lunes, 30 de marzo de 2009

Viajes

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Siempre he querido hacer dos viajes. Desconozco cuándo se gestó el deseo, porque algo debí de ver: una fotografía, quizá; un documental, una película. Ni siquiera conozco demasiado sobre esos dos países, a pesar de una amiga que vivió casi 30 años en uno de ellos y de un amigo que se enamoró de ella y me mandó una postal de los empalados de Vlad Tepes. A pesar, también, de mi último nick, que es una comida (sustantivo masculino) que no he probado jamás.

Transilvania. Los Cárpatos. Sibiu. Brasov. El castillo de Bram. Sighisoara. Un recorrido que tracé mentalmente hace años y que sólo está hecho de montañas, vampiros y leyendas.

El otro destino está hecho de colores. Unas pinceladas del rojo de un bosque de arces, ocres, amarillos y naranjas, los árboles vistos desde arriba. Tengo la imagen tan grabada en la memoria que me ocurre como con Harlem, años 30. Pienso que ya estuve. Que no me lo perdí.

Siempre había pensado que mi primer destino sería Europa y que viajaría sola. Un cuaderno, las cámaras de fotos, una libreta con la firma de William Shakespeare en la portada y los ojos bien abiertos y el entusiasmo infantil que me hace abrir la boca y excitarme en cada recodo.

Jamás pensé que iría a Canadá y jamás pensé que sería así. Acompaño a un tipo que siempre me ha gustado (porque nunca conozco a alguien hasta que no le leo, y le he leído mucho), pero del que pensé que no le conocería nunca y menos de este modo, planeando un viaje por correo electrónico sin habernos visto las caras y sin haberle escuchado la voz. Vamos a Ottawa, Quebec, Sainte-Marie among the Hurons, el Parque Nacional Algonquin, la Península de Gaspé y Terranova. Ha trazado una ruta compacta e improvisada, con plena libertad para hacer lo que queramos y sin más planes que los precisos, lo cual es maravilloso porque yo soy muy anárquica.

Me voy a Canadá.

La foto es mía, de las dos guías que tengo en casa.

viernes, 27 de marzo de 2009

Equilibrio

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La felicidad, a veces, sí, huele a azahar en Doña Elvira, porque hace muchos años que Santa Cruz no significa nada y que no duele y la luz amarilla se vierte a plomo sobre el puente de Triana y la orilla del río aún no está llena de mosquitos y se puede repostar en cualquier cafetería.

Sevilla y Madrid son las dos ciudades a las que más he escrito porque allí viven las dos personas que me faltan. Si estuvieran en otro lugar, ese lugar sería también mi casa y caminaría por las calles con esa plenitud y no querría encerrarme nunca entre cuatro paredes, catorce horas en los bares, caminando, viendo a los amigos por los que no pasa el tiempo, echando de menos el albero de la Alameda y los botellones a las once de la noche en El Salvador y sintiéndome en paz, completamente en paz y más yo, desde el justo momento en que veo la Giralda.

Equilibrio. Sevilla y Madrid se llaman equilibrio.

La imagen es de mi última visita a Sevilla: mi estampa favorita de la Giralda, desde el patio de banderas. Ya lo sé: no hago buenas fotos y ni siquiera las trato después con el Photoshop, porque no sé usarlo. Pero son mías.

jueves, 26 de marzo de 2009

Dogmas de fe

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Hay temas que no me merecen ningún tipo de debate. Son dogmas de fe, si quieren, y ni siquiera me molesto. Ya no. Que te eduque tu padre, pienso. O una biblioteca.

Que la gente ha de saber dónde están sus muertos; que una lengua no se impone; que habría que legalizar todas las drogas; que la mujer está discriminada; que habría que nacionalizar ciertos servicios; que los impuestos de un país no pueden mantener a una persona y su familia por razón de cuna. Y así.

No gasto mucha tinta, ni saliva, en convencer a nadie, aunque contesto cuando me preguntan, si tengo ganas. Lo malo es que después, saben, la gente opina. Y se escriben editoriales en los periódicos y nuestros políticos se la cogen con papel de fumar y dan vergüenza ajena y hasta se publican cartas de lectores destacadas, en recuadritos, en los medios de comunicación.

La última vez la vi allí, sin respuesta, en una revista destinada al público femenino, con esas cosas que les interesan a las mujeres (belleza, pareja, cómo hacerle disfrutar a él en la cama, hijos, consultorio psicológico, cocina, moda). La publicaron, digo yo, por aquello de la pluralidad de opiniones y de la autocrítica, faltaría más.

Que a ver cuándo alguien se atrevía a investigar cuánto había influido el grado de violencia psicológica que ejercen las mujeres hacia los hombres que son sus parejas antes de que éstos, agotados ya y sin otra opción, hubieran decidido darles una paliza o matarlas. En defensa propia.

Yo estaba allí con mi cigarrito, fuma que te fuma, el sol calentándome la espalda después de un frío invierno muy frío, leyendo aquello, negro sobre blanco y volviendo a releer, como hago con todas las frases de los libros que me abren la mente y me espolean.

Y me jodió, entiéndame. Porque una a veces tiene este tipo de revelaciones sobre los temas sobre los que ha pensado mucho. Y carajo, pensé: esto cómo no se me ha ocurrido a mí antes.

Imagen de Aaron Ramos.

martes, 24 de marzo de 2009

Encuentros

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No sé si lo he dicho alguna vez, pero a mí la gente me da miedo. Es un miedo antiguo. Sé de dónde procede, aunque no vaya a contarlo aquí. Sé qué lo provoca, cómo se manifiesta -la rigidez de la espalda, la sequedad de la boca, la pesadez de los músculos-, cuál es la mejor forma de combatirlo: de hacer que no se note. O que yo deje de notarlo.

No hubo tiempo de eso ni circunstancias, porque a mí me sobrepasan los grupos grandes y no sé a qué atender. Por eso sólo recuerdo pinceladas, muchas: el tacto de una mano, un medio abrazo de despedida, una charla sobre libros de fantasía, un acento sevillano muy dulce, la definición de la primera persona de irresponsabilidad -uno cree, uno piensa, uno siente-, la petición jocosa de un diario de viaje que se hará, mi forma torpe de contar las cosas porque aún no he aprendido a hablar, pese a los esfuerzos.

Luego descubrí que me gustaron, me gustaron mucho, y que estuve cómoda, yo, que me siento fuera de lugar en cada sitio. Habrá una próxima vez, más reducida, sin rigidez, ni pesadez, ni sequedad, mucho más reposada, aunque se repitan las croquetas del Eslava y el café en cualquier lugar en el que dejen encender un cigarrillo. Seguiremos hablando del amor, o de la PAC, o de una gata y un conejo, quién sabe. Y nos reiremos y volveré a sentir la admiración brutal que me llena cuando estoy hablando con gente a la que reconozco.

Disfruté.

Hacía mucho que no disfrutaba tanto.

Imagen de Sevilla5.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Abrir/cerrar

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Voy por épocas. Como todo el mundo. Pero no recuerdo, desde hace tiempo, una tan expansiva, en la que hubiera tanto que hacer, en la que quedara con tanta gente distinta, desconocida, y estuviera igual de a gusto que con los amigos viejos. Un Carnaval, un Monopoly hasta las seis de la mañana, una llamada de teléfono de un tío encantador del foro de Canonistas, a ver cuándo te vemos el pelo, una cita en Mérida y otra en Sevilla con dos personas que salieron de la red y que se materializarán en pocos días... Los descubrimientos que siempre me hacen pensar en la frase de Walt Whitman: Los desconocidos son amigos a los que nunca te han presentado.

Sigo siendo yo. Abro y cierro los círculos. Esta vez no ha sido algo consciente. Da igual. Hay quien decide desaparecer, sin dar explicaciones ni decir cómo, de la noche a la mañana, y el duelo dura un mes. Y quien lleva ahí catorce, quince, casi veinte años, a pesar de mis idas y venidas (de los kilómetros, de los amores, del resto de los amigos).

Voy pintándome. No sé qué parte es de mí y qué parte es de otros. Tampoco me importa. Ahora llegan más otros. La inmensa mayoría no se quedarán. Puede que algunos sí, durante un tiempo. O puede que me vaya yo.

A estas alturas de la historia, ni me lo planteo. Sólo lo disfruto.

Imagen deAgniMax.

martes, 17 de marzo de 2009

Frío

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Leo textos de hace cinco años y no me reconozco. ¿Realmente puede volvernos el amor -o su ausencia- tan locos, tan desesperados?

Jamás he tenido tanto frío.

Algo me salva.

Desde entonces, no he vuelto a tener frío.

Imagen de Paulo Brandão.

sábado, 14 de marzo de 2009

Raquel

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Dice que aprende a ser peor a ratos, aunque eso no se lo cree ni ella, que es una de las personas más buenas que conozco. En el mejor sentido de la palabra, como decía Machado. Que una cosa es ser peor y otra marcar límites y cuidar de una misma. Lleva a mi lado 18 años, lo que la convierte en la amiga más antigua que conservo y con frecuencia bromeamos con que dentro de dos décadas estaremos contándonos no sé qué cosa, o no sé cuál otra. Un día vimos a cuatro amigas de 70 años en un bar, tomando licores en vaso bajo y unas enormes copas de helado, maquilladas, quitándose la palabra de la boca, estupendísimas. Nosotras vamos a ser así. Ni siquiera creo que sea una promesa: será una realidad, aunque los licores ya no nos entren para entonces porque vamos comprobando que la edad no perdona y hace mucho que sustituimos el botellón (¡sí! ¡hicimos botellón unas cuantas veces!) por los cafés de media tarde y las tapitas de la noche.

Es cotidiana. Creo que es una de las mejores cosas que puedo decir de alguien. Que es cotidiana. Es decir, que lo mismo te echa un cable monetario para que te puedas ir a comenzar una nueva vida con un nuevo trabajo allá en África, que te acompaña a comprar ropa cuando odia ir de tiendas tanto como yo, que nos reúne en su casa y nos cocina un pescado al horno, que llama todas, absolutamente todas las semanas por teléfono (ya aprendió que yo no soporto ese aparatejo horrible) o que te manda correos para decirte que eres maravillosa y que no se te olvide nunca.

Yo creo que nunca, en estos 18 años, le he dado ni la milésima parte de lo que ella me da a mí. No es una frase hecha. Lo creo de verdad.

Pero qué carajo. Te quiero mucho, niña. Felices 33.

Imagen de MrCookie.

sábado, 7 de marzo de 2009

Programados para la belleza

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Ando aprendiendo conceptos que antes desconocía: apertura de diafragma, velocidad de obturación, distancia focal, sensores, bloqueo de enfoque. Me divierte tomar apuntes, observar imágenes de otros, mirar la realidad como si estuviera tras un visor, imaginarme posibles modelos para mis fotos, saber cómo debería hacer para que el agua de una fuente parezca de seda, experimentar con todos los botones y fijarme en los planos de las películas.

He debatido sobre la post-producción -¿es manipular quitar lo que estorba? ¿se pueden romper todas las reglas si el resultado te satisface aunque no le guste a nadie más? ¿cómo ha de ser un HDR si me decido a hacerlo algún día?-, he fotografiado todas las flores artificiales de mi casa, espero a que amaine el temporal para estudiar la luz del Templo de Diana, me planteo si sé mirar.

Pero aprendo mucho más. Uno, que todo el mundo hace malas fotos: el secreto está en no enseñarlas. Dos, que la manipulación ha existido siempre, también en los momentos de la película y el revelado y que, además, no hay mayor manipulación que el blanco y negro: ¡la realidad es en color! Tres, que el ojo humano es capaz de deshacerse de todo lo que le molesta. Cuando vemos un paisaje espléndido mirando por la ventanilla de un coche, somos capaces de olvidar las vallas metálicas del campo, los postes y los cables de teléfono. Nuestro cerebro no los procesa. Estamos programados para la belleza. Y, como la fotografía también busca la belleza, aunque nos muestre realidades horribles a menudo, al componer una imagen hay que procurar quitar lo accesorio: la cámara sí lo verá. Aprender a mirar es aprender a observar lo feo, lo que sobra, para eliminarlo.

He tardado casi 33 años en darme cuenta.

La imagen es mía, una de las primeras que hice trasteando en casa. Le sobra el marco de la puerta, pero me gusta.

domingo, 1 de marzo de 2009

Intento

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Voy a intentar escribir, me digo. Pero lo cierto es que tampoco tengo nada que contar. Está la sensación de que el cerebro es una vasta extensión yerma; de que ciertas partes del mundo se te desmoronan sin saber qué ha ocurrido, ni ganas de averiguarlo; de que el pensamiento no lleva a la acción sino a la taquicardia y de que las horas se escapan sin hacer nada provechoso.

Una porción de todo esto terminará en un mes. Cuatro semanas pasan pronto, me digo, aunque me temo que se van a hacer muy lentas. Por eso hay que buscar ocupación en las horas de ocio: seguir viendo capítulos de Northern Exposure; disparar fotografías; vencer la pereza para ir al cine; hacer planes para pensar poco. Leer, leer, leer. Desechar lo que nunca fue importante. Asumir la exclusión. Lograr que no importe ni desequilibre. Esperar que pase el tiempo.

No asustarme.

A estas alturas, todavía no he averiguado cómo se hace eso.

Imagen de Celeste.