miércoles, 11 de enero de 2006

El Niño

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Kitt le acompaña cuando se pone, meneando la cola y esperando, paciente, el tiempo de empapar la jeringuilla y mover el émbolo en la base de una lata de cerveza. Pinta una cicatriz en el hocico, de cuando saltó una valla de concertina para socorrer a su amo, que discutía con la familia de la gitana que quiso llevárselo al huerto, y que se curó al aire, sin veterinario alguno, porque quien no tiene qué comer no tiene pa' pagar. Fran, el Niño, treinta años de calle mal aprovechados, recauda dinero para irse de vacaciones durante dos meses, en los que Kitt sigue recorriendo las calles de Sevilla, buscándose la vida educadamente y huyendo de los lazos de la perrera, por la acera y por la sombra. También escapa de los amigos de su dueño, para los que no hay otra ocupación que mortificarlo propinándole patadas, sin miedo a que ese pastor alemán enseñe los dientes porque saben que conoce la muerte que tendría si lo hiciera. Cuando regresa el Niño, tocan dos días de peleas y jaleos, quién le ha hecho eso al perro, que es la única compañía leal que tiene. Sólo entonces Kitt ladra, olvidadas ya todas las afrentas, feliz el alma de verle de nuevo.

Le recogió cuando ambos eran cachorros, hace siete años, y a menudo se pregunta quién faltará antes, si Kitt o él, porque la existencia de excesos que llevan los dos no ofrece demasiadas garantías. Siempre podría buscar a otro, pero esa traición no se le pasa por la cabeza. Incluso enmonado, Fran sigue siendo cariñoso y tierno.

Cuando le conocí, me regaló una postal de la Virgen Macarena y una fotografía en cartón del Gran Poder, a ver si nos ayudan en algo y me sacan de esta mierda, que me dedicó a vuelapluma con una letra limpia y clara. Es el único yonki que jamás me ha pedido dinero, ni tabaco, ni jeringas. Ni la calle ni el talego han conseguido transformarle la inocencia en amargura. El agua se la compra, porque se niega a molestar a los camareros, que podrían dársela gratis, están trabajando y bastante tienen ya con lo que tienen, y regresa del comercio con una bolsa de gominolas, que me tiende sin decir palabra, pero con una medio sonrisa lobuna en los labios. Luego se van, a lo suyo, quédate con el perro, que eres la única que me lo cuida; insulina nueva, supongo; no, pero es mía. Y regresa, diez minutos más tarde, con un punto en las pupilas, qué malo es esto, qué malo es esto. Cuando se le pase el subidón, tomaremos un café y podremos hablar tranquilamente, que es un desperdicio que un tío como él lleve la vida que vive.

Le vi en la Feria por última vez, de madrugada, maqueado y limpio. Me emborrachó gratis a base de manzanilla y flamenco y abrazos: me contó, todo orgulloso, que ha cambiado la insulina por la plata, que se ha hecho la prueba del sida y está libre por ahora y que este año no se va de vacaciones porque tiene que cuidar de Kitt y cada vez que regresa salen malparados. Me lo llevé a la sombra y le miré a los ojos, otra vez dos alfileres, y solté un bufido, anda que estamos buenos. Y levantó la cabeza, como tantas otras veces, yo de esto me tengo que quitar, te juro que me tengo que quitar…