Los números siempre se me dieron mal. Los demás preguntan cuánto tiempo llevarán las obras, qué presupuesto se ha gastado en la programación de teatro, a cuántos profesores afecta la medida. No soy de temas de apertura: se me dan mejor los cierres. No me gustan las cifras porque no me cuentan la historia individual de nada: porque las magnificamos hasta lo indecible, porque sirven como pretexto y como excusa. Las veo innecesarias, salvo cuando se habla de corrupción, de robos, de pérdidas o de muertes. Porque a mí me interesa lo pequeño, eso que en teoría no le importa a nadie: alguien que consigue que sus alumnos aprendan qué bacteria es la que provoca el olor a tierra mojada, la restauración paciente de un cuadro, cómo viven los inmigrantes en un centro de acogida temporal, un concurso gastronómico de las amas de casa, la historia de un monumento.
No entiendo de arte ni de danza ni de teatro. De teoría literaria sé lo justo. De música, menos aún, y no digamos ya de cine o arquitectura. La memoria del CAP -Curso de Adaptación Pedagógica- me la suspendieron porque pidieron una valoración crítica y escribí diez folios hablando del penoso curriculum de Literatura en Secundaria (o cómo lograr que los alumnos odien la lectura de una vez por todas) y de que la integración quedará muy progre y muy maravillosa en un papel, pero que en la práctica no funciona. Mis alumnos de catorce años pedían silencio cuando yo recitaba a Pavese y disfrutaron más con los cuentos de fútbol de Galeano que con el Marqués de Santillana. Leímos a Olympia de Gouges, a Neruda, Ángel González, Florencia Pinar, Vallejo, Christine de Pisan, Cernuda y Celaya y pidieron "más poemas de esa gente", pero lo obligatorio era analizar la métrica de las serranillas.
Y dos cursos por debajo estaba Irene.
Irene, que con doce años escribía como Dios y a la que no me dediqué ni se dedica nadie, porque saca sobresalientes y en su clase había tres mataos que rompían los libros, corrían encima de las mesas y pasaban cinco horas diarias jugando a la Play Station. Cuando me largué, descubrí que ella (que devora libros, que me hizo llorar con un texto, que es callada, dulce, rubia, tierna y tímida) es, al final, la marginada del sistema educativo y de los esfuerzos.
No entiendo de cine, ni de literatura, ni de tendencias artísticas. Soy incapaz de decir si un cuadro es bueno y aún menos de explicar por qué me gustan una obra de teatro o una película. Sobre educación no tengo ni idea, a pesar de la trayectoria familiar y de que los adolescentes se me den tan bien como se me dieron en tiempos los yonkis. Y, sin embargo, son los únicos temas que me gustan. Cultura. Educación. Políticas Sociales.
La Conferencia de Presidentes, que la cubra otro.
Imagen de las ventanas: Darco TT
Imagen del aula: angelgriselectrico.