viernes, 28 de junio de 2013

Orgullo

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"El lenguaje es violencia". 
Toni Morrison.

Yo era muy pequeña para acordarme de las manifestaciones de los 80, cuando la policía corría a gorrazos a todo el que se atrevía a salir a la calle. Lo ha contado Jordi Petit muchas veces. Ha contado el proceso por el que, del miedo, se pasó a las carrozas coloridas. A los que otros llaman circo pero que a mí me encanta porque aprendí lo que ocurrió durante los años del medio. No solo porque lo leí. Lo aprendí porque mi amigo más viejo (me lleva 38 años) me lo contó, muchas veces: cómo se exilió y cómo lo juzgaron y bajo qué bandera.

Han cambiado las cosas, pero no han cambiado tanto. Lo sé porque he dado clases y porque dediqué una a responder a dos adolescentes que dijeron -el lenguaje es violencia- que los homosexuales "son unos enfermos". Y me encontré hablando de LeVay y de Monique Wittig y de Judith Butler y de la construcción de la sexualidad y del heterocentrismo y me acordé de un amigo que un día, entre risas, me dijo: "Esto es como ser judío en la Alemania nazi".

Wikipedia.

Eso fue antes de pasarme 29 horas seguidas (mi café más largo, hasta la fecha) hablando con otro sobre cómo decirlo y cómo asumirse. Hablando sobre lo de siempre: el yo sexual, el porno como terapia identificatoria, el heterocentrismo, el discurso que te dice (porque te lo dicen otros) cómo tienes que ser, si tienes que tener pluma, ni no tienes que tener pluma, las butch, las femme, la construcción del género, las dinámicas que crea el colectivo -porque las crea- y todo lo demás.

"Nunca hubiera imaginado que tú fueras tan queer". Eso lo tengo escrito en un ejemplar que me regalaron de Teoría Torcida. Ha sido uno de los mejores piropos que me han dicho nunca. A mí, que llevo tres décadas luchando con(tra) el concepto de femineidad.


Tengo un radar para el machismo y la homofobia. Al fin y al cabo, son lo mismo.

No está todo hecho. Ni yo lo veré. Pero hoy pienso en unos cuantos de mis amigos y me alegro, me alegro mucho, porque hace diez años era todo mucho peor.

jueves, 27 de junio de 2013

La utopía

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Tarde o temprano, me recordó Ignacio Ramonet un día, todo imperio perece. Yo estuve allí. Fui allí sin tener mitificada la ciudad, porque yo mitifico muy pocas cosas (amo muchas, ciertamente) y porque, además, mi memoria visual está ligada a mi memoria orgánica. Ahora, veo una película y reconozco un edificio de la calle 37 y me reconozco también y reconozco a la yo que fui allí.

Hoy he leído un texto. Se llama Cuando el destino nos alcance, se escribió en la New York Public Library (donde yo compré un libro de poemas) y me he encontrado recordando a las víctimas del sacrificio (las mías tienen nombre y apellidos) y esa capacidad de cohabitar sin convivir que tenemos todos.



Yo hice tamales en Nueva Jersey.

Yo hice tamales en Nueva Jersey, aprendí el sobrenombre de un par de coyotes y me pasé 20 días diciéndole a una persona a la que quiero que se largara de allí. Asistí a la preparación de un reportaje sobre la privatización encubierta (y no tan encubierta) del sistema educativo. Vi a todos los operarios cargando cajas: no había ningún blanco. En el Dakota sí. El portero era blanco y viejito. Supe que muchos de los problemas no vienen de la droga, sino de las seis cajas de pizza diarias y las telenovelas: para eso, no hace falta más que montarse en un autobús de Staten Island y ver a crías de 13 años embarazadas, carteles informando de los seguros de beneficencia y escuchar algunas charlas en las tiendas y en las estaciones de bomberos. 

Amo esa ciudad como amo la Sevilla de la que me sabía todos los puntos de venta de heroína y con qué la cortaban y los nombres de quien dormía en cada esquina. Porque también me aprendí alguna historia y porque vi una exposición sobre los derechos civiles en el International Center of Photography que me hizo sentarme en un banco y echarme a llorar de la vergüenza. Es la misma clase de vergüenza que sentí cuando leí, a los 8 o 9 años, Por qué no podemos esperar, de Martin Luther King. La misma que tuve en el Altiplano argentino. El mismo asco.


They asked us questions. How much is two and one? How much is two and two? But the next young girl also from our city, went and they asked her How do you wash stairs, from the top or from the bottom? She says, I don't go to America to wash stairs.

Pauline Notkoff, judía y polaca, 1917.

Eso lo apunté en Ellis Island. Creo que es uno de los mejores textos sobre la dignidad que me he encontrado jamás en una pared.



Pero, al mismo tiempo, lo dije cuando fui a ver la exposición de Hopper, en mis dos viajes a América del Norte (Canadá, Nueva York) he tenido la impresión de que estaba a medio hacer. De que esa construcción de América que han reflejado tantos -Hart Benton, por ejemplo, o el mismo Hopper, con sus escenas portuarias, o Charles C. Ebbets o Margaret Bourke-White-, no ha acabado todavía, porque su historia es cambiante y solo bien entradas varias décadas del siglo XX surgió el movimiento conservacionista. La América donde todo es grandioso: las casas, los parques, las montañas, las hamburguesas, los cafés y las avenidas, los diners y los moteles de carretera.

La utopía, sí. La utopía que no abarca a todos, pero que todos van buscando. Y esa sensación personal, mientras ves el Canal Morris, cuando estás en un teatro escuchando a Frank Sinatra, cuando buscas la casa de Willa Cather y la de Mark Twain en Greenwich Village y te tomas un vino blanco en un japonés, o hablas con el camarero de la Pete's Tavern o escuchas hablar de política en el Tompkins; esa sensación personal de que perteneces a un sitio en el que no has vivido nunca y del que vislumbras su potencia, la violencia de los cimientos y los porqués... esa sensación no desaparece. La conciencia de que todo es grande pero allí tienes el mundo conocido en la palma de la mano. Esa conciencia que se tiene a los veinte y que te hace recordarte a ti, como eras allí, cuando alguien escribe lo que está viviendo en Nueva York ahora mismo. Tres años después.

Echo de menos caminar hacia el agua. 

viernes, 21 de junio de 2013

Kim Thompson

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My heart just can't take this. Sorry to be emo, but fuck you cancer, fuck you fuck you fuck you
Janice Headley.
Kim Thompson por Michael Netzer.

Se murió Kim Thompson. El mecánico, decían. Me lo ha recordado hoy El Tío Berni, Alberto, que es del grupo de personas que conocí en Twitter hace ya ni sé. Este señor fue una de las personas sin las que el cómic ahora (industria, editoriales, autores, lectores) no sería lo que es. Yo me enteré el miércoles, el 19 de junio, justo después de hablar durante una hora con Jordi, cuando estaba a mitad de lectura de Esquirlas: enfrascada en la guerra de Bosnia, en el entrenamiento militar, intentando comprender a una madre fumadora y medio loca, abrí el Twitter en un descanso y ya no pude leer más.

Qué pena, coño.

Eso escribí.

Nadie ha dicho nada. En ningún medio generalista ha aparecido nada. No lo entiendo. No lo entiendo en absoluto y estoy hablando como periodista. El día que se muera Louise Cooper* y yo me entere diez siglos después, porque nadie diga nada tampoco por mucho que me guste a mí esa señora, lo entenderé. De verdad. Es una escritora de literatura fantástica, un tanto hippie, traducida pero sin ventas millonarias. Vale. Lo asumo. Quizá yo la nombre (informar, formar, entretener) por aquello de que a lo mejor alguien se enamora de Tarod como yo. Pero ¿que nadie, absolutamente nadie, en esos medios con sus secciones de cómics, le dedique una sola línea a Kim Thompson?

Kim Thompson por Chris Ware.
Yo le quise hacer un reportaje. Y llamé a los cercanos. A Alberto, a Montserrat Terrones, que hablaba con él día sí y día también cuando trabajaba en La Cúpula y me escribía -esta mujer tiene tiempo para todo- no solo para enviarme las novedades, sino para decirme: Te voy a mandar esto, que te va a gustar (nunca le agradeceré lo suficiente el Intimidades, de Leela Corman). A Gerardo Vilches, que es mi amigo. Y a Álvaro Pons.

A Álvaro lo entrevistó un compañero mío antes de que yo me hubiera atrevido siquiera y eso que consiguió el teléfono porque yo, con Álvaro, intercambio correos y mensajes asiduamente desde hace más de un año. Pero, ¿llamar? llamar da vergüenza.

Hay partes importantes en la trayectoria de un autor de las que nunca se habla. De los traductores, por ejemplo. De los editores. Un editor, si es buen editor, construye una carrera, guía, apoya, marca el camino, acota la creatividad si se te va de las manos, critica y orienta. Y así, con eso, se hace uno de un catálogo en el que están Charles Burns, Chris Ware, Art Spiegelman, Alison Bechdel, Peter Bagge, Robert Crumb, los hermanos Hernandez y Peter Kuper. Por ejemplo.

Y eso es lo que no entiendo que no aborde como se merece ningún medio de comunicación con más medios y más fuentes.

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Sí, vale, quejica, pero ¿quién era este tío?

Y en inglés, en The Comic Reporter, un recopilatorio. Y los autores.

*Louise Cooper, si es que ya lo sabía yo, murió en 2009. La actualidad y yo, esas grandes desconocidas.

miércoles, 19 de junio de 2013

40

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Jordi en acción, hace un par de años.

Ese tipo de ahí arriba es, posiblemente, la persona a la que más admiro. La primera vez que le dije te quiero fue durante una bronca. La primera vez que me lo dijo él a mí ocurría algo parecido. Hace unos meses, en septiembre de 2012, yo, que conozco el miedo mejor de lo que conozco cualquier otra cosa, andaba envuelta en pánico, el pánico más atávico, más real y más terrible que he sufrido jamás, volviéndome experta en síndromes extraños, en estudios genéticos en inglés, francés y español; en conexiones neuronales, en palabras técnicas y en enciclopedias de medicina. Me cogió de la mano y me arrastró a la cordura. Mi salud mental, los meses que siguieron, se la debo a él.

También le debo otras cosas. Que me hiciera investigar sobre fotografía, sobre las conexiones de la fotografía con la literatura y sobre la imagen como arte, y parte de mi capacidad analítica al abrir los ojos. Me gusta su manera de mirarme a mí. De cachondearse cuando le digo que no soy capaz de hacer algo. Esa fe.

Vive a más de 700 kilómetros. Nos hemos visto dos días, hace mucho. Organizó una quedada tremenda con alguno de mis fotógrafos imprescindibles, me llevó a una librería (hay muy poca gente con la que yo entre en librerías) y me mostró una luz hermosa que salía de un callejón. Le regalé un libro. Si ocurre algo grave (y han ocurrido un par de cosas o tres en todo este tiempo), se entera y me entero y estamos, que es lo único que se puede hacer cuando hay naufragios y hay tormentas. Alzar al otro, o confortarlo. 

Pertenece a ese grupo de personas a las que conocí de la manera más azarosa posible y se quedaron durante años. Mi vida, sin él, sería mucho peor.

Hoy cumple 40.

Algún día le haré un retrato que merezca el nombre. Y algún día le haré una foto a Pau.

Felicidades, niño. Por mucho tiempo.

miércoles, 12 de junio de 2013

Poesía

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Fui a Florencia pensando en que Rilke había estado allí antes que yo, decidiendo cuál iba a ser su futuro, intentando mirar como él miró al Perseo de Cellini, teniendo miedo de mis propias respuestas después de un abandono. Esta tarde he estado hablando de poesía. He estado recordando a Ángel Campos Pámpano, con sus amigos (escribir tal vez sea comparecer ante los otros / con los ojos más limpios). Me han estado recitando versos Basilio Sánchez (no hay nada razonable que no tenga una fuga) y José Manuel Díez (nunca más hablaremos de las cosas que amamos) y Miguel Ángel Lama y he amado Cristalizaciones y Baile de Máscaras lo mismo que antes amé 42, La caja vacía, Entre una sombra y otra. La periferia que es Extremadura, cómo el lugar inscrito te compone a su modo, por qué el íntimo misterio de una búsqueda, el mejor conocimiento que uno tiene de uno cuando lee lo que ha escrito.



Hoy he hablado de cosas de las que no hablo con nadie. De que a veces me aprendo poemas enteros, de que puedo recitarlos, íntimamente, por la calle. De Verlaine y de Rimbaud y de Llueve sobre los muros de la ciudad, que yo recité, también, cuando tenía 13, una noche de lluvia (Il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville). De lo bien que escribía Pardo Bazán (hay mil corrientes en mi pensamiento que solo contigo desahogo). De los hermanos que te conducen a libros.

Pero no les he dicho que fui buscando a Rilke.

jueves, 6 de junio de 2013

El sector impenetrable

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El periodismo cultural es muy raro. Siempre habrá personas, en la misma redacción, en cualquiera de las redacciones en las que puedas trabajar, que cuestionen cuál es tu concepto de eso tan amplio que se llama "cultura": por qué no incluyes gastronomía, moda o toros. Por qué quieres una entrevista con Manolo Escobar pero no con David Bisbal. Por qué Carlos Cano sí, siempre y por qué Pío Moa no, nunca. Por qué algo merece ser incluido y con otros algo ni te lo planteas. Por qué este poeta que ha publicado tres libros sí y aquél que lleva diez nunca aparece. Si las cosas son buenas solo porque a ti te parecen buenas.

Cuando entrevistas a alguien (y yo llevo unos cuantos pesos pesados, desde Antonio Gamoneda a Federico Luppi, desde Antonio Colinas a Achille Bonito Oliva, desde Gervasio Sánchez a José María Pou, Tomás Segovia, Blanca Portillo, Clara Janés, Román Gubern, Amparo Baró, Rafael Chirbes, Enrique García Asensio), siempre sabes que esa persona es mucho más lista que tú. Es más lista, es más inteligente, está acostumbrada a que le pregunten idioteces y siempre lo mismo y se enfrenta a las entrevistas porque la promoción es necesaria.


Nunca se nota. Gamoneda me miró un día y me dijo que le había hecho una pregunta muy inteligente; Luppi suspiró y dijo que mi primera cuestión era bastante compleja de contestar; Antonio Colinas salió de la entrevista y le preguntó a Luis Sáez, asombrado, de dónde habían sacado a esa niña. Ángel Campos Pámpano se asombró de que una becaria de 22 años supiera tanto de poesía y escribiera tan bien.

Esos son mis triunfos. Mis palmadas en la espalda. Las cosas que recuerdo cuando me enfrento a un tema o cuando me entra -porque me entra, porque yo soy insegura- el pánico terrible al "buenas noches" y a tener que empezar una charla con alguien con quien no he hablado nunca.

Alguno se asombra porque debe de estar acostumbrado a hablar con periodistas que no se han leído su libro. Nadie da por hecho que yo no haya leído nada en la vida. O que no sepa el significado de la palabra "expresionismo".

Salvo en un apartado.

El cómic.

El primer libro del que tengo conciencia es un volumen de El Hombre Enmascarado por el que supe qué era el ámbar gris. Me lo puso en las manos un señor de cincuenta y largos, supongo, que hizo las veces de abuelo y que murió. También me regaló a Flash. Luego, cada vez que nos poníamos enfermos, mi madre traía a casa a Spiderman, El Caballero Luna, Capa y Puñal, El Castigador, Batman, La Patrulla X, Los Vengadores, Ojo de Halcón, El Motorista Fantasma, El Capitán América, Spirou o Corto Maltés.

Esa gente es mi familia. Crecí amando a Wanda Maximoff y odiando a Cíclope. La primera vez que me di cuenta de que un tío era guapo fue viendo una viñeta de Spiderman, con un Peter Parker ya crecidito, vestido con un jersey azul de cuello vuelto, cuando Veneno no era Veneno siquiera. Recuerdo, como si fuera ayer, la primera vez que vi la cara del Doctor Muerte, de qué manera exacta se da cuenta Bernie Rosenthal de que Steve Rogers era el Capitán América y asistí con pavor infantil a la primera pelea de Ororo y Kitty Pride. Quise ir a Nueva Orleans y supe qué era un cajún gracias a Gambito, mucho antes de haber escuchado nada de jazz y, por supuesto, mucho antes de Treme y de Louis Armstrong. Crecí leyendo nombres como Chris Claremont, Stan Lee, John Buscema, Joe Kubert, Jack Kirby, Frank Miller, Alan Moore, Julián Clemente y Trajano Bermúdez.

Cuando estoy jodida, respiro y me repito como un mantra una frase de Lobezno.



El volumen más antiguo que se conserva en mi casa, de mi infancia, es El vástago de los 4 fantásticos, que se publicó en 1980.

Yo tenía cuatro años.

Según mis padres, llevaba un año y medio leyendo. Este mes hago 37. He leído cómics desde que puedo recordar y nunca he dejado de leerlos. Nunca. Jamás. Si no los compraba porque no los encontraba, los releía. Me sé Dios ama, el hombre mata de memoria.

Luego llegaron los demás. Llegó Seth y llegó Ware y llegó Satrapi y llegó, claro que llegó, el Watchmen y el From Hell, y Enrique Corominas y Carlos Giménez -a los que también he entrevistado- y Paco Roca y Fermín Solís y Harvey Pekar y Pablo de Santis y Juan Sáenz Valiente. Y no llegó Will Eisner porque también crecí con Spirit. Y con Blueberry. Y con Astérix y La pequeña Lulú.



Nunca lo vi raro. Ni cuando mis amigas se asombraban porque yo leía cómics de superhéroes y jugaba a indios y vaqueros. Ni cuando seguía coleccionando en la Facultad. Ni cuando, ahora, me recorro las tiendas de cómics con Nerea, en cuya casa están Píldoras azules o El Vecino, amén de muchos otros. La primera persona que me habló de Persépolis fue Begoña.

Todos mis amigos lectores leen cómics, novelas gráficas, tebeos o como lo queráis llamar. Los no lectores no leen.

Para mí es tan natural como abrir un libro de Pessoa. Me enamoro de Athos lo mismo que me enamoré de Danielle Moonstar.



Pero siempre que entrevisto a un comiquero da por hecho, siempre, que yo no he leído cómics en la puta vida.

No sé por qué es. No sé si es porque tengo 37, porque me río en las entrevistas y me lo paso muy bien, porque soy mujer, por mi voz. No tengo ni la más remota idea.

Pero ocurre. Desde el editor que te dice: "Pero los que leemos cómics tenemos otro punto de vista diferente a los que no leéis" hasta el que te responde a una pregunta con un "es que si no estás acostumbrada a leer novela gráfica, a lo mejor los tebeos te cuestan". O el que se asombra porque he nombrado a, yo qué sé, Vindicador.

La primera vez me sentí tan ofendida que pusieron mis balbuceos en un resumen de gazapos de la radio.

Luego te acostumbras.

Te acostumbras, pero te jode igual.

Y también piensas, que es mucho peor: y yo para qué coño hago esto. Para qué llamo a tres tíos distintos cuando se muere Moebius para una noticia de un informativo de mediodía en una cadena regional y generalista en la que podría hablar de Bisbal, es un poner. Porque yo trabajo en Extremadura, con unas características socioeconómicas que no hace falta explicar. Trabajo en una comunidad en la que, si pongo "semiólogo" en un titular, me lo corrigen y escriben "autor".

Y, trabajando aquí, para un público de aquí, elijo hablar del Graf, que se celebra en Barcelona, a.k.a. donde Cristo perdió el mechero. Y cierro un informativo con la muerte de Josep Maria Berenguer y siempre, siempre, hablo de los Eisner y de los Harvey, lo mismo que hablo de los Oscars y reseño el Salón del Cómic de Barcelona. Cosa, por cierto, bastante complicada, porque en los medios generalistas, de los que me nutro, nunca se habla de autores y sí de exposiciones y tonterías, así que termino completamente cabreada y pensando que la imagen que va a tener la sociedad, si yo no lo remedio, es que un Salón del Cómic es un carnaval lleno de niñas pintadas como japonesas y vestidas con minifaldas.

Imagen de La Vanguardia.

Hago todas esas cosas en mi trabajo, hablo de tebeos quinientas veces más de lo que hablo de danza o de fotografía, pero, cuando hablo con alguien que edita cómics, hace cómics o guioniza cómics, da por sentado que yo no tengo ni puta idea.

Bueno, sí: no sé quién entintó Días del futuro pasado. Ni sé en qué año se publicó el primer Tintín. Ni me importa una mierda.

Nunca me ha hecho falta decir que sé cómo se escribe e. e. cummings o que sé quién es Auden y que he leído a San Juan de la Cruz 538 veces cuando hablo de poesía con un premio Hiperión. Tampoco me ha hecho falta decir que leo ensayos, columnas periodísticas, artículos, relatos cortos, tratados filosóficos de Heidegger sobre arte o fanzines. Nadie da por hecho que yo estoy fuera. Salvo en el cómic.

Eso me dijo una vez uno: "Los que estáis fuera".




Pero luego, en los blogs de cómics, lees que hay que conseguir nuevos lectores, casi como un imperativo legal. Porque al cómic le pasa lo que le pasa a la poesía ("es que escriben raro") o a la música clásica ("es que tienes que saber  solfeo para escuchar a Rimsky-Korsakov"). Con el añadido de que, en un magazine, te tienes que poner a explicar que los tebeos no son para niños, lo mismo que explicas por qué Tom Sawyer es, y no es, una lectura de infancia únicamente. Qué se le va a hacer: hay gente así.

Es bastante agotador. A mí me ha resultado, con los años, tan agotador, tan cansino, que la mitad de las veces dejo el cómic y su mundillo para los cierres de los informativos y, en el programa, me dedico a entrevistar a los que ya saben que yo no me encontré una viñeta ayer. Y entonces agradezco íntimamente -y en público- que la vida me haya puesto en el camino a un Enrique Flores, a un Fermín Solís, a un Gol, a un Pedro Camello, a un Borja González Hoyos o a un Fran Aguilera.



E intento analizar. Por qué la gente del mundillo se pone tan contenta cuando el Salón del Cómic es portada de la sección de cultura de un periódico generalista, aunque solo hablen de exposiciones y de robotitos, pero luego es tan impenetrable. El 90 por ciento de las veces pienso que la gente quiere algo así como un mundo del cómic de gran tirada en el que se venda mucho para que la industria esté sana y lozana pero en el que, por supuesto, haya un reducto de gente que es, desde luego, la que verdaderamente sabe de cómics. Como si esto fuera un universo paralelo al arte y la literatura conocidos, con unos códigos ininteligibles a los que alguien se puede acercar, que alguien puede rozar, pero no penetrar. Porque, por lo visto, hay que saber física cuántica para leer un dibujo y unas palabritas en un bocadillo cuando a mí nadie me explicó nunca que una nube significaba que el personaje estaba pensando.

Es cierto que ahora se habla de cómics en los medios generales. Muy a menudo, eso sí, en secciones distintas al resto de la información cultural, cosa que rechazo por muchas razones que no me voy a poner a explicar aquí porque creo que he dejado claras muchas cosas antes. Pero al menos se habla. Mi problema, como periodista cultural, es que, la mayoría de las veces, cuando me quiero informar de algo para contarlo (e informar de algo que sucede a miles de kilómetros) tengo que tirar de blogs especializados, que, salvo alguna excepción, están dirigidos precisamente a la gente del mundillo. Que aquí pasa como con los poetas: todo dios se conoce. Mucho dato. Poco feeling. Y, aunque sé que alguien me matará por decir esto, mucho intentar demostrar que uno, por favor, tiene un bagaje y, sí, conoce quién tradujo el decimoctavo cómic de Batman que se publicó en España y por qué este crossover no funcionó.





Pero tú, que estuviste todo el día morriñosa cuando se murió Joe Kubert lo mismo que estuviste morriñosa cuando se murió Delibes (con la salvedad de que, de Delibes, sí te atreviste a escribir y Dios te salvara de escribir algo sobre Kubert, a pesar de que lo conozcas mejor), lo sigues intentando porque... bueno. Cuando llegan los Reyes y tu hermano te regala Crónicas de Jerusalén y Malas ventas y tu madre llega toda emocionada porque ha visto Todo Umpah-Pah en la librería y te mandan correos para preguntarte qué cómic le comprarías a un tipo al que le gusta x o y, o qué te has leído últimamente y tú aprovechas para meter lo último que te entusiasmó de Astiberri o de La Cúpula, pues está todo igual de bien que cuando le recomiendas a un poeta que no lee novela que se pimple ahora mismo Como amigo, de Forrest Gander.

Porque esas son las cosas que tú haces aunque sepas que un programa de cultura no lo escucha ni Dios.