perro muchos días.
-Me han contado cómo se entra ilegalmente a Estados Unidos.
-Me han recibido con un abrazo diariamente.
-He recorrido (puedo asegurarlo) la inmensa mayoría de las calles de Manhattan.
-He tenido encuentros muy hermosos.
-He sido muy feliz y tengo nuevos amigos.
-He ido a muchas librerías y tiendas de cómics y he comprado muchos libros.
-He pasado calor y he pasado frío y me he mojado los pies.
-Y me he reído mucho.

Me he fijado en cada ruido y en cada olor. Nueva York me ha enseñado a mirar. A fijarme en la manera en que un pueblo toma las calles y los espacios públicos, cómo integra a las mascotas en la vida cotidiana, cómo se relacionan con los demás.



Me he acordado de mucha gente estos días: de gente del foro, desde luego, pero también, y sobre todo, he deseado estar aquí con Pupe, con mis hermanos y Belén y Cristina y también con Carlos, para que se volviera loco con las tiendas de mapas antiguos. Nueva York ha sido solo mío: compartido con Robert al llegar la noche, pero mío únicamente, porque he hecho en cada momento lo que me apetecía hacer. Sin pensar en lo que me pareció imprescindible antes de venir, porque ha sido la ciudad la que me ha ido guiando.

14 de septiembre.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Una lista pequeña de sitios

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Hoy he quedado con JoshNogales y con Virginia. En McSorley's, a las ocho de la tarde, una de las pocas tabernas históricas que me quedan por visitar. Sé que me van a preguntar qué recomiendo y yo no sé qué decir, pero mientras camino por Central Park, voy haciendo mi lista de sitios imprescindibles.

-Ir a Jersey City. Pararse en Grove Street, localizar el establecimiento de comida rápida Subway que está enfrente, o en la misma acera, depende de dónde os bajéis, tirar hacia adelante toda esa calle y, cuando lleguéis a una taquería, girad por la misma calle de la taquería. Esa es Grand. Allí está Legal Grounds: saludadme a los chicos. Si veis, detrás de la barra, a un tipo con el pelo castaño y ojos azules, decidle que le echo mucho de menos. Después del café, seguid bajando por esa calle para ver, al final, siempre hacia el agua, el mejor perfil de Manhattan: el Empire y el Chrysler a la izquierda, el Woolworth de frente y una enorme viga de las Torres Gemelas en la plaza.

-Caminar por el puerto y ver los barcos viejos de los Piers 15 y 16.

-Pararse un buen rato en Bryant Park.

-Comprar un libro en la New York Public Library.

-Ver las pinturas de Thomas Hart Benton.

-Tomar un café en McNally Jackson Books después de patear el SoHo.

-Curiosear entre las estanterías de Midtown Comics.

-El olor de la tierra mojada en Central Park.

-Ir a ver algo: un concierto, un musical, un espectáculo de danza, una obra de teatro. Pero también pararse a escuchar a los músicos callejeros y comprarles un disco, si os gustan.

-Ir al Historic Richmond Town recorriendo parte de Richmond Road. Después, coger el bus de vuelta, pararse en Book&Cafe y pedir un trozo de tarta.

-Caminar por TriBeCa y reponer fuerzas en The Ear Inn.

-La orilla del Hudson. La orilla del East River.

-Riverside Drive. Y el Boat Basin Cafe.

-El Greenwich Village. Todo entero y durante muchas horas.

-La White Horse Tavern, la Pete's Tavern y el Old Town Bar.

-El mercado de Union Square.

-La tercera planta de la Strand.

-Los edificios emblemáticos: el Empire, el Chrysler, el Woolworth, el Flatiron.

-The Little Church around the corner.

-Un cupcake con té en Alice's Tea Cup.

-El Metropolitan Opera. Y su tienda, que pone la piel de gallina.

-Recorrer el puente de Brooklyn a pesar del vértigo.

-Hablar con varios desconocidos.

-Caminar. Al final, serán imprescindibles todos y cada uno de los pasos que deis en esta ciudad.

Cuando os vayáis, a lo mejor descubrís, como yo, que Nueva York os ha enseñado a mirar.

14 de septiembre.

martes, 7 de diciembre de 2010

Central Park

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Robert me despierta, con una llamada de teléfono. Quedamos en el Legal. Me quedo un rato más, hablando con X, como todos los días. No salgo al jardín porque ya hace frío. Una frase suya, sólo una frase, hace que se me salten las lágrimas, porque de repente no sé si lo veré más.

Antes de eso, Robert me sonríe:
-Guapa, me voy.
Y yo también sonrío, porque es la primera vez que me dice algo así.



Hoy está siendo duro. Bajar los escalones del metro, sabiendo que pocas veces vas a hacer eso ya. Bajarte en la Quinta, observar los edificios. En Legal Grounds pensaba ir al East Village, pero camino del Path cambio de rumbo: mañana puede haber tormenta, así que voy a Central Park. No hay mucha gente. Y caminar por el parque, ver las estatuas de Andersen, Alicia, Robert Burns, Schiller, Walter Scott y Shakespeare, me hace sonreír, aunque esté triste.



Fotografío, con sus cámaras, a un par de parejas. Me preguntan si quiero una foto yo, sentada en las rodillas del danés, pero declino la invitación. Cuando vuelvo a la calle, casi no saco la cámara. Me dedico a observar los tejados verdes, los rascacielos, la gran manzana de la tienda Apple, los tonos del parque desde los muros y la manera que está adoptando el verano para dar paso al otoño. Se me agota el tiempo y me queda tanto por hacer...

14 de septiembre.

lunes, 6 de diciembre de 2010

Nombre y apellidos

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Mi viaje a Nueva York tiene nombre y apellidos. Los de un chico medio rubio y de ojos muy azules, que posee una sonrisa a ratos muy dulce, a ratos muy irónica, y una voz que le cambia muchísimo dependiendo de si habla en inglés o en español. Me gusta verle hacer cosas: preparar un sandwich con ingredientes de Trader's Joe para la cena, recoger la compra, alzarse el cuello de la camisa para colocarse la corbata, tirarle la pelota a Boule para que la recoja, sostener una cámara de fotos, hacer el café, fregar los platos. Y oírle hablar.



Ayer estábamos con Boule, dando vueltas y más vueltas:
-Tienes mucha paciencia porque estás aquí conmigo...
-Yo siempre estoy donde quiero estar.
-Pero estás de vacaciones y sacas conmigo al perro... ¿Siempre estás donde quieres estar?
-Sí. Me lo prometí hace mucho tiempo. Vamos a ver, trabajo y esas cosas, pero, en mi tiempo libre, siempre estoy donde quiero estar. Ten la completa seguridad de que si estoy ahora contigo es porque prefiero estar contigo antes de hacer cualquier otra cosa en el mundo.



Hoy me he dedicado a ir de compras. Pasé por las tiendas que he mirado sin verlas. He acabado en casa a las seis de la tarde, cargada con bolsas (libros de la Strand, libros de la Biblioteca Pública -al final no me he resistido y me he comprado la Marvel Comics Guide to New York City-, la Barbie de Leticia, regalos varios). He acabado en casa a las seis de la tarde y menos mal que me apetecía irme temprano para estar con Robert, porque se ha puesto a llover furiosamente: tengo los pies chorreando. Por la mañana, por fin el Puck Building y todos esos lugares plagados de los turistas que no he visto, por ejemplo, en el Greenwich o en el Historic Richmond Town. Todo plagado: no me gustan las multitudes, yo a la gente la prefiero de una en una y ni siquiera así estoy del todo cómoda.

Ahora estoy con Boule, que reclama mis caricias.

13 de septiembre.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Lunes y 13

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Me voy el viernes de aquí. Robert y yo nos hemos ido a desayunar al Legal Grounds; he llamado a Juan para contarle el concierto de Sonny Rollins y luego he ido a recorrer la ciudad. Y a comprar un bolso para mi madre, que no sé si le gustará porque tiene letras, pero es el más decente, de Armani Exchange. Los dependientes tienen madres muy modernas: me enseñan bolsos acolchados con bolsillo para el iPod. Y yo me río.



Estoy en el Rice, dispuesta a dar buena cuenta de un dim sun de gambas y un thai coconut curry, después de haberme recorrido Battery Park y haberme perdido (así que llego a los sitios cuando están repletos de turistas: yo también lo soy, vale, pero ver a tanto igual me abruma): cientos de japoneses haciéndose fotos con el Charging Bull (había dos toros: no sé por qué). Broadway, hacia arriba, para pasar por la Strand, otra vez. Y la Bolsa, el Federall Hall, la estatua de George Washington, el Castle Clinton y un grupo de gaiteros y de autoridades dando discursos.



Voy sonriendo recordando muchas cosas. La charla con Fer y Robert sobre el sistema de salud americano y la privatización encubierta (más o menos encubierta) de las escuelas de Nueva York; la dificultad de establecer relaciones en según qué culturas; lo complicado que resulta para los inmigrantes integrarse (aquí se cohabita: no se convive; sobre todo porque hablamos de gente que no acabó la primaria en su país); la soledad que puede sentir uno en estas ciudades tan grandes; la forma de protegerse llevando una vida cotidiana, haciendo mucho sin pararse a pensar si se está siendo mucho, además.



Yo vuelvo pronto a casa, hoy. Me queda mucho por ver de Nueva York, pero Robert llega a casa a las cinco y cuarto y prefiero estar con él. Los negativos cuelgan de la pared: ayer los sequé, con la pinza, y hoy los revisamos. Son de hace algún tiempo. Boule está contento de salir tanto tiempo a la calle, cambiamos el coche de sitio porque van a limpiar (hay un sistema de aparcamiento por zonas bastante curioso: si los barrenderos van a pasar, uno de los lados de la calle ha de estar despejado. Robert me cuenta que a veces, en Manhattan, se ve a gente leyendo en el coche, esperando que sea legal aparcar. Cuando dan las diez de la mañana, que es la hora que suele poner en las señales de tráfico -ya sabéis, prohibido aparcar de 8:00 a 10:00-, salen de su coche y lo dejan allí, porque el camión de la limpieza suele haber pasado media hora antes. A veces pagan a alguien para que les aparque el coche... y se quede leyendo el periódico en su lugar), revisamos las fotos, hablamos, hablamos, hablamos.

A él no le gusta que le retraten. Enfogonao, se pone. Yo también: me ha borrado no sé cuántos retratos suyos, algunos muy buenos.

Yo he querido matarlo.

Pero el caso es que me divierto mucho estando con él.

13 de septiembre.

sábado, 4 de diciembre de 2010

Revelando

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Para revelar hay que abrir un carrete en la oscuridad, introducirlo en unas espirales, tomarle la temperatura al agua, hacer una emulsión, echar un fijador y que tus manos sean tus ojos, no sé en qué orden. Cada treinta segundos, se agita el bote en el que están los rollos con el líquido y se le da un golpe seco para quitar las burbujas. Seis minutos y medio a veinte grados. Esto es como una relación de pareja, dice Fer. Unión. Hay que usar las manos y la boca. Como en la camiseta esta rara que tiene para abrir los carretes no consigue meterlos en la espiral, Robert comienza a sudar. Yo le abanico (ese abanico se lo quedará Fernanda después, que nunca ha tenido uno) y Fer también, con el New York Times. Al final, Robert se va al baño. Ponemos la manta que le regalé a Boule en la ventana y yo cojo una toalla para tapar los resquicios de la puerta, mientras le apremiamos, porque estoy de puntillas con Fernanda acercándome la copa de vino. Porque para revelar hay que abrir una botella de vino. Y hay que hablar mucho: "¡Basta de dobles sentidos!", grita él. ¿Nosotras? Habráse visto. Burlonas. Hay escenas muy almodovarianas. Luego los invito a cenar porque a mí, si paso mucho tiempo encerrada, se me caen las paredes encima. Cae otra botella de vino. Robert está tan bien que hasta se fuma un cigarro. Y Fer lo inmortaliza con la Leicca, hasta que él se tiene que largar y nos quedamos las dos. Horas.

Me gustan estos dos.

12 de septiembre.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Jairo

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No tomamos el brunch. Preferimos Legal Grounds. Luego vamos a comprar un lector de tarjetas a J&R. Durante ese tiempo, Robert ha aprendido a hacer café con espuma. En el Path, de vuelta, nos encontramos con Jairo, que es dominicano y se va al Caribe. Quiere recorrer mundo, lleva cinco años viviendo en Jersey City y se ha cansado. Estudió historia, pero ha trabajado como jardinero y como carpintero. Irá con una mochila, sin dinero, casi, y con la 9,9 que le regala Robert. Y sin pagar: intercambiando pasaje por trabajo. Quiere escribir dos libros: uno sobre el viaje y otro sobre condicionantes histórico-sociales de la gente, de las poblaciones que visite. Lo animó a viajar una ex: una chica rubia y blanquísima de 21 años que se fue igual, a recorrer el mundo, sola, y durmió en parques y donde pillaba. Jairo sí toca. Volvemos a hablar de relaciones y de parejas. Me paro en medio de la calle:

-Pero ¿por qué siempre termino hablando de sexo con desconocidos?
-Yo te he visto y en tu frente ponía: sexo.

Nos vamos a casa de Robert. Y seguimos charlando. Cuando se va, compramos falafel y regresamos a casa a comer. Hablamos mucho. Me gusta mucho escuchar a Robert.

12 de septiembre.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El brunch del domingo que no fue

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El cielo está gris y hemos sacado a Boule a pasear, para que le dé rienda suelta a sus costumbres gastronómicas peculiares y se divierta persiguiendo a las ardillas. Yo me tomo un café, sola, en Legal Grounds: hemos pasado por la puerta y quería entrar a saludar a los chicos, aunque Robert quiere llevarme a tomar el brunch a no sé dónde. Uno está en la plancha, haciendo bagels y más bagels, con jamón, con huevo, con bacon. Otro está cobrando y otro hace los cafés. Yo pido uno. Uno pequeño para mí, mientras espero a que Robert regrese de dejar a Boule en casa. Dice que hoy va a llover.



He comprado el New York Times, ese tocho de suplementos y más suplementos (deportes, automóvil, estilo de vida) que se vende por cinco dólares los domingos. El de arts es absolutamente atrayente. Me entero de quiénes tocan en octubre: entre ellos, Terence Blanchard. Y me acuerdo de que Sonia dice que podríamos vivir donde quisiéramos. Pero, para vivir aquí, hay que tener una renta mensual más que considerable. Para vivir bien, digo. No para trabajar de siete de la mañana a ocho de la tarde por 600 dólares a la semana y sin seguro.

En la guía del AIA lo dice. La gente vive en Nueva York y Nueva York es Manhattan. La gente vive aquí. En las casas, en mansiones lujosas, en apartamentos pequeños, en estudios y también en las calles, en los portales y en el metro.

Ver el subsuelo es algo curioso. Se puede observar muy bien en el Path de Nueva Jersey, de Jersey City, al World Trade Center. Algún vagabundo escondido, muchas vigas, escaleras mal puestas, luces de emergencia y de aviso, vigas y más vigas, de nuevo, y algún operario trabajando.



Me llevo muchas imágenes de este lugar. Y me quedan más que atesorar, aunque ahora no deje de pensar en lo duro que me va a resultar despedirme. En el último café en el Legal Grounds, en llegar con la maleta, coger un taxi, ir al aeropuerto, llegar a casa y que esa casa no tenga el suelo de madera ni haya que quitarse los zapatos para entrar y que allí no esté Boule saliendo despacito a saludarme y que tampoco esté Robert apoyado en el quicio de la puerta, con su sonrisa socarrona y pícara y las palomitas orgánicas de Trader's Joe, cogiendo un vaso de agua para mí y llenándomelo antes de que yo note siquiera que tengo sed. No va a ser la pena de que se acaben las vacaciones y volver a la rutina, sino la sensación de perder esta vida paralela y plácida, sin más plan que el que se decide al día siguiente durante la hora del desayuno, o los que va marcando Robert ("Hemos quedado..."). Pararme un rato y escribir, como una manera de recordarlo todo. De que no se me desdibujen los días. Volver a escribir, de hecho, porque hacía mucho tiempo que ninguna cosa me obligaba, con ganas, con tantas ganas, a sentarme con un bolígrafo delante de un folio en blanco. Recuperar la sensación de que estoy viva, porque la rutina diaria se había transformado en demasiada rutina diaria antes de venirme. Volver a emocionarme cuando veo un espectáculo, que se me erice la piel, me asomen las lágrimas y se me escape un aullido: hacía mucho que no me ocurría eso.

Ha empezado a llover, con fuerza, y yo miro por la ventana. A la nariz me llega el olor del bacon que cocinan a la plancha. El bar está lleno, la gente lee el periódico o se lleva el desayuno. Ahora huele a maíz. Los que han salido sin paraguas, corren por la calle. Por la puerta del Legal Grounds entra una respetable corriente de aire. El otoño aquí debe de ser magnífico. Pasa un camión de bomberos y Robert tarda en volver.

Cuando aparece, vuelve a salir el sol.

12 de septiembre.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

De fotos y relaciones

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Esta mañana ha llegado Fer al Legal Grounds, con una Leica analógica preciosa que Robert ha tomado entre las manos como si fuera un tesoro. Mañana va a venir a revelar, nos va a enseñar algunas cosas a los dos. Yo he hecho alguna foto en el High Line con la cámara que él me dejó. No tiene ninguna digital, pero cuento cinco en su casa. La Voïglander que yo uso, una Nikon, una Lumix, una Fujifilm y una 9,9 que es muy divertida.


Con Fer siempre acabo hablando de sexo. Yo creo que lo que ocurre es que casi empezamos la conversación por ahí. De la manera tan distinta que tenemos, ellos y nosotras, muchas veces, de encarar las relaciones. De los "por qué demonios me preguntas qué tal ha estado cuando acabamos de echar un polvo; qué manera de joder la noche" y los "por qué me miras y me dices que esto ha sido sólo sexo, como si yo te hubiera pedido en matrimonio"; de las inseguridades, las paranoias y las relaciones de poder brutal que pueden establecerse dentro de los estrechos márgenes de una cama. De los hombres casados que se acuestan contigo pero no quieren dejar a su mujer, aunque después de acostarse contigo se follen a treinta. De la gente que es tan callada o tan mandona que te deja sin ganas de más. De cómo el sexo puede joder una relación de amistad o puede mejorarla (a mí me la mejoró, porque el rato de cama no se convirtió en un tema tabú).

No sé si tenemos maneras distintas de vivir las relaciones y el sexo en general. En lo que sí estamos de acuerdo, ambas, es en que la mitificación hace mucho daño.

Debería ser más simple.

Pero nunca lo es.



11 de septiembre.

La imagen de las patas de Boule la hice yo, pero el procesado se lo debo a Workinpana.

martes, 30 de noviembre de 2010

El Puente de Brooklyn

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Es Sean quien me indica cómo llegar al puente de Brooklyn. Lo ando y lo desando. Yo tenía la idea de ir recitando a Walt Whitman (que, total, su Crossing Brooklyn Ferry bien podía haber ido dirigido al puente), que me parecía lo más romántico del mundo, ir por el puente de Brooklyn diciendo aquello de Others will see the shipping of Manhattan north and west, and the / heights of Brooklyn to the south and east; / Others will see the islands large and small; / Fifty years hence, others will see them as they cross, the sun half an / hour high; / A hundred years hence, or ever so many hundred years hence, others / will see them, / Will enjoy the sunset, the pouring in of the flood-tide, the falling / back to the sea of the ebb-tide. O a Kerouac. O a Maiakovski. O hasta a la Szymborska, que mira que me gusta esa mujer.

Pero el camino peatonal del puente (y el de las bicicletas: conviven casi cordialmente invadiendo los carriles contrarios: unos y otras) es elevado. Y es de madera. Y se alza sobre el suelo, que ya lo he dicho. Y sí: me acuerdo de Whitman, de todos modos. De Whitman, Maiakovski y Marianne Moore. Todo el camino.

Voy cagándome en la puta madre que los parió.

Porque yo tengo vértigo, señores. Y todos esos coches están debajo de mí y sus luces se cuelan entre los travesaños del puente y a mí me van empujando hacia la orilla todas las hordas de turistas con sari, sin sari, con pañuelos, con bermudas, con radio cassettes y con gorras luminosas. Y las maderas tiemblan y yo pienso que ese sitio ha aguantado siglos. Sin derrumbarse, aunque a su ingeniero, John Auguste Roebling, le diera más de un quebradero de cabeza y la obra la tuviera que comandar su mujer.

El camino de vuelta es mejor. El de ida, me lo paso pensando que quiero un novio que me tome de la mano en los momentos de pánico (una chica se ha mareado y la atiende un grupo de policías en uno de los bancos del puente). Yo sólo quiero un novio durante las zozobras. Pero, como no lo he tenido nunca, no lo tengo ahora y voy por el camino de no tenerlo, me digo que más vale sacar la cámara y disparar, mirar al frente y arriba, a la luna creciente, al Empire y al Woolworth, al perfil de Brooklyn y a los colores del atardecer, tan naranjas, tan rosas y tan violetas hoy (me recuerdan a los de Badajoz). Y olvidarme de las maderas que crujen, del puente que tiembla, de los coches ahí abajo y de los turistas a los que se les ha ocurrido hacer lo mismo que a mí un 11 de septiembre que además es sábado, y de las bicicletas haciendo sonar sus timbres a todas horas.

Pensaba ir a la Esplanade, pero es de noche, no hay un alma porque todos se han quedado en el letrero del puente que pone Welcome to Brooklyn, no hay ningún bar a la vista y no me queda otra que hacer andando de nuevo el camino de vuelta. Sudo a mares nada más comenzar.

Ahora ya en casa y con suelo firme bajo mis pies (relativamente, porque el edificio de Robert también tiembla cuando pasa mucho tráfico) pienso que sí, que es una construcción magnífica e imponente, un puente muy hermoso.

Para verlo desde abajo.

11 de septiembre.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Cumpliendo órdenes

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Robert ha quedado, así que me ha mandado (me ha mandado, realmente) a cruzar el puente de Brooklyn. Y le he hecho caso, aunque antes necesito un café, porque estaba durmiéndome en el Path. También necesitaba un baño, pero el del Starbucks de los bajos del Woolworth está roto. Argh. El plan para mañana es ir a la zona india de Journal Square y revelar fotos con Fernanda. Por la noche, Fer y yo hemos quedado para ir al Meatpacking de borrachera.

Voy a echar de menos a esta gente. Voy a echar de menos este lugar.




Camino del puente de Brooklyn, aprovecho para ver las esculturas que permanecen ahora en el City Hall Park, el Ayuntamiento, el Municipal Building, la Tweed (de reformas) y la Surrogate Court. Para variar, me pierdo, pero me encuentro con otra instalación y con un chico haciéndole fotos a otro. Él me da permiso. Se llama Sean. Es músico y lo canta todo, dice, aunque yo me temo que se pasa más tiempo en el gimnasio, porque los músculos se le marcan en todo el cuerpo. Charlamos un buen rato y Sean me da su correo para que le mande las fotos. Es de Londres y en febrero va a España para actuar, dice, pero ahora vive en Nueva York.




Hoy es 11-S y yo no me acordaba. Cuando salgo del Path, hay un montón de policías y de personal del Ejército. También hay flores en las verjas que acotan el complejo de torres que se van a construir (cómo quedará el nuevo perfil de Manhattan es algo que se puede ver en Vessey Street). Y una concentración de gente con pancartas: "Odiar al Islam es racismo". Los turistas -el resto de turistas- les hacen fotos a las flores. Yo no, porque me da mucha pena.

11 de septiembre.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Tamales y coyotes

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Voy a aprender a hacer tamales. Se ponen los tomates a hervir, para que se puedan pelar. Se parten en cuatro los jalapeños. No se le quitan las pepitas, porque les da sabor (les da picor, más bien).

Cuando uno se quiere largar, busca a un coyote y se lo dice.

En una sartén grande se echa aceite, se ponen los chiles y cebolla en rodajas y se fríe todo junto hasta que está blandito, pero no mucho. Con sal, por supuesto. Y se le echa epazote, que es como el perejil, pero no es perejil.

Hay un coyote en cada pueblo. Él se encarga de reclutar a la gente.

Los tomates, pelados, y al menos diez dientes de ajo, a la batidora. Con un trozo de cebolla y sin agua. Se muele. Y se echa en la sartén o en la olla donde están los jalapeños. Se prueba, para rectificar de sal, y nos bebemos uno o dos vasos de agua porque aquello pica que no veas.

Te cobran unos 1200-1700 euros. Los niños, igual que los mayores.

Mientras tanto, Robert hace tortilla de patatas. Con cebolla (tenemos una discusión al respecto: me encanta la tortilla de patatas y me encanta la cebolla en todas sus maneras: cruda, crujiente, pochada, caramelizada... Pero la tortilla de patatas con cebolla no la soporto). Y con aceite de maíz.

La mayoría de las veces, alguien de la familia tiene que hacerse cargo del gasto. Suelen estar ya al otro lado.

Se coge después el paquete de maseca y se echa en un cuenco. Con bastante sal y bastante agua: la que admita. Se amasa con las manos: ha de quedar blandito. Y se le echa también manteca de cerdo. Todo a ojo.

El viaje dura mucho porque hay que atravesar el desierto.

Luego se coge el queso, queso fresco, en barra, y se corta en tiras. Se lavan muy bien las hojas de maíz, porque a veces traen gusanitos. Se pone una hoja de maíz, se le echa la masa, se extiende, se pone queso, y luego se coge un chile, cebolla y epazote de la olla de antes, la del guiso de tomate. Se llaman tamales de raja porque al chile se le llama raja.

Ocho días caminando: se duerme por el día, se anda por la noche.



Los tamales se colocan en un plato, bocabajo, con el cierre hacia abajo, quiero decir, hasta que estén todos hechos. Ahora se pone una olla alta con una rejilla, porque se van a cocer al vapor.

Cuando se llega a la frontera, toca correr y correr. La última vez pasaron todos. A veces no pasan todos.

La olla se tapa. Se puede poner una tapa o se pueden poner las hojas de maíz, que son duras, y hay que suavizarlas bajo el grifo.

Una vez dentro, ya no puedes salir.

La tortilla de Robert, para ser de un guiri, estar hecha con aceite de maíz (que cuece más que fríe) y llevar cebolla, no está del todo mala.

Si uno quiere ir a su casa para ver a su gente, tiene que volver a pagar a un coyote, volver a cruzar el desierto y volver a soportar la balacera.

Los tamales pican. Horrores, pican. Los chiles nos salieron bravos.

Aquí les esperan trabajos mal remunerados, alquileres altísimos y jornadas maratonianas.

Bebemos zumo de papaya natural (yo) y cerveza (ellos).

En el Primer Mundo, el que se quiere ir de ilegal a Estados Unidos se va en un avión y espera a que se le caduque el visado.

Escuchamos a Vicente Fernández y nos reímos.

Luego hablaremos mucho. De esos niños que están entre dos mundos: the go-betweens, los llamó John A. Riis. Saben inglés, les traducen a sus padres, que no acabaron la primaria generalmente en su país y que no aprenden el idioma, ni saben leer las notas de clase. De que mi padre se murió hace tres años y no le vi. De que a lo mejor mi marido se larga a tomar una cerveza y a echar una cana al aire, claro, mija, porque los hombres son así (no, hostias, no son así) y yo ya le he parido hijos (porque en ciertos sitios, claro, los hijos se le paren a él). De las sesiones de telenovela y las seis comidas al día frente al sofá. De los guetos. De la falta de curiosidad, porque no puede haber curiosidad si has trabajado catorce horas y luego tienes que bregar con niños pequeños. De los seguros médicos. De la falta de legitimidad que tienes para opinar porque tú no sabes qué es morirse de hambre. De las diferencias. De la integración, la multiculturalidad y su puta madre.

Donde yo vivo no hay ingredientes para hacer tamales.

11 de septiembre.

sábado, 27 de noviembre de 2010

The Colossus

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Sonny Rollins cumplió 80 años hace tres días. Hacía un trienio que no tocaba en Nueva York. A mi lado, dos franceses. También un adolescente oriental y, sobre todo, mucho maduro bebiendo whisky. El agua que llevaba la he tenido que tirar en la papelera, pero dentro venden alcohol a raudales.




El Beacon es dorado. Muy dorado, con un moral de montañas y una mansión greek-revival. Escribo de pie, observando a la gente. Fuera, muchísima seguridad. Dentro, muchísimo bullicio. Jóvenes treintañeros con sombrero de ala ancha, muchos cuarentones entrecanos interesantísimos y, sobre todo, aunque no sea sobre todo porque no es la mayoría (pero sí es en lo que me fijo) mucha señora mayor. Mucha señora negra y mayor, muy mayor, 70-80 años, con la cara luminosa. Antes ha pasado uno de los músicos tocando la trompeta en el coche. La media de edad es alta: la gente que ha crecido escuchando a este señor. Me acuerdo mucho de mi hermano Nacho, de Javi del Barco y de Juan. Yo seré sus ojos, pero sus ojos y sus oídos hubieran sido mucho mejores que los míos.




A mi lado pasa un anciano, caminando muy lento. Detrás de mí, un tipo idéntico a Quincy Jones, cuando Quincy Jones tenía treinta años menos.

Es un público interesante.

Yo estoy disfrutando ya.




Lo que no sé es si voy a disfrutar del concierto o no. Son las ocho y cuarto y sigue entrando gente. El Beacon, por dentro, es de lo más ampuloso: sigue siendo dorado, claro está, sillas burdeos, techos de tela y dos estatuas (doradas) a ambos lados del escenario. Compré una entrada de orchestra sin que me dejaran elegir asiento, así que estoy en uno de los laterales, en la tercera fila. En teoría es un buen lugar, hasta que se sienta gente delante. En primera fila, hay un señor en silla de ruedas (una silla de ruedas alta, claro está); a mi lado, los fotógrafos de prensa (con unos teleobjetivos inmensamente grandes, más de lo que yo haya visto nunca "al natural") y delante de mí otro señor bastante alto y su mujer, una rubia cardadísima. Hay peinados que deberían estar prohibidos porque restan visibilidad. De todos modos, es que realmente no saben cómo construir teatros. Los respaldos de los asientos deberían sobresalir de la cabeza y cada fila, bastante más alta que la anterior. Si no, se corre el riesgo de que ocurra lo que me pasa a mí: que comienzo a cabrearme antes de que empiece el espectáculo.




Este público es raro, definitivamente. Unos comienzan a aplaudir (falsa alarma); otros están en pie todo el tiempo y, lo que en el Marquis era un acomodo rápido y eficiente, aquí es una empresa imposible.





***

Salió. Salió arrastrando los pies, vestido de blanco y negro, con una camisa muy grande y el pelo blanco y rizado.

Yo había pensado que no podría tocar. Que tiene 80 años y sus pulmones no le responderían. Javi me había dicho que soplaba ayudándose de la dirección de sus pasos: andaba y soplaba. Él lo vio en Sevilla, a los 78.

Hoy no. Hoy se dirigió a la otra punta del escenario, se metió la boquilla y comenzó a tocar. Patan Jali. Un sonido limpio, diáfano. Nos sentamos. Nos habíamos puesto todos de pie en cuanto le vimos aparecer.



En el cartel estaban anunciados Jim Hall, Christian McBride y Roy Hargrove. Pero hubo más, porque el coloso cumplía ochenta. Hubo más y fueron casi dos horas de concierto. La gente hacía fotos y, por primera vez, no me importó. Yo también saqué mi cámara, cambié el objetivo en la oscuridad y me puse a disparar como podía. Hasta que me riñeron. Guardé la cámara hasta el final, cuando estaban todos juntos encima del escenario, para los bises.

Sonny Rollins, uno de los mejores saxofonistas de todos los tiempos, estaba allí arriba, en el escenario del Beacon, con su acústica límpida, vendiendo más camisetas, a la entrada, que cualquier grupo de hard rock. Y yo estaba allí.



Yo estaba allí para no enterarme de nada cuando lo escuchaba hablar (ni con él, ni con su presentador, Stanley Crouch: sólo palabras sueltas, ideas), salvo cuando presentó a un "joven" guitarrista. Esta gente no tiene Parkinson, pensé. Es más: a estos tipos les quitas la posibilidad de reunirse con los amigos a tocar, de establecer diálogos entre saxo y bongos, entre saxo y trompeta, como el que se marcó con Roy Hargrove... de hacer el gamberro, además, como cuando Jim Hall y él jugaban a afinar la guitarra... de volverse hacia los compañeros, de mirarlos tocar y chasquear los dedos, como hacía Rollins con su banda, bailando con el cuerpo y con las manos... a esta gente les quitas eso (la posibilidad de acariciar un contrabajo como lo hace el disfrutón Christian McBride; de marcarse un solo de batería totalmente gamberro -"aquí tienen a uno de los mejores baterías del mundo", lo presentó Sonny Rollins, a Roy Haynes-) y se morirían, pienso.



Creo que el jazz es muy comunitario. Yo no entiendo mucho de maneras de tocar, de ejecución, de fraseos. Pero sí sé lo que viví. Viví a todo el Beacon poniéndose en pie cada vez que acababa un tema, enfervorecido, riendo, aplaudiendo, rugiendo y gritando. Y yo con ellos.

Sobre todo cuando presentó por sorpresa a Ornette Coleman y nos quisimos morir. Qué dúo mano a mano (Sonny moon for two, además), qué manera de dialogar entre ambos, a ver quién da la nota más larga, esa forma de mirarse los dos (nunca antes habían tocado juntos), Rollins yéndose al extremo menos iluminado del escenario para dejarlo solo, para dejarle tocar y volverse un espectador más que se mueve al compás de la música de su colega y que aplaude y se ríe.




Llamo a mi hermano Nacho por la mañana, pero no está, así que no puedo contárselo. En el metro reviso las fotos: creo que hay algunas muy buenas, aunque las hice en automático y con el ISO a 1600 (espero que en el ordenador no aparezcan con demasiado ruido: hay alguna de Roy Hargrove que querría tratar en blanco y negro. A Robert le han gustado, pero dice que tengo que recortarlas porque les sobra aire). Estaba sentada y las hice como pude, entre aplauso y aplauso, entre grito y grito y baile y baile.

Llegué a casa a las once y media de la noche, tarareando los temas del concierto y con una sonrisa perenne en la boca.

Qué manera de tocar.

10 de septiembre.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Smile

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Es distinta, sí, la gente que hay aquí de la que iba caminando por el Upper East Side. En el Alice's Tea Cup de allí los padres eran, sí, de los de té a las cinco en punto de la tarde. Aquí he llegado en medio de un cumpleaños y las camareras les estaban poniendo brillantina en el pelo, con una brochita, al más puro estilo Peter Pan, a dos niñas disfrazadas con alitas de hada, muy revoltosas y divertidas. Pero sobre todo hay parejas de amigas. Cenando (son las seis de la tarde) o tomando tarta. Y mucho té.



Antes de venir, me hice una lista de lugares imprescindibles. Emplazamientos que debían tener la prioridad más absoluta. Varios de ellos eran museos: el MoMA, el Metropolitan, el Guggenheim (me he perdido a Kandinsky), la casa de Alice Austen (me niego a perderme por Staten Island otra vez) o hacer fotos nocturnas desde el Empire o desde el TOR. Pero no contaba con las vistas desde Jersey City, ni con echar una mano en el Legal Grounds un sábado, o acompañar a Robert a la lavandería o en pasarme alguna hora nocturna sentada en la alfombra con Boule a mis pies, dando vueltas para que le rasque la barriga. Ni, sobre todo, contaba con que me iban a gustar tanto las calles de esta ciudad. Sólo las calles, con sus edificios imponentes (¿cómo sería, qué pensó la población cuando construyeron los primeros rascacielos? ¿qué impacto cuando se colocó la antena del Empire, por ejemplo, con tantísimo secreto para derrotar al Chrysler?), con su vida apresurada, sus letreros curiosos, sus carteles, todos los gadgets que pueda uno llevar en la mano, los perros (hay que ver lo que socializan los perros); los bares donde sirven buen café, con la crema haciendo dibujitos, los obreros saludándote cuando pasas, los edificios judíos con sus mezuzás en las puertas y sus letras hebreas tan hermosas (el Café Mocias cierra por Rosh Hashaná: estarán comiendo manzana con miel), las librerías de cómics (ayer pasé un buen rato en la Jim Hanley's Universe), esa Strand en la que perderse o la McNally Jackson Books, tan colocadita, y la Westsider y los teatros y un parque en cada esquina y esa manera de integrar a las mascotas y a los niños en la vida cotidiana.






A mí me han enamorado las calles de esta ciudad en la que llevo doce días y medio y de la que sigo pensando que no he visto nada. Nadie va a creer que no me ha dado tiempo a ir a un museo o una Misa gospel y, realmente, es que no me ha dado tiempo: ¿cómo perderse las construcciones señoriales de Riverside Drive? ¿Cómo no ir a Queens, aunque sea un día? ¿Dónde colocar Central Park, ahora que el calor ha dado paso a un fresquito más que considerable?

Necesito más tiempo, mucho más tiempo, y unos pies nuevos.

10 de septiembre.