martes, 30 de noviembre de 2010

El Puente de Brooklyn

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Es Sean quien me indica cómo llegar al puente de Brooklyn. Lo ando y lo desando. Yo tenía la idea de ir recitando a Walt Whitman (que, total, su Crossing Brooklyn Ferry bien podía haber ido dirigido al puente), que me parecía lo más romántico del mundo, ir por el puente de Brooklyn diciendo aquello de Others will see the shipping of Manhattan north and west, and the / heights of Brooklyn to the south and east; / Others will see the islands large and small; / Fifty years hence, others will see them as they cross, the sun half an / hour high; / A hundred years hence, or ever so many hundred years hence, others / will see them, / Will enjoy the sunset, the pouring in of the flood-tide, the falling / back to the sea of the ebb-tide. O a Kerouac. O a Maiakovski. O hasta a la Szymborska, que mira que me gusta esa mujer.

Pero el camino peatonal del puente (y el de las bicicletas: conviven casi cordialmente invadiendo los carriles contrarios: unos y otras) es elevado. Y es de madera. Y se alza sobre el suelo, que ya lo he dicho. Y sí: me acuerdo de Whitman, de todos modos. De Whitman, Maiakovski y Marianne Moore. Todo el camino.

Voy cagándome en la puta madre que los parió.

Porque yo tengo vértigo, señores. Y todos esos coches están debajo de mí y sus luces se cuelan entre los travesaños del puente y a mí me van empujando hacia la orilla todas las hordas de turistas con sari, sin sari, con pañuelos, con bermudas, con radio cassettes y con gorras luminosas. Y las maderas tiemblan y yo pienso que ese sitio ha aguantado siglos. Sin derrumbarse, aunque a su ingeniero, John Auguste Roebling, le diera más de un quebradero de cabeza y la obra la tuviera que comandar su mujer.

El camino de vuelta es mejor. El de ida, me lo paso pensando que quiero un novio que me tome de la mano en los momentos de pánico (una chica se ha mareado y la atiende un grupo de policías en uno de los bancos del puente). Yo sólo quiero un novio durante las zozobras. Pero, como no lo he tenido nunca, no lo tengo ahora y voy por el camino de no tenerlo, me digo que más vale sacar la cámara y disparar, mirar al frente y arriba, a la luna creciente, al Empire y al Woolworth, al perfil de Brooklyn y a los colores del atardecer, tan naranjas, tan rosas y tan violetas hoy (me recuerdan a los de Badajoz). Y olvidarme de las maderas que crujen, del puente que tiembla, de los coches ahí abajo y de los turistas a los que se les ha ocurrido hacer lo mismo que a mí un 11 de septiembre que además es sábado, y de las bicicletas haciendo sonar sus timbres a todas horas.

Pensaba ir a la Esplanade, pero es de noche, no hay un alma porque todos se han quedado en el letrero del puente que pone Welcome to Brooklyn, no hay ningún bar a la vista y no me queda otra que hacer andando de nuevo el camino de vuelta. Sudo a mares nada más comenzar.

Ahora ya en casa y con suelo firme bajo mis pies (relativamente, porque el edificio de Robert también tiembla cuando pasa mucho tráfico) pienso que sí, que es una construcción magnífica e imponente, un puente muy hermoso.

Para verlo desde abajo.

11 de septiembre.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Cumpliendo órdenes

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Robert ha quedado, así que me ha mandado (me ha mandado, realmente) a cruzar el puente de Brooklyn. Y le he hecho caso, aunque antes necesito un café, porque estaba durmiéndome en el Path. También necesitaba un baño, pero el del Starbucks de los bajos del Woolworth está roto. Argh. El plan para mañana es ir a la zona india de Journal Square y revelar fotos con Fernanda. Por la noche, Fer y yo hemos quedado para ir al Meatpacking de borrachera.

Voy a echar de menos a esta gente. Voy a echar de menos este lugar.




Camino del puente de Brooklyn, aprovecho para ver las esculturas que permanecen ahora en el City Hall Park, el Ayuntamiento, el Municipal Building, la Tweed (de reformas) y la Surrogate Court. Para variar, me pierdo, pero me encuentro con otra instalación y con un chico haciéndole fotos a otro. Él me da permiso. Se llama Sean. Es músico y lo canta todo, dice, aunque yo me temo que se pasa más tiempo en el gimnasio, porque los músculos se le marcan en todo el cuerpo. Charlamos un buen rato y Sean me da su correo para que le mande las fotos. Es de Londres y en febrero va a España para actuar, dice, pero ahora vive en Nueva York.




Hoy es 11-S y yo no me acordaba. Cuando salgo del Path, hay un montón de policías y de personal del Ejército. También hay flores en las verjas que acotan el complejo de torres que se van a construir (cómo quedará el nuevo perfil de Manhattan es algo que se puede ver en Vessey Street). Y una concentración de gente con pancartas: "Odiar al Islam es racismo". Los turistas -el resto de turistas- les hacen fotos a las flores. Yo no, porque me da mucha pena.

11 de septiembre.

domingo, 28 de noviembre de 2010

Tamales y coyotes

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Voy a aprender a hacer tamales. Se ponen los tomates a hervir, para que se puedan pelar. Se parten en cuatro los jalapeños. No se le quitan las pepitas, porque les da sabor (les da picor, más bien).

Cuando uno se quiere largar, busca a un coyote y se lo dice.

En una sartén grande se echa aceite, se ponen los chiles y cebolla en rodajas y se fríe todo junto hasta que está blandito, pero no mucho. Con sal, por supuesto. Y se le echa epazote, que es como el perejil, pero no es perejil.

Hay un coyote en cada pueblo. Él se encarga de reclutar a la gente.

Los tomates, pelados, y al menos diez dientes de ajo, a la batidora. Con un trozo de cebolla y sin agua. Se muele. Y se echa en la sartén o en la olla donde están los jalapeños. Se prueba, para rectificar de sal, y nos bebemos uno o dos vasos de agua porque aquello pica que no veas.

Te cobran unos 1200-1700 euros. Los niños, igual que los mayores.

Mientras tanto, Robert hace tortilla de patatas. Con cebolla (tenemos una discusión al respecto: me encanta la tortilla de patatas y me encanta la cebolla en todas sus maneras: cruda, crujiente, pochada, caramelizada... Pero la tortilla de patatas con cebolla no la soporto). Y con aceite de maíz.

La mayoría de las veces, alguien de la familia tiene que hacerse cargo del gasto. Suelen estar ya al otro lado.

Se coge después el paquete de maseca y se echa en un cuenco. Con bastante sal y bastante agua: la que admita. Se amasa con las manos: ha de quedar blandito. Y se le echa también manteca de cerdo. Todo a ojo.

El viaje dura mucho porque hay que atravesar el desierto.

Luego se coge el queso, queso fresco, en barra, y se corta en tiras. Se lavan muy bien las hojas de maíz, porque a veces traen gusanitos. Se pone una hoja de maíz, se le echa la masa, se extiende, se pone queso, y luego se coge un chile, cebolla y epazote de la olla de antes, la del guiso de tomate. Se llaman tamales de raja porque al chile se le llama raja.

Ocho días caminando: se duerme por el día, se anda por la noche.



Los tamales se colocan en un plato, bocabajo, con el cierre hacia abajo, quiero decir, hasta que estén todos hechos. Ahora se pone una olla alta con una rejilla, porque se van a cocer al vapor.

Cuando se llega a la frontera, toca correr y correr. La última vez pasaron todos. A veces no pasan todos.

La olla se tapa. Se puede poner una tapa o se pueden poner las hojas de maíz, que son duras, y hay que suavizarlas bajo el grifo.

Una vez dentro, ya no puedes salir.

La tortilla de Robert, para ser de un guiri, estar hecha con aceite de maíz (que cuece más que fríe) y llevar cebolla, no está del todo mala.

Si uno quiere ir a su casa para ver a su gente, tiene que volver a pagar a un coyote, volver a cruzar el desierto y volver a soportar la balacera.

Los tamales pican. Horrores, pican. Los chiles nos salieron bravos.

Aquí les esperan trabajos mal remunerados, alquileres altísimos y jornadas maratonianas.

Bebemos zumo de papaya natural (yo) y cerveza (ellos).

En el Primer Mundo, el que se quiere ir de ilegal a Estados Unidos se va en un avión y espera a que se le caduque el visado.

Escuchamos a Vicente Fernández y nos reímos.

Luego hablaremos mucho. De esos niños que están entre dos mundos: the go-betweens, los llamó John A. Riis. Saben inglés, les traducen a sus padres, que no acabaron la primaria generalmente en su país y que no aprenden el idioma, ni saben leer las notas de clase. De que mi padre se murió hace tres años y no le vi. De que a lo mejor mi marido se larga a tomar una cerveza y a echar una cana al aire, claro, mija, porque los hombres son así (no, hostias, no son así) y yo ya le he parido hijos (porque en ciertos sitios, claro, los hijos se le paren a él). De las sesiones de telenovela y las seis comidas al día frente al sofá. De los guetos. De la falta de curiosidad, porque no puede haber curiosidad si has trabajado catorce horas y luego tienes que bregar con niños pequeños. De los seguros médicos. De la falta de legitimidad que tienes para opinar porque tú no sabes qué es morirse de hambre. De las diferencias. De la integración, la multiculturalidad y su puta madre.

Donde yo vivo no hay ingredientes para hacer tamales.

11 de septiembre.

sábado, 27 de noviembre de 2010

The Colossus

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Sonny Rollins cumplió 80 años hace tres días. Hacía un trienio que no tocaba en Nueva York. A mi lado, dos franceses. También un adolescente oriental y, sobre todo, mucho maduro bebiendo whisky. El agua que llevaba la he tenido que tirar en la papelera, pero dentro venden alcohol a raudales.




El Beacon es dorado. Muy dorado, con un moral de montañas y una mansión greek-revival. Escribo de pie, observando a la gente. Fuera, muchísima seguridad. Dentro, muchísimo bullicio. Jóvenes treintañeros con sombrero de ala ancha, muchos cuarentones entrecanos interesantísimos y, sobre todo, aunque no sea sobre todo porque no es la mayoría (pero sí es en lo que me fijo) mucha señora mayor. Mucha señora negra y mayor, muy mayor, 70-80 años, con la cara luminosa. Antes ha pasado uno de los músicos tocando la trompeta en el coche. La media de edad es alta: la gente que ha crecido escuchando a este señor. Me acuerdo mucho de mi hermano Nacho, de Javi del Barco y de Juan. Yo seré sus ojos, pero sus ojos y sus oídos hubieran sido mucho mejores que los míos.




A mi lado pasa un anciano, caminando muy lento. Detrás de mí, un tipo idéntico a Quincy Jones, cuando Quincy Jones tenía treinta años menos.

Es un público interesante.

Yo estoy disfrutando ya.




Lo que no sé es si voy a disfrutar del concierto o no. Son las ocho y cuarto y sigue entrando gente. El Beacon, por dentro, es de lo más ampuloso: sigue siendo dorado, claro está, sillas burdeos, techos de tela y dos estatuas (doradas) a ambos lados del escenario. Compré una entrada de orchestra sin que me dejaran elegir asiento, así que estoy en uno de los laterales, en la tercera fila. En teoría es un buen lugar, hasta que se sienta gente delante. En primera fila, hay un señor en silla de ruedas (una silla de ruedas alta, claro está); a mi lado, los fotógrafos de prensa (con unos teleobjetivos inmensamente grandes, más de lo que yo haya visto nunca "al natural") y delante de mí otro señor bastante alto y su mujer, una rubia cardadísima. Hay peinados que deberían estar prohibidos porque restan visibilidad. De todos modos, es que realmente no saben cómo construir teatros. Los respaldos de los asientos deberían sobresalir de la cabeza y cada fila, bastante más alta que la anterior. Si no, se corre el riesgo de que ocurra lo que me pasa a mí: que comienzo a cabrearme antes de que empiece el espectáculo.




Este público es raro, definitivamente. Unos comienzan a aplaudir (falsa alarma); otros están en pie todo el tiempo y, lo que en el Marquis era un acomodo rápido y eficiente, aquí es una empresa imposible.





***

Salió. Salió arrastrando los pies, vestido de blanco y negro, con una camisa muy grande y el pelo blanco y rizado.

Yo había pensado que no podría tocar. Que tiene 80 años y sus pulmones no le responderían. Javi me había dicho que soplaba ayudándose de la dirección de sus pasos: andaba y soplaba. Él lo vio en Sevilla, a los 78.

Hoy no. Hoy se dirigió a la otra punta del escenario, se metió la boquilla y comenzó a tocar. Patan Jali. Un sonido limpio, diáfano. Nos sentamos. Nos habíamos puesto todos de pie en cuanto le vimos aparecer.



En el cartel estaban anunciados Jim Hall, Christian McBride y Roy Hargrove. Pero hubo más, porque el coloso cumplía ochenta. Hubo más y fueron casi dos horas de concierto. La gente hacía fotos y, por primera vez, no me importó. Yo también saqué mi cámara, cambié el objetivo en la oscuridad y me puse a disparar como podía. Hasta que me riñeron. Guardé la cámara hasta el final, cuando estaban todos juntos encima del escenario, para los bises.

Sonny Rollins, uno de los mejores saxofonistas de todos los tiempos, estaba allí arriba, en el escenario del Beacon, con su acústica límpida, vendiendo más camisetas, a la entrada, que cualquier grupo de hard rock. Y yo estaba allí.



Yo estaba allí para no enterarme de nada cuando lo escuchaba hablar (ni con él, ni con su presentador, Stanley Crouch: sólo palabras sueltas, ideas), salvo cuando presentó a un "joven" guitarrista. Esta gente no tiene Parkinson, pensé. Es más: a estos tipos les quitas la posibilidad de reunirse con los amigos a tocar, de establecer diálogos entre saxo y bongos, entre saxo y trompeta, como el que se marcó con Roy Hargrove... de hacer el gamberro, además, como cuando Jim Hall y él jugaban a afinar la guitarra... de volverse hacia los compañeros, de mirarlos tocar y chasquear los dedos, como hacía Rollins con su banda, bailando con el cuerpo y con las manos... a esta gente les quitas eso (la posibilidad de acariciar un contrabajo como lo hace el disfrutón Christian McBride; de marcarse un solo de batería totalmente gamberro -"aquí tienen a uno de los mejores baterías del mundo", lo presentó Sonny Rollins, a Roy Haynes-) y se morirían, pienso.



Creo que el jazz es muy comunitario. Yo no entiendo mucho de maneras de tocar, de ejecución, de fraseos. Pero sí sé lo que viví. Viví a todo el Beacon poniéndose en pie cada vez que acababa un tema, enfervorecido, riendo, aplaudiendo, rugiendo y gritando. Y yo con ellos.

Sobre todo cuando presentó por sorpresa a Ornette Coleman y nos quisimos morir. Qué dúo mano a mano (Sonny moon for two, además), qué manera de dialogar entre ambos, a ver quién da la nota más larga, esa forma de mirarse los dos (nunca antes habían tocado juntos), Rollins yéndose al extremo menos iluminado del escenario para dejarlo solo, para dejarle tocar y volverse un espectador más que se mueve al compás de la música de su colega y que aplaude y se ríe.




Llamo a mi hermano Nacho por la mañana, pero no está, así que no puedo contárselo. En el metro reviso las fotos: creo que hay algunas muy buenas, aunque las hice en automático y con el ISO a 1600 (espero que en el ordenador no aparezcan con demasiado ruido: hay alguna de Roy Hargrove que querría tratar en blanco y negro. A Robert le han gustado, pero dice que tengo que recortarlas porque les sobra aire). Estaba sentada y las hice como pude, entre aplauso y aplauso, entre grito y grito y baile y baile.

Llegué a casa a las once y media de la noche, tarareando los temas del concierto y con una sonrisa perenne en la boca.

Qué manera de tocar.

10 de septiembre.

viernes, 26 de noviembre de 2010

Smile

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Es distinta, sí, la gente que hay aquí de la que iba caminando por el Upper East Side. En el Alice's Tea Cup de allí los padres eran, sí, de los de té a las cinco en punto de la tarde. Aquí he llegado en medio de un cumpleaños y las camareras les estaban poniendo brillantina en el pelo, con una brochita, al más puro estilo Peter Pan, a dos niñas disfrazadas con alitas de hada, muy revoltosas y divertidas. Pero sobre todo hay parejas de amigas. Cenando (son las seis de la tarde) o tomando tarta. Y mucho té.



Antes de venir, me hice una lista de lugares imprescindibles. Emplazamientos que debían tener la prioridad más absoluta. Varios de ellos eran museos: el MoMA, el Metropolitan, el Guggenheim (me he perdido a Kandinsky), la casa de Alice Austen (me niego a perderme por Staten Island otra vez) o hacer fotos nocturnas desde el Empire o desde el TOR. Pero no contaba con las vistas desde Jersey City, ni con echar una mano en el Legal Grounds un sábado, o acompañar a Robert a la lavandería o en pasarme alguna hora nocturna sentada en la alfombra con Boule a mis pies, dando vueltas para que le rasque la barriga. Ni, sobre todo, contaba con que me iban a gustar tanto las calles de esta ciudad. Sólo las calles, con sus edificios imponentes (¿cómo sería, qué pensó la población cuando construyeron los primeros rascacielos? ¿qué impacto cuando se colocó la antena del Empire, por ejemplo, con tantísimo secreto para derrotar al Chrysler?), con su vida apresurada, sus letreros curiosos, sus carteles, todos los gadgets que pueda uno llevar en la mano, los perros (hay que ver lo que socializan los perros); los bares donde sirven buen café, con la crema haciendo dibujitos, los obreros saludándote cuando pasas, los edificios judíos con sus mezuzás en las puertas y sus letras hebreas tan hermosas (el Café Mocias cierra por Rosh Hashaná: estarán comiendo manzana con miel), las librerías de cómics (ayer pasé un buen rato en la Jim Hanley's Universe), esa Strand en la que perderse o la McNally Jackson Books, tan colocadita, y la Westsider y los teatros y un parque en cada esquina y esa manera de integrar a las mascotas y a los niños en la vida cotidiana.






A mí me han enamorado las calles de esta ciudad en la que llevo doce días y medio y de la que sigo pensando que no he visto nada. Nadie va a creer que no me ha dado tiempo a ir a un museo o una Misa gospel y, realmente, es que no me ha dado tiempo: ¿cómo perderse las construcciones señoriales de Riverside Drive? ¿Cómo no ir a Queens, aunque sea un día? ¿Dónde colocar Central Park, ahora que el calor ha dado paso a un fresquito más que considerable?

Necesito más tiempo, mucho más tiempo, y unos pies nuevos.

10 de septiembre.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Upper West Side

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Ayer el East y hoy el West, porque además me toca ver a Sonny Rollins en el Beacon Theatre. Ha llegado el otoño, está llegando el otoño a esta ciudad. Corre el viento y es frío. Ayer terminé poniéndome encima la manta del avión, recorriendo las tiendas de la Quinta Avenida. Toda glamour, yo. Eso sí: no hay nubes. 




Se supone, creo, que el Upper West era menos pijo; al menos, no he visto a niños enchaquetados ni a perros vestiditos y con lazos, pero sigue habiendo mansiones impresionantes, con su puerta de servicio igualmente (y con los del servicio entrando por la puerta del servicio). Ya he localizado el Beacon (de obras en la fachada o colocando carteles o algo) y el Metropolitan Opera, que me ha costado dar tres o cuatro vueltas (y creo que había pasado por detrás alguna vez que otra). En la tienda, trajes y más trajes, joyas, una gran sección de CDs y DVDs, marcapáginas, cuadernos hechos por Moleskine y los tres tenores cantando. La dependienta me ha dado la agenda de las representaciones y le he contado que soy de España, que ya vi el programa en la web pero que me voy antes de que comience la temporada y lloro. Mi padre también llora. Le he comprado un cubo decorativo porque no me atrevo con un DVD.





Me he recorrido casi todo Central Park West, gran parte de Riverside Drive y de las avenidas Columbus y Amsterdam, dando vueltas y más vueltas, hasta el Hudson. Desde The Dorilton hasta los Majestic Apartments, el Dakota, el Apthorp, el Turin, El Dorado, San Remo, the Langham y The Kenilworth, porque aquí todos los edificios tienen nombre.





Como en el Greenwich, muchísimos se alquilan. Dios sabe cuánto costará un piso de estos. Escribo desde el Alice's Tea Cup de la calle 73, porque una calle más arriba está el Beacon. Suena Billie Holiday, muy bajito. Sólo me he sentado a comer, en Good, desde que llegué a Manhattan, a las nueve de la mañana. Y me he levantado a las seis y media para caminar con Robert y con Boule:

-No sé cómo no partes el día- me ha dicho.





Porque no me da tiempo, he pensado yo. Porque, de Central Park, sólo he visto sus muros y las copas de los árboles, pero no la estatua de Andersen, ni The Bow ni el Belvedere (aunque sí le haya hecho fotos al Strawberry Fields, sin flores). Porque no he visto el Midtown ni Lower Manhattan y no he ido a Brooklyn ni he cruzado por su puente ni he visto el Queensboro y, además, no he hecho todas esas cosas que todo el mundo me va a echar en cara no haber hecho.





Pero los porteros del Dakota y yo hemos aplaudido a una mujer que cantaba ópera en su coche y he visto las casitas de colores de Pomander Walk (hay que acercarse y mirar por la verja: en una de ellas vivió Humphrey Bogart) y me he parado a escuchar a unos músicos (Rasheed) en Verdi Square, después de detenerme un buen rato ante el Ansonia (donde vivieron tantos otros porque está insonorizado: Menuhin entre ellos) y les he comprado un disco y les he hecho muchas fotos. Después, uno de ellos, el que tocaba el contrabajo, se me ha acercado para que se las envíe. 







Y me he encontrado de casualidad con una placa que recuerda a Elizabeth Cady Stanton porque vivió durante sus últimos años enfrente del Pomander Walk y me he emocionado porque, bueno, hay un buen puñado de mujeres americanas que nunca nos nombran en la escuela y cuyos nombres deberíamos recitar todos, como el Padre Nuestro, al levantarnos. Y darles las gracias por iniciar la lucha.



10 de septiembre.

martes, 23 de noviembre de 2010

Historias de Nueva York

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Cuando llego a casa, leo. En Nueva York, en 1741, había diez mil blancos en la ciudad y dos mil esclavos negros. En el periodo colonial, era como un reino feudal en el que los holandeses establecieron un sistema de alquiler de las fincas del río Hudson, donde los barones controlaban por completo la vida de los arrendatarios. Hubo revueltas. Bajo el mandato de Benjamin Fletcher, se concedió el 75 por ciento del territorio de Nueva York a unas treinta personas y le regaló a un amigo suyo (por 30 chelines simbólicos) medio millón de acres. En 1700, había muchos pobres en la ciudad: niños de cuatro a catorce años que pasaban sus días en la calle.




Lo cuenta Howard Zinn. Ahora también hay, en esta ciudad, un sinfín de pobres. Aquí deberían ser considerados pobres quienes no tuvieran suficiente para poder disfrutar de Nueva York y no malvivirla. Se les ve en el metro, durmiendo en algún portal y pidiendo en cada esquina (en las puertas de las iglesias no he visto a ninguno). Suelen ser hombres, de mediana edad, alguno muy mayor, la inmensa mayoría negros. En el Upper East Side, todos blancos: los vecinos del barrio, digo. Los porteros, negros. Cargando cajas, negros. En los camiones, repartiendo, haciendo el trabajo duro, negros. Camareros los hay de todas las razas.

La riqueza, en este sitio, estuvo concentrada en unas pocas manos desde 1770. No eran indios, ni negros, quienes la tenían. Como en cualquier otro lugar de Occidente. Lo explica Howard Zinn en La otra historia de los Estados Unidos. Habla de las mujeres, también: de Elizabeth Cady Stanton; de Lucretia Mott; de Sojourner Truth -nacida esclava en Nueva York: "Mirad mi brazo. He trabajado la tierra, he sembrado y he recogido la siembra en el granero y ningún hombre me podía ganar. ¿Y no soy mujer?"-, Angelina y Sarah Grimké, o Harriet Tubman, que sacó a miles de esclavos en el Tren Subterráneo porque a los 15 su capataz la hirió en la cabeza: "Había una o dos cosas a las que tenía derecho: la libertad o la muerte. Si no podía tener una, tendría la otra, porque ningún hombre me iba a tomar con vida".





Ayer lo hablaba con Robert, mientras volvíamos de las fotos nocturnas. Si hubiésemos nacido esclavos, o indios, ¿habríamos tenido los arrestos suficientes como para rebelarnos contra el hombre blanco? ¿Habríamos asumido su superioridad sin plantearnos que el mundo podría haber sido de otro modo, podría ser de otro modo, que nosotros también teníamos los mismos derechos?

-Quiero creer que sí para no darme asco a mí misma-le dije-, pero no estoy tan segura. 

Porque hay cosas, eso lo sé bien, de las que ni siquiera te das cuenta hasta que otras mujeres te las muestran.
9 de septiembre.

lunes, 22 de noviembre de 2010

Enjoy

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Me acuerdo de Malter. Los camareros, en algunos sitios, dicen Enjoy!

Estoy tan llena que creo que voy a explotar. Menos mal que me quedan unas treinta y cinco calles downtown que pretendo hacer andando...






Recorro la Quinta, con sus tiendas carísimas y sus turistas, a los que tan poco he visto en otros lugares, haciéndole fotos al Atlas. 







Hay varios edificios en restauración: entre ellos, tapado enteramente, el Temple Emanu-El. Marcas y más marcas, lucecitas, Michael Jackson sonando en el establecimiento de Tommy Hilfiger, bolsos y más bolsos con el nombre del diseñador, bolsos sin precio en un lugar en el que un reloj cuesta 1.125 dólares: ni pregunto. Creo que mi madre se va a quedar sin bolso y acabaré comprándole una réplica hortera de la Estatua de la Libertad.
9 de septiembre.

domingo, 21 de noviembre de 2010

Feliz no cumpleaños

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Como en el Candle Cafe. Un indian plate. Es un vegetariano que está al lado de J.G. Melon, también recomendadísimo por sus hamburguesas (pero no voy a comer hamburguesa otra vez). Aquí también las sirven, pero son de seitán. Todo ecológico y de productores locales, que es algo que se potencia mucho en Nueva York: luego te dan vasos de papel en todas partes y, por mucho que sean de de papel reciclado, la tapa es de plástico y hay que ver la cantidad de basura que se genera).




Alice's Tea Cup, decorado con alas de mariposa y con dibujos de Alicia en el País de las Maravillas, es un sitio encantador que, además, huele maravillosamente bien. He pedido un Birthday and Unbirthday Tea (feliz no cumpleaños, me digo) y un carrot cupcake, por aquello del conejo. Antes, he estado dando una vuelta por este barrio de gente rica, lleno de rubias con perlas y faldas tableadas, señores encorbatados, porteros en todos los edificios (mansiones, más bien), limusinas y puertas para el servicio, subterráneas, porque no está bien mezclarse con la chusma, ya saben, como en la casa de Joseph Pulitzer.

El cupcake está impresionante. Y encima me acaban de traer otro postre gratis, un camarero guapísimo (que habla español porque su abuela es puertorriqueña): un pastel caliente de calabaza, con nata y frambuesa. El barrio será muy pijo, pero por este lugar ya merece la pena.





No he visitado los museos, pero sí algunas de sus tiendas. En el Museo de la Ciudad he comprado otro libro, la guía que editó el New York Times sobre los lugares donde se han rodado películas. Hoy me he encontrado con el rodaje de una, White Collar, creo: en Jersey hay otro. No sé quién actúa ni me he detenido: soy muy poco mitómana. En Toronto hubiera podido ver a mi mito sexual más mito y más sexual (a dos de ellos, además: George Clooney y Willem Dafoe, aunque me refería a Dafoe y no a Clooney con lo del mito sexual) y me los perdí porque, cuando veo cámaras de televisión, huyo y huyo. Aunque de eso sí que me arrepiento, así que espero que no esté rodando aquí y enterarme días más tarde.

Me queda una semana. 

Qué rápido se pasa el tiempo en este lugar y qué poco cunden las horas. Yo ya lo sabía antes de venir: esta ciudad no se agota nunca.
9 de septiembre.

sábado, 20 de noviembre de 2010

Por hacer

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Esta mañana he estado repasando: no he ido a ningún museo, salvo al ICP; no he subido al Empire ni al TOR, no he comido en Bubba Gump y todavía no he visto Central Park (a pesar de que ahora lo tengo enfrente) ni he cruzado el puente de Brooklyn. Pero me he emborrachado un día entre semana con vino argentino, he aprendido a querer a un perro en diez minutos y a fijarme en qué establecimientos los permiten, he visto el Hudson Valley, me he tomado algo en (casi) todas las tabernas históricas de la ciudad, he pasado horas en la Strand asombrada y babeando, he tenido algunos encuentros emocionantes y memorables y estoy siendo muy feliz.

Los museos no se van a ir nunca del sitio. Es curioso cómo lo que te parece imprescindible de la ciudad cambia del todo a medida que comienzas a pisarla.

Yo aquí sólo quiero estar en la calle.
9 de septiembre.



La foto es de la casa de Elia Kazan (una de sus casas).

viernes, 19 de noviembre de 2010

Upper East Side

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Ya me habían advertido de que la zona era pija, pero ver a esas madres de negro riguroso, con sus Chaneles, y a sus hijos preadolescentes enchaquetadísimos y con corbata, desgarbados en un traje que no les corresponde, ha sido asombrosamente divertido. 




Escribo en el café Sabarsky, de la Neue Galerie. Antes he ido a desayunar al Legal Grounds. X me ha despedido con un abrazo mañanero. Me gusta mucho ese hombre. El día está nubladísimo, con un cielo que amenaza tormenta y mucho viento: los árboles de Central Park se mueven furiosamente. Así que, después de desayunar, me he ido a la orilla, a hacerle fotos al perfil de Manhattan con esa luz. Mi ampolla y yo nos hemos pensado mucho bajar la calle, porque hay un trechillo y tengo el pie lleno de heriditas (these shoes are not made for walking, por muy domados que yo pensara que los tenía), pero ha sido uno de los momentos más hermosos de la jornada. 





El otro ha sido el Path. Un padre contándole cuentos a su hija, una niña guapísima y muy expresiva, que le escuchaba completamente embobada, ahora palmoteando, ahora riendo, ahora asustada y siempre pidiendo más. Su padre gesticulaba (un hombre muy guapo, por cierto), movía los brazos (con cuidado, porque tenía a otro niño mucho más pequeño en las rodillas), levantaba las cejas y hacía de monstruo. No me he enterado muy bien de qué iba la historia, pero me ha parecido divertidísimo y tierno. Los mirábamos todos los de alrededor, sonriendo, con el mayor descaro del mundo. Y ellos ni siquiera se daban cuenta.





El Cafe Sabarsky, por supuesto, está lleno hasta la bandera de gente arregladísima y varias chicas anoréxicas con un Louis Vuitton, supongo que verdadero y no de Chinatown, que saben cruzar las piernas dos veces (para eso hay que estar muy delgada o ser contorsionista: o ambas cosas a la vez). Hay unas tartas estupendas, pero no voy a comer tarta a media mañana (más bien son las dos de la tarde y a mí me rugen las tripas). Los camareros no te dicen: "Hi! How are you?", sino "Good afternoon, madam". Dicen que es un típico café vienés, con su música clásica, pero no lo sé, porque nunca he estado en Viena. Eso sí: el café melangé es magnífico y el sitio es bonito.
9 de septiembre.

jueves, 18 de noviembre de 2010

Dos rayos de luz

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-Vámonos. Coge el angular y el trípode.

Robert baja con Boule antes que yo para comprar la cena. La comeremos en el puerto, calle Grand hacia abajo, hacia el agua, para ver el perfil iluminado de Manhattan, con las dos torres luminosas en la Zona Cero. Encienden los cañones por el 11-S. Otro fotógrafo nos cuenta que todavía no están cargados del todo: dentro de dos días, se verán con más fuerza. Robert me enseña a hacer fotos nocturnas: verle manejando una cámara, con todo el cuidado del mundo, es un espectáculo. Algún día se comprará una digital. Me gusta estar con él, lo he dicho millones de veces, pero llegar a casa y charlar es, junto con el desayuno del Legal Grounds (gracias a otro hombre, siempre), uno de los mejores momentos del día. Hoy me ha dejado una manta para el frío. No hace frío, no hace nada de frío, pero él es así de detallista. Me gusta mucho haberle conocido.
8 de septiembre.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Lo que me llevé de la Strand

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Broadway, desde la calle 33, es un hervidero de orientales, de letreros horteras, de tiendas de souvenirs a caballo entre el kitsch más enternecedor y el mal gusto repulsivo. Y de gente en oleadas por la calle. Voy bajando por Broadway para ir a la Strand. No subo al tercer piso para que no se me vaya la cabeza, que yo soy bien capaz de gastarme 400 dólares en un Dickens, pero se me va igualmente. Compro dos marcapáginas, dos cuadernos (uno para Elías Moro y otro para mí), una bolsa de algodón que es un bolso más bien y de la que me enamoro nada más verla y dos libros. No me llevo el de Howard Zinn ni el de Lewis Carroll. Cojo dos que me puedo permitir. Uno para mi hermano Nacho: Typee, de Herman Melville, edición de The Heritage Press de 1863, editado por Miguel Covarrubias. Y, para mí, un facsimil collector' edition, a falta del original, de cuero con el filo de las hojas en dorado (una moda horrible que se perdió, menos mal), mucho más moderno, de 1994, con introducción de Thomas Hart Benton, que también ilustra, y editado y prologado por Bernard deVoto. Las aventuras de Huckleberry Finn.

Cuando llego a casa, se los doy a Robert:
-Huélelos, le digo.

Los dos huelen maravillosamente bien. No hay nada que me guste más que acercar la nariz a los libros.




8 de septiembre.

martes, 16 de noviembre de 2010

La importancia de un nombre

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En la Marble Collegiate Church, que no puedo ver porque las horas de visita son por la mañana (aunque está abierta: soy así de disciplinada) va a haber una Misa el 12 de septiembre. Las verjas que la separan de la calle están cubiertas de cintas. De cada una de ellas cuelgan tarjetas con nombres: las de los fallecidos durante el atentado a las Torres Gemelas. Me sobrecoge, la verdad, porque nombrar a alguien (yo lo sé muy bien: conozco muy bien la importancia que tiene un nombre) es poseerlo, darle forma, traerlo a la memoria, hacerlo tuyo. El corazón me da un muerdo porque me he acordado de m0ntaraz en Forbidden Planet, al ver un muñeco de V de Vendetta, de repente, y me ha vuelto a dar mucha pena, esa historia siempre va a darme pena, y también me he acordado de Pedro, porque yo olvido muy mal, a mí olvidar no se me da bien, y me he puesto triste, por ellos y por mí, sobre todo por uno de ellos, en el que pienso, de nuevo, cuando leo esos nombres de gente a la que no conocí pero a los que otros lloran desde hace casi una década, y asiento porque sí, porque es importante que haya quienes sepan tu nombre y tu apellido.



8 de septiembre.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Tom Traubert's Blues

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Llevo días escuchando esta canción a todas horas. A ratos la alterno con Jersey Girl. A ratos, con una de las mejores versiones que se han hecho del Waltzing Matilda, la de Slim Dusty.

Me recuerda a un chaval que vive en Nueva York.

Nunca se lo he dicho.

martes, 9 de noviembre de 2010

Seis años

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Hoy me ha llamado Ángel. Hace seis años que no le veo. Acabo de descubrirlo, mirando un mensaje antiguo y me ha entrado cierto vértigo. Está, desde hace diez, en el reducido número de los mejores amigos. Eso quiere decir que, cuando hay un naufragio, Ángel se entera. Y viceversa. De hecho, en Flickr lo tengo como "familia".

-Reconocería esa voz en cualquier parte- ríe.

Yo reconocería su olor.

Se ha vuelto más paciente, lo mismo que yo he aprendido a aventar lo que no es importante. En 17 minutos le he resumido mi vida laboral, la sexual, la sentimental y las últimas decepciones.

No hacía falta que me diera cuenta de que da igual. De que da igual el tiempo que hace que no nos vemos o que nos hayamos llamado una vez al año. Da exactamente lo mismo. Porque iré a Granada, cuando tenga más de cinco días libres, y me quedaré en su casa y conoceré a su mujer (por fin) y sacaremos al perro y volveremos a comprar té y a hablar de arte y de diseño y de viajes y de nosotros, de planes de futuro, de lo que somos y de cómo somos cuando estamos juntos, porque cuando estamos juntos somos mejores.

Y qué coño: tengo muchas ganas de darte un abrazo.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Carta de Santiago Sierra

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A Santiago Sierra le han dado el Premio Nacional de Artes Plásticas. Treinta mil euros. 30.000 euros. Los otorga el Ministerio de Cultura, ése que le ha dado también 30.000 euros a Serrat y a Amaral y 20.000 a tantos otros (pero no a las editoriales, porque el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial es testimonial tan sólo), pero que, aduciendo que no hay dinero, recorta fondos de todas las partidas, incluidos museos, que nunca tienen un duro para hacer todo lo que deberían hacer.

A mí este hombre, que se ha pasado la vida denunciando las relaciones de poder que se crean en el sistema capitalista (no hay más que recordar su Penetrados, por ejemplo), siempre me ha caído bien.


Pero, después de leer su carta, me cae aún mejor.

Aquí la tienen:

Madrid, Brumaire 2010

Estimada señora González-Sinde,

Agradezco mucho a los profesionales del arte que me recordasen y evaluasen en el modo en que lo han hecho. No obstante, y según mi opinión, los premios se conceden a quien ha realizado un servicio, como por ejemplo a un empleado del mes.
Es mi deseo manifestar en este momento que el arte me ha otorgado una libertad a la que no estoy dispuesto a renunciar. Consecuentemente, mi sentido común me obliga a rechazar este premio. Este premio instrumentaliza en beneficio del estado el prestigio del premiado. Un estado que pide a gritos legitimación ante un desacato sobre el mandato de trabajar por el bien común sin importar qué partido ocupe el puesto. Un estado que participa en guerras dementes alineado con un imperio criminal. Un estado que dona alegremente el dinero común a la banca. Un estado empeñado en el desmontaje del estado de bienestar en beneficio de una minoría internacional y local.
El estado no somos todos. El estado son ustedes y sus amigos. Por lo tanto, no me cuenten entre ellos, pues yo soy un artista serio. No señores, No, Global Tour.

¡Salud y libertad!

Santiago Sierra

Imagen de Efe.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Blanca Portillo - Festival de Mérida

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Venía vestida de verde, por aquello de la esperanza. Sonia me dejó la chapa de Medea/Portillo que Ceferino López hizo para la obra de Tomaz Pandur que la tuvo como protagonista. Blanca Portillo ha venido a dirigir el Festival de Mérida. Con rigor. Hablando de los clásicos que nos interpelan y diciendo que estamos en el siglo XXI. A esta mujer la hemos visto escoger obras de teatro arriesgadas para sus papeles protagonistas, sabemos de su gran capacidad de trabajo y del compromiso que tiene con la profesión. Son cosas que también conocemos de Chusa Martín. Yo, desde ayer, sólo he pensado en una palabra, como una salmodia: "criterio", "criterio", "criterio". Una visión. Una visión, una idea de lo que tiene que ser Mérida: de lo que fue y de lo que no ha vuelto a ser.

Hacía mucho tiempo, muchísimo, que no tenía tantas ganas de que llegara julio.

Foto: Cefe López.

Flatiron

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Ahora escribo desde el Argotea, en los bajos del Flatiron, el viento horroroso que casi me tira (antes, se ponían allí para ver cómo se les subía la falda a las mujeres) y que me ha hecho muchísima gracia y el vértigo y el mareo al mirar hacia arriba. El Empire, detrás, también me saluda. Afuera, gente haciendo deporte y un grupo de ancianos sentado a la sombra. A mi lado, un chico y una chica, orientales, hablando en un idioma que desconozco, muy animadamente. Yo miro mi ampolla, cada vez más gorda y más porculera. Creo que iré en metro hasta mi próximo destino, porque también pretendo recorrer Chelsea y son las cinco de la tarde. Pero no: son cuatro calles y media y lo que no me dé tiempo, ya lo veré otro día.


Ni Chelsea ni acercarme siquiera. Me he encaramado en la 33 para ver el Empire desde abajo, le he hecho todas las fotos habidas y por haber, al igual que al Flatiron, y he visto el barrio entero. Desde la Little Church around the Corner hasta la Marble Collegiate (no tiene mucho mérito: están al lado), edificios neo-grec, romanesque revival y Gramercy Park, con sus niños chillones y su gente usando la llave para entrar. Es el único parque privado que hay en la ciudad y los edificios que lo circundan son maravillosos. Hoy ha sido un día de bares y de arquitectura: el Metropolitan Life Insurance Company, hermosísimo; el sorprendente número 1 de Madison Park, con su forma de lápiz lleno de ventanas; el North Building, con su reloj imponente; el Lincoln Building, en tiempos, porque ahora ya no se llama así; el Decker, que he fotografiado con un contrapicado que lo hace irreconocible porque mi ampolla se me ha rebelado justo en ese momento para impedirme cruzar la calle; y las iglesias.



The Little Church Around The Corner no se llama así, pero ese nombre aparece en su puerta. En 1870, un pastor declinó oficiar el funeral por el actor George Holland y dijo que quizá podrían ofrecerlo "en la pequeña iglesia de la esquina". Desde entonces, es el templo de los actores: lo pone en la puerta de su oficina. No puedo acceder al edificio principal, donde una mujer toca el órgano, pero sí al jardín, que es encantador, y a una capilla con vidrieras preciosas. Verlo nevado debe de ser muy hermoso, pienso ahora.



8 de septiembre.

martes, 2 de noviembre de 2010

Old Town Bar

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Como en Old Town Bar. Aquí se han rodado Sexo en Nueva York, Balas sobre Broadway o Last days of disco. Y no es caro. Hamburguesa: estoy de lo más americana. Es otra taberna de madera, con las mesas gastadas y desconchadas, gente del barrio (supongo, porque hablan animadamente con los camareros) y algún turista mayor con mochila. También con los techos artesonados y grandes lámparas. Y fotos en las paredes: encima de mi mesa, una de Jackie Cooper. Antes, en la Pete's Tavern, me ha hecho gracia bajar por las escaleras hasta el baño: deben de ser las originales, desde luego, porque están gastadísimas por muchos puntos.


Block Beautiful

Ahora que me doy cuenta, en Union Square me he parado cada dos pasos para meterme en un bar. No sé si lo reclamaban mis pies (mi pie derecho, en todo caso) o que se trata de dos de los sitios que era ineludible visitar, como la White Horse.

-¿Qué has hecho en Nueva York?
-Caminar e ir de bares.

Y escribir en una libreta de la que llevo ya más de cincuenta páginas.




No podría hacer una ruta guiada por Nueva York, pienso. Porque yo ando y desando, voy de una calle a otra para descubrir que tendría que haber ido a otra parte, me paro muchísimo en muchos sitios y casi nunca sé por qué calle estoy caminando porque de repente cruzo a la otra esquina al ver un edificio bonito. Espero que la guía del AIA sirva para conseguir archivar varias de esas fotografías que no sé qué son. Y si no, tampoco pasa nada. Me veo entrando en casa, en Mérida, con la maleta, archivando las fotos. Y sé que me va a entrar una nostalgia tremenda.

8 de septiembre.