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jueves, 27 de junio de 2013

La utopía

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Tarde o temprano, me recordó Ignacio Ramonet un día, todo imperio perece. Yo estuve allí. Fui allí sin tener mitificada la ciudad, porque yo mitifico muy pocas cosas (amo muchas, ciertamente) y porque, además, mi memoria visual está ligada a mi memoria orgánica. Ahora, veo una película y reconozco un edificio de la calle 37 y me reconozco también y reconozco a la yo que fui allí.

Hoy he leído un texto. Se llama Cuando el destino nos alcance, se escribió en la New York Public Library (donde yo compré un libro de poemas) y me he encontrado recordando a las víctimas del sacrificio (las mías tienen nombre y apellidos) y esa capacidad de cohabitar sin convivir que tenemos todos.



Yo hice tamales en Nueva Jersey.

Yo hice tamales en Nueva Jersey, aprendí el sobrenombre de un par de coyotes y me pasé 20 días diciéndole a una persona a la que quiero que se largara de allí. Asistí a la preparación de un reportaje sobre la privatización encubierta (y no tan encubierta) del sistema educativo. Vi a todos los operarios cargando cajas: no había ningún blanco. En el Dakota sí. El portero era blanco y viejito. Supe que muchos de los problemas no vienen de la droga, sino de las seis cajas de pizza diarias y las telenovelas: para eso, no hace falta más que montarse en un autobús de Staten Island y ver a crías de 13 años embarazadas, carteles informando de los seguros de beneficencia y escuchar algunas charlas en las tiendas y en las estaciones de bomberos. 

Amo esa ciudad como amo la Sevilla de la que me sabía todos los puntos de venta de heroína y con qué la cortaban y los nombres de quien dormía en cada esquina. Porque también me aprendí alguna historia y porque vi una exposición sobre los derechos civiles en el International Center of Photography que me hizo sentarme en un banco y echarme a llorar de la vergüenza. Es la misma clase de vergüenza que sentí cuando leí, a los 8 o 9 años, Por qué no podemos esperar, de Martin Luther King. La misma que tuve en el Altiplano argentino. El mismo asco.


They asked us questions. How much is two and one? How much is two and two? But the next young girl also from our city, went and they asked her How do you wash stairs, from the top or from the bottom? She says, I don't go to America to wash stairs.

Pauline Notkoff, judía y polaca, 1917.

Eso lo apunté en Ellis Island. Creo que es uno de los mejores textos sobre la dignidad que me he encontrado jamás en una pared.



Pero, al mismo tiempo, lo dije cuando fui a ver la exposición de Hopper, en mis dos viajes a América del Norte (Canadá, Nueva York) he tenido la impresión de que estaba a medio hacer. De que esa construcción de América que han reflejado tantos -Hart Benton, por ejemplo, o el mismo Hopper, con sus escenas portuarias, o Charles C. Ebbets o Margaret Bourke-White-, no ha acabado todavía, porque su historia es cambiante y solo bien entradas varias décadas del siglo XX surgió el movimiento conservacionista. La América donde todo es grandioso: las casas, los parques, las montañas, las hamburguesas, los cafés y las avenidas, los diners y los moteles de carretera.

La utopía, sí. La utopía que no abarca a todos, pero que todos van buscando. Y esa sensación personal, mientras ves el Canal Morris, cuando estás en un teatro escuchando a Frank Sinatra, cuando buscas la casa de Willa Cather y la de Mark Twain en Greenwich Village y te tomas un vino blanco en un japonés, o hablas con el camarero de la Pete's Tavern o escuchas hablar de política en el Tompkins; esa sensación personal de que perteneces a un sitio en el que no has vivido nunca y del que vislumbras su potencia, la violencia de los cimientos y los porqués... esa sensación no desaparece. La conciencia de que todo es grande pero allí tienes el mundo conocido en la palma de la mano. Esa conciencia que se tiene a los veinte y que te hace recordarte a ti, como eras allí, cuando alguien escribe lo que está viviendo en Nueva York ahora mismo. Tres años después.

Echo de menos caminar hacia el agua. 

viernes, 12 de abril de 2013

Los ojos de otros

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Lo que yo voy a ver lo vieron los ojos de Dostoievski y de Rilke que, frente al Perseo de Cellini, descubre que ha de vivir ahora las preguntas. Ese poema, que me aprendí, me lo copió Jandro hace más de una década, cuando él tenía un camino marcado que luego abandonó y yo no sabía, entonces como ahora, qué iba a ser de mí. Vive ahora las preguntas. Rilke se hizo viejo aquí: planeó proyectos, supo qué quería hacer. Hay gente con una sensibilidad honda que yo no sé si tengo. Nerea, que llegó a caballo entre dos años para quedarse tres meses, me escribió para decirme que su primera impresión de la ciudad es que estaba infestada de turistas (seguimos teniendo la costumbre de salir del país en fin de año) y que todo era carísimo.


Rilke.
Quizá después de dos meses allí haya aprendido, como los florentinos, a no fijarse en ellos. Que, ciertamente, somos una plaga. Pero no importa: solo habrá que levantarse un poco más temprano para intentar caminar por calles medio desiertas y saber, como en cada viaje, que veré lo que pueda y como buenamente pueda.

Porque yo soy lenta. Soy tan lenta que siempre me asombro de lo rápido que viajan los demás. Y no solo eso: también me asombran las recomendaciones: voy a una ciudad con más artistas locales que ninguna otra, con más obras de arte por metro cuadrado que ninguna, con más sabores que muchas y que exige un cierto tipo de detenimiento. Florencia se ve en tres días, me dicen. Marco me mira: en una semana no te da tiempo, dice, pero puedes disfrutar de muchas cosas. Ve a Siena: en un día la ves, dicen. Marco me mira: no vayas a Siena, Siena necesita más de una semana, te vas a venir con los dientes largos.

Marco es italiano, cuando habla de la región a la que pertenece dice "mi casa" y vivió en Florencia cuatro años. Ahora va a tener un niño que nacerá escuchando violines todo el rato: sus dos padres son violinistas y, por lo visto, igual de lentos para viajar que yo.

Porque es que a mí me gustan los bares y me gusta escribir en los bares y me gusta mucho el café y me gusta observar a la gente, preguntarme cómo serán, qué hacen allí, si son felices. Siempre me produce un cierto tipo de extrañeza comprobar que las ciudades existen al margen de mí, que sus habitantes estaban allí antes de que yo llegara y les observara por primera vez, porque siempre tengo la impresión de que son mis ojos, al mirarlos, los que les han dado vida, los que los han convertido en reales.

Peking y Helen McAllister. Barcos viejos en Nueva York.


Una ciudad no es nada sin la gente que la vive y me resulta casi mágico percatarme de que creo que yo di vida a la miriada de habitantes de Toronto cuando la vi por primera vez pero que, si pienso en una ciudad más antigua ("en el puerto de Nueva York hay barcos antiguos", le dije a Robert. "No. Hay barcos viejos. Antiguos, en Europa") siempre la imagino de noche, con hombres con sotana y capas, vestidos de negro o púrpura, caminando muy rápido con alguna nueva o vieja intriga en la mente, casi invisibles. Puede que algunos de los momentos más decisorios de la vida de las personas ocurran en una casa o en una cama, pero yo siempre he creído que las ciudades se transforman al anochecer gracias a todas las cosas que han transcurrido y transcurren cuando el sol desaparece, porque nadie quita y pone reyes a plena luz del día, nadie tiene una amante a plena luz del día.

lunes, 8 de abril de 2013

Que el ojo vea: no que el ojo reconozca

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Nunca veo muchas fotos de los lugares que voy a visitar. No me gusta llegar a los sitios con la sensación de que ya he estado allí, y, además, no tengo memoria "fílmica": habré visto mil y una películas de Nueva York y, hasta antes de ir, cuando me estuve preparando la guía, ni siquiera sabía cómo era el Empire State. De Florencia no he buscado más que los lugares desde los que fotografiar la ciudad desde las alturas. Como siempre, llevo dos guías en el bolso, más -en esta ocasión- un libro de arte y el libro electrónico cargado con 38 documentos que busqué por internet.

Siempre compro planos, pero, lo reconozco, no sé leer los mapas. Walter Benjamin decía que importa poco no saber orientarse en una ciudad, pero perderse por sus calles, como quien se pierde en un bosque, requiere aprendizaje. La mitad de las veces, yo acabo dando vueltas en círculo. Como si me perdiera en un bosque.

Al final, una busca los pequeños lugares que la van a hacer sonreír o emocionarse (como ocurrió en Nueva York cuando vi, sin esperarlo, la casa de Elizabeth Cady Staton). Cuando Dostoievski escribió El Idiota, miraba los muros del Palazzo Pitti y sabía -él, que finalmente no murió en Siberia-, de la muerte de su primera mujer, Maria Dimitrievna, de la muerte de su hermano Mijail.



Quiero averiguar, también, si sé mirar bien los frescos de la capilla Brancacci, donde Masolino permitió trabajar a su alumno, Masaccio, y el alumno pintaba de tal manera que no se distinguían sus estilos, hasta que logró desligarse de las ataduras de la imitación y voló y superó no solo a su maestro, sino también la época de su maestro.

Todo eso no lo he visto nunca. Sí el Duomo, el David, la Venus naciendo de Botticelli... los he visto y los he estudiado.

Lo demás no. Ni siquiera sé -no he querido mirar- cómo es la fachada de la Santa Croce. A mí me gusta que el ojo vea, no que el ojo reconozca. Cuando se quieren hacer fotos, eso es una renuncia: siempre te dicen que veas muchas, muchas fotos, de las ciudades para saberte los edificios de memoria y conocer las esquinas desde las que quieres disparar. Yo, como no tengo excesivas pretensiones (salvo, sí, hacer nocturnas y vespertinas, cosa que siempre me prometo que voy a hacer en todos los viajes y que al final, por una razón u otra -cansancio, lluvia- nunca hago) obvio el trámite de aprenderme la ciudad antes de verla por primera vez.

martes, 11 de diciembre de 2012

X

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Si vuelvo a ir, tú no estarás.
Y el lugar ya no será el mismo.
Porque no me prepararás el desayuno, ni te diré que el café americano es una mierda (porque no te lo he hecho yo), ni vendrás a verme al jardín para decirme que lo cuidas, que lo sigues cuidando, que no tienes ni idea pero que a todo se aprende y que nada es difícil ni te sentarás en mi mesa para contarme.


Si vuelvo a ir, tú no estarás.
Y te echaré de menos. Y brindaré por ti.

Me pasé veinte días, de hace dos años, diciéndote que te fueras. Vete. Vete de aquí. Vete ya.
Hoy me han contado que no esperaste al huracán.
Y no sé qué tal estarás, ni qué habrás encontrado después de diez años. Habrá tiempo para reconocer a los hijos. Y a ella, también habrá tiempo para ella. Para reconocerse.

No sé por qué, tengo la impresión de que todo será menos duro en casa. Dentro de un tiempo.

miércoles, 28 de septiembre de 2011

Jonathan Franzen

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"No escribo para todo el mundo -dirá poco después [Jonathan Franzen]-. Escribo para la gente que no encaja en él. Para los que no están satisfechos y sienten vergüenza. Escribo para los misfits. Y pertenecen a todas las clases, a todas las razas y sexos y edades. No es una minoría insustancial, quizá llegan al 5% de la población, puede que más. Son esas personas que leen y que quizá visitan las tumbas de sus escritores preferidos, porque se sienten menos solos haciéndolo. Esa es la gente que realmente me preocupa".




Hay un libro de Cesc Noteboom. "Tumbas", se llama. No recuerdo haber visto más tumbas que las de Luís Vaz de Camões y la de Pessoa (que mira que es fea), pero sí sonreí mucho cuando, caminando por Nueva York, vi a Schiller, a Andersen, a Burns, a sir Walter Scott.

Y sí: te sientes menos sola. Si es que eso es posible.

sábado, 7 de mayo de 2011

Al otro lado

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No voy a encontrarte.
Pero miro tus fotos. Un beso, una caricia, una voz que me gusta como me gustan tus manos.
Hago una lista con todas las cosas que no haré.
Viajaré a dos ciudades buscando rascacielos, una niebla, caminar hacia el agua, un edificio plateado que brilla como brillan los tapacubos de los coches, una cupcake de zanahoria y un parque con tableros de ajedrez.

Quiero cruzar contigo el puente de Brooklyn.

martes, 1 de marzo de 2011

Una foto

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Hace unos días vi una imagen. Fue en un fin de semana muy raro, que pasé aliviada en parte, algo maltrecha también, con amigos, con libros, con fotografías. Compartí algún dolor que no se ha ido, porque eso me va a doler por mucho tiempo y de muchas maneras diferentes. Y vi una foto.

He visto muchas de esa ciudad. Fui sin saber reconocer el Empire State y ahora distingo cada edificio. He escuchado a Billie Holiday, a Billy Joel y a Frank Sinatra a todas horas. Decidí irme a París para viajar sola y porque hay que ir a Lyon a ver a Noelia cuando para a Mateo. Y porque París significa otras cosas: una reafirmación y otra huida. Sé bien lo que va a significar París.

Una negación, para empezar.

Por eso esa imagen me puso triste. Hay una mujer. Viste de negro. Mira un escaparate. Nada más. Porta una bolsa de las que tienen el logo: "I love New York". Parece cansada o yo la imagino cansada. Y al final ya no sé si se trata de lo que la foto enseña o de lo que yo vi. O de la parte de mí que quiso ser ella y pararse delante de un escaparate que muestra ropa de época, porque hay no sé qué de Jane Eyre, y llevar una bolsa de I love New York porque he entrado en una de esas tiendas horteras de souvenirs para turistas y he comprado algo y...

Me supo a derrota, la foto. Porque sé que iré a París queriendo estar en otra parte. Y sé exactamente qué querría hacer en esa otra parte y que no voy a pedir permiso. Y que por eso no voy, porque no me apetece un no por respuesta, porque sería la tercera vez y porque no estoy de humor como para que no me duela.

Aunque nunca salgan las cosas como pretendo.

No sé quién es ella, pero lleva acompañándome desde entonces. He aprendido las luces de memoria, la forma de las dos bolsas, las letras del escaparate, las manchas del suelo, cómo otra persona coloca una pajarita, las rayas del mármol.

Justo después de verla mandé un mensaje. Para que me esperen, con un café calentito y un muffin de canela.

Él, me contaron, se puso muy contento.

Ahora sólo me queda cruzar los dedos. Y lo demás.

Imagen de Workinpana.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Epílogo

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Después de volver y de que se sucedieran, encadenados, varios sucesos muy desagradables, he aprendido cuánta razón tenía Kavafis. Las ciudades se llevan dentro. Ahora archivo las fotos. Alguna -una imagen de Robert, inesperada- me da un muerdo al corazón. Yo estuve allí. Viví allí de paso. Allí tomé vino una noche de un día de diario cualquiera, salí a cenar bajo una terraza durante la lluvia, abastecí de tabaco a muchísimos mendigos que me pidieron perdón por no poder pagármelo, esperé la llegada de alguien en la Penn Station, quedé para tomar cervezas y desayuné todos los días en el mismo lugar.

Ni siquiera me di cuenta de que estaba de vacaciones. Llegué con un calor pegajoso y húmedo y me fui cuando el viento hacía volar las hojas de los periódicos, el cielo se nublaba entero y la ciudad rugía. De todos modos, Nueva York siempre ruge.

Echo de menos caminar hacia el agua, observar dos ciudades al otro lado del río, el cansancio de los músculos y, sobre todo, echo de menos a unas cuantas personas.

La mujer que volvió es un poco distinta. Como la que regresó de Canadá, hace ya un año -mi pasaporte marca la misma fecha, con un año justo de diferencia, entre un aterrizaje y otro-, pensando en cómo sería el invierno en La Malbaie con la nieve hasta las caderas y los perros tirando de los trineos.

En la casa de Pupe está el Nueva York de los años 40, un skyline reconocible en el que hago recuento de los edificios que me faltan y que yo vi. Pienso en los míos, sacando la ropa de invierno, saludando a la nieve con el mismo hastío de todos los años, quejándose de las temperaturas extremas y el frío, cogiendo una cámara para medir la luz y haciendo planes para largarse de un lugar que a veces les resulta muy inhóspito pero del que saben que no van a poder irse nunca.

Tampoco me fui del todo de Canadá. De la Place Royale, ni de La Malbaie, con su comida reconfortante, ni de las charlas con Aldo, que continúan un año después, ni de la explosión de agua de Tadoussac, donde se juntan Saguenay y San Lorenzo. Hay ciudades de las que no te vas nunca. Cada cual elige las calles que son suyas, los lugares a los que desea volver de nuevo, los ojos en los que quiere volver a mirarse, los bares: la White Horse, la Pete's Tavern, el Legal Grounds.

Y tú, sobre todas las cosas que vi, para no tener que volver a despedirme con un nudo en la garganta: yo, que no me acostumbro jamás a las despedidas.

Nueva York y Jersey City son más bonitas cuando tú caminas por ellas...

3 de octubre.


Y fin de la crónica del viaje.

viernes, 24 de diciembre de 2010

Aeropuerto

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Y ahora estoy aquí, escribiendo para calmarme, sorbiéndome los mocos, mirando los aviones, porque uno de ellos me llevará a Washington y otro me llevará a Madrid y el tren me llevará a Mérida y llegaré a casa y encenderé el ordenador y archivaré las fotos y me reiré mucho viéndolas.

Y bueno.

Mi viaje a Nueva York tiene muchos nombres.

Pero el suyo es el más importante de todos.

El viaje es más corto de lo que esperaba, a cuenta de la melatonina, que me sume en un sopor maravilloso durante ocho horas. El avión que sale de Washington se retrasa. Llego justita para coger el enlace a Madrid. Sigo acordándome del viaje en coche:

-Por favor, ¡miente! ¡Di que has ido al MoMA!

Ayer me lo preguntó:

-¿Se puede saber qué has hecho en 18 días?
-He sido feliz. ¿Te vale?

Hay una canción que me ha acompañado durante todo el viaje. Tan joven y tan viejo, de Joaquín Sabina. Se me metió un día en la cabeza y ya no pude dejar de cantarla por las calles de Nueva York. Se lo cuento a Robert y me contesta:

-¿Sabes que jugué al ajedrez con Javier Krahe? Me ganó.

Tenía comprado un billete de tren. Sale a las cuatro de la tarde. He llegado a las siete de la mañana, con una maleta que pesa un quintal y de la que no me han cobrado sobrepeso porque le he dicho a la mujer que llevaba libros. Así que cojo un taxi, le pido que me lleve a la Estación Sur y tengo suerte, porque el próximo exprés sale a las diez de la mañana. Llegaré pronto, encenderé el ordenador, desharé la maleta, pondré lavadoras, comenzaré a contar mi experiencia y volverá la vida que tenía.

18 de septiembre.

jueves, 23 de diciembre de 2010

El último día

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Espero a Robert en Legal Grounds. Hemos ido a Liberty State Park ("aquí empezó todo, ¿te acuerdas?"). A Nueva York hoy lo cubren la niebla y las nubes. Él mira el perfil de Manhattan:

-Despídete.

Luego me dejará sola, en el Legal, para que me despida de los niños. En casa abrazo a Boule, que no me hace ni caso porque está comiendo. Voy a buscar a D. No sé cómo despedirme, pero él me ayuda cuando me tiende los brazos. Mientras me abraza, me susurra:

-I'll miss you.

Y yo empiezo a llorar ya.

Lloraré más cuando me abrace X.

-¿Volveré a verte?
-No lo sé. Si usted viene, no vendrá antes de un año...

No lo sé, pienso. Quizá sí.

-Bueno. Si no estás aquí, iré donde estés.

La última imagen que veo de Nueva York es la primera que vi. El perfil de Manhattan como un lego y la Estatua de la Libertad.

-Hey, ahí está la niña.

Robert me sonríe.

Hoy he desandado todos los lugares. El Liberty State Park, el Legal Grounds, la casa de Robert, cerrar la puerta por última vez; please, don't let the door slam; abrazar a Boule y acariciarle a contrapelo.

Así comenzó y así acaba.

-No sé para qué te llevo al aeropuerto-dice Robert-: tu taxista debe de haber regresado ya de las Bahamas.

Ya sé por qué me gusta tanto verle conducir. Porque conduce igual que Pupe, cambiando de marcha de la misma forma. Casi no hablamos. A mí me da el aire en la cara y me alborota el pelo y le miro mucho. El rizo rebelde, las arrugas de alrededor de los ojos cuando sonríe, como ahora, la forma de agarrar el volante.

Se lo dije a Roy el miércoles: jamás imaginé que me resultaría tan duro despedirme de esta ciudad. En el bolso, la bolsa de la Strand, llevo un muffin de canela: hoy me han hecho un desayuno especial, un crepe de salchicha, con fruta. Antes de despedirme de Boule, Robert se ha largado a pasearlo sin decir nada. Y yo he sonreído, pensando en que tenía que adelantarme él en la salida, por última vez.

Ayer se lo pregunté:

-¿Te podré dar un abrazo cuando me vaya?
-Claro.

Y me abraza, flojito, la primera vez.

Qué quieres, pienso. Es americano.

Pero luego regresa. Y vuelve a abrazarme. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces.

-Espero que te lo hayas pasado bien.

Asiento porque no puedo hablar. Y vuelve a abrazarme. Y se va al coche porque llegará tarde al trabajo y yo le miro porque, cuando al fin he podido decirle "gracias", se me ha quebrado la voz.

Me hace reír. Para variar. Saca una botella de agua con la colilla que metí allí dos días antes, cuando fuimos a cenar con Marwan y nos dejó fumar en el coche:

-¿Qué es esto?

Y me río y lloro a la vez. Él se da cuenta:

-¡No te emociones!

Demasiado tarde.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Manhattan bajo la lluvia

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Al final sí vuelvo a Manhattan. Llega la hermana de Robert. Vamos a recogerla a la Penn Station y, mientras ellos hablan, yo observo cómo era ese edificio magnífico que se destruyó. Y me llevan los demonios, porque era verdaderamente impresionante. Llueve. Nos metemos en Borders y curioseamos. Hay muchísimo bullicio en la calle. Una mujer drogada y borracha y dos o tres mendigos que me piden cigarros. Estoy abasteciendo a todos los sintecho de Nueva York. Me dan la mano y me saludan. Cuando llega nuestra visitante, cenamos en la terraza del Cookshop, protegidos por una sombrilla cuadrada mientras afuera llueve. Los dos hermanos juntos son muy divertidos.

Maíz frito (curioso), spaguetti para mí, pizza para ella y un plato con berenjenas para Robert. Y los primeros pimientos que me gustan en mi vida.

Eso sí que me asombra.

Robert no me deja pagar. Me sonríe:

-Es tu última cena.

Cuando llegamos a casa, Robert le pregunta si se ha traído los zapatos. Tiene el mismo número que yo y me los deja: son acharolados, magníficos, de un diseñador del que no recuerdo el nombre pero con unos taconazos de vértigo. Los saca de su maleta y me dice: Póntelos.

Robert está en su cuarto y le silbo:

-Mírame bien, porque ningún tío me ha visto jamás, ni me verá, con unos zapatos así.
-Wow. ¡Te quedan muy bien!

Creo que alguna vez debería aprender a andar con tacones.

16 de septiembre.

martes, 21 de diciembre de 2010

Fotos

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Creo que me llevo 56 gigas de fotos. La mayoría, de apuntar y disparar y alguna con los parámetros equivocados. Robert escanea negativos. Los vemos en una caja de luz. Revisa mis imágenes y le gustan mucho algunas. A mí me hace ilusión. Sé que voy a sonreír mucho cuando las vea y las archive y que tendré que acordarme de cambiar la fecha y la hora de la cámara. Sé que querré llegar a casa pronto. Para encender el ordenador y descargarlas y ver de nuevo las caras de Robert, Boule, Fer, X y todos los demás.

Y contarlo.

Colgar en pasado lo que escribí en presente porque lo viví. Porque compartí mi vida con un puñado de personas a las que les he dicho muchas veces que me gustan mucho. Porque hubo un día en que caminé por Jersey y por Nueva York. Porque comí fluff de marshmelows y sushi. Porque escribí mucho en Legal Grounds viendo una parra cuajada de uvas.

16 de septiembre.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Recuerdo

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Recuerdo. La primera vez que oí la voz de Robert, por teléfono. La primera vez, pasados unos días, que Boule se paró en la escalera para esperarme. Y ayer, que me lamió por vez primera. El día que conocí a Fernanda, en Legal Grounds (soy argentina, fotógrafa y budista). La primera charla con X. Sus abrazos. El olor del Hudson. El olor de la hierba mojada de Central Park. La vida ebullescente del East Village. Sonny Rollins y Roy Hargrove y Christian McBride y Ornette Coleman y Jim Hall encima de un escenario. Yo, cantando New York, New York, en el Marquis. Los encuentros: Sean, los músicos de Verdi Square, la señora del Greenwich que me llevó a la casa de Mark Twain. La tercera planta de la Strand. Acordarme de Roy en cada esquina y desear caminar con Robert por el puente de Brooklyn. Louis, el taxista haitiano que me salvó la vida. El camarero orondo de la Pete's Tavern. Las múltiples visitas a la biblioteca. Detenerme en todas las librerías. Ser consciente de que soy muy feliz, de que he sido muy feliz aquí. Todas las charlas en inglés y Marwan mirándome, muy fijamente, y sonriendo:

-Hay que estar dispuesto a ser muy ridículo para aprender otro idioma.

Le cuento que vengo de una ciudad llamada Badajoz que fundó Ibn Marwan. Robert me sonríe.

-No hagáis planes sin mí -les digo cuando quedan para el domingo:-Estáis a ocho horas de avión y 700 euros.

16 de septiembre.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Legal Grounds

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El tiempo ha pasado muy rápido aquí. Hoy es mi último día entero en este lugar. En estos lugares. Volveré. No sé cuándo. Pero volveré. Antes de que Boule, que ya es viejito, se vaya para siempre. Para hacerle fotos raras. Para tomarme un muffin con canela o un bagel en Legal Grounds. Para pasear por el Greenwich y ver Harlem. Para ir de compras con Elizabeth.

-El domingo brindaremos por ti-me dijo ayer-: Estarás.



He quedado con Fernanda para desayunar, después de que Robert se haya ido y me haya dejado en el Legal Grounds con Boule. Desayunando, me voy al baño y me sigue: desde el baño, oigo la voz de Fer intentando que no salga del jardín. Sonrío: es la primera vez que ocurre. Creo que ya ha aprendido que, si Robert no está, yo cuido de él. Cuando se lo cuento a su dueño (y cuando le cuento que, después de escribirle y de que me entrara la llorera, Boule me lamió) se asombra mucho. Nunca lo hace, ni una cosa ni la otra.

Despido a Fer (y quedamos para comer, después de que ella trabaje un rato y archive unas fotos) y me voy a pasear. Cruzamos las vías, caminamos por el Morris Canal y aspiro su olor: recuerdo los paseos con Robert por esos mismos lugares y llego al Liberty State Park. Ahí comenzó todo. Viendo Manhattan sin saber que era Manhattan y con Robert haciendo que me fijara en la estatua de la Libertad, hace ya tantos días. Veo el edificio hermoso donde se compran los tickets para visitar Ellis Island: la Central Railroad Station de Jersey City. El sol me da de frente y Manhattan se desdibuja.



X viene a traerme el segundo café del día. Ayer los niños tomaron café turco, hecho en puchero, con cardamomo y canela. Boule está tendido a mis pies y mueve la cola cuando le acaricio. Luego dormita.

He escrito mis días para que no se me olviden. El jardín del Legal Grounds está creciendo. Alguien lo cuida:

-No sé hacerlo, pero está quedando bien. Nada es imposible.

16 de septiembre.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

En Paterson

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Se me acaba esta vida y ayer, Elizabeth, una mujer muy interesante que me tiene que llevar de compras la próxima vez que venga, me preguntó si no podía aplazarlo, porque el domingo tienen otra ruta gastronómica. Es una costumbre de su grupo: ayer, después de dos atascos considerables por dos accidentes, llegamos a Paterson, lleno de palestinos, para que Marwan nos invitara a un buffet (cordero con yogur, arroz con piñones, babaganoush, hummus, taboulé, carne con okra y dolmas y un sinfín de cosas más). Marwan acaba de casarse con Amira, una mujer guapísima, increíblemente guapa y muy interesante. Hablamos en inglés, en español, en árabe. A veces me traducen, a veces no y cuando veo que no sigo el hilo, pido ayuda.

Esa tarde, en el coche, viendo Jersey City, decido no ir más a Nueva York. Me voy a quedar en Jersey, paseando con Boule, y en Legal Grounds, con los niños y viendo la ciudad y el perfil de Manhattan que nos saludó ayer, cuando volvíamos.

Es lindo este chaval, pienso. Ayer, cuando cambiamos de bar para ir a tomar postres (y volver a hablar en inglés y en árabe con el camarero: lo poco que sé de uno y lo menos que sé de otro), salí a fumarme un cigarro y los veía allí, hablando: observando desde fuera. a Elizabeth y a Fer, a Robert, a Marwan, a Amira apoyada en él... y le miraba hablar y reírse, dando sorbos a un café turco que luego le puso espitosísimo cuando llegó a casa. Me gusta ir con él en coche y que me vaya señalando cosas interesantes, sin hablar, para que yo me fije, porque es mucho más observador que yo y tiene ojo de fotógrafo.

-En esta ciudad-le comenté un día- siempre hay un árbol o un coche que te jode la foto.
-Eso es porque no sabes integrarlos.

15 de septiembre (aunque lo escribí el 16).

martes, 14 de diciembre de 2010

Paseando a Boule

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Después de escribirle a Robert, me entra una llorera horrorosa. Cuando yo digo "llorera" es que se me saltan las lágrimas: lo que para otras personas sería "emocionarse", porque lo de llorar a moco tendido a mí nunca se me ha dado bien (y mira que lo intento, pero me veo ridícula llorando: creo que es la falta de práctica). Gracias a la ridiculez, decido irme con Boule a dar un paseo. Yo no lo dejo suelto, porque a mí no me hace caso: a Robert tampoco, la mitad de las veces, sobre todo cuando ve una ardilla o escucha ruido: se pone nervioso. Es curioso: el Chrysler es mi edificio favorito de Nueva York y he esperado a irme, casi, para entrar en él y para verlo desde abajo. Lo mismo me pasa con la imponente Grand Central Station (y eso que pasé por allí a los pocos días de aterrizar en la ciudad). Ahora recorro el camino diario: el Liberty State Park, la sección del Canal Morris. Hay lugares que he visto una y otra vez, casi a diario, y de los que no me canso nunca. Algunos saludan a Boule. Y me preguntan dónde está Robert. Llegará ahora: hemos quedado para ir a cenar a un árabe que está en Paterson. Yo decido no volver a Manhattan, a pesar de que me queda un día entero en este lugar. Quiero caminar por Jersey, mañana, y despedirme de la gente y hablar con X mucho rato.

15 de septiembre.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Anne's Morgan War

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La Pierpont Morgan está cerrada por reformas hasta octubre, pero hay una exposición de la hija del magnate: Anne Morgan's War. Fotografías. Anne Morgan's War: Rebuilding Devastated France, 1917-1924. Un grupo de mujeres estadounidenses se fueron a Francia después de la Primera Guerra Mundial. Se llevaron cámaras de fotos. También hay textos y diarios. La muestra estará hasta el 21 de noviembre y merece mucho la pena.

Camino, sola, viendo los pueblos derruidos, los retratos de los niños y las instantáneas que muestran cómo trabajaban. Anne Morgan no estaba sola: la ayudó Anne Murray Dique, que era médico y organizaba todas las actividades. También hay películas mudas. Y cartas personales. Y mucha destrucción. Todavía no sabría definir si es fotografía de propaganda o fotografía documental. Quizá esté a caballo entre las dos. La población había perdido sus casas (hay muchos niños jugando entre las ruinas). Pero ellas llevaron libros y dieron clases, curaron y trajeron alimentos.

Al final, pienso, sólo he visto exposiciones de fotografía: ICP, Erwitt, Morgan. Sobrecogedoras, todas. Agridulces.

15 de septiembre.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Robert

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El camino hacia Grove Street. Please, don't let the door slam. Levantarse a las seis de la mañana, pasear con un perro que tiembla si te vas, lanzarle la pelota, sentarme en la alfombra para acariciarlo; las calles de Manhattan contigo en coche; un viaje a Cold Spring; un Kindle sorpresa; tú, apoyado en el quicio de la puerta, con una Coronita en la mano, para preguntar qué tal el día; tu sonrisa irónica; tu rizo rebelde. Los dos tonos distintos de voz. Aprender palabras nuevas. La reunión de los lunes. Las camisetas con mensaje. Una revista de geeks. Verte hacer cosas: conducir, prepararme un sándwich de salmón, fregar los platos. La forma en que acaricias a Boule con el pie. Tu generosidad. Que me hagas el café. Mirarte las pecas. Que me borres las fotos y me saques de quicio pero acabe riéndome porque lo cierto es que me divierto mucho estando contigo.

Ha habido más cosas: unas botellas de vino, un revelado, fotografías nocturnas, nuevos amigos, los tamales, una mujer apabullante y Boule siempre. Ahora está tendido a mis pies.

No te lo voy a poder agradecer nunca, Robert. Toda la belleza que eres capaz de generar, tu manera de acogerme y de cuidarme, el modo tan hermoso que has tenido de hacerme sentir en casa. Nueva York y Jersey City son mucho más bonitas cuando tú caminas por ellas. Cuídamelas, a las dos.

De Boule no te digo nada porque ya sé que lo cuidas. Voy a acordarme mucho de él.

Y a ti voy a echarte mucho de menos.

15 de septiembre.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Despedida

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Me he despedido de Bryant Park, con un concierto de piano. Esta noche hay ópera. También esgrima y yoga, gratis. He ido a Grand Central y al Chrysler (con ese vestíbulo tan impresionante y unas pinturas que parecen de Thomas Hart Benton y son de Edward Trombull), a ver el Daily News y Sniffen Court, con el portón cerrado. En la calle hay un cartel: What's your story?. Un concurso, creo recordar, para que cada cual escriba lo que quiera. Yo me acuerdo de Roy, por uno de los primeros mensajes que le leí, hace mucho tiempo, y sonrío mucho. Ya debe de haber llegado.



Cuando estaba en Bryant Park, he decidido comer en Legal Grounds. Me vuelvo a Jersey. Esta mañana ha hecho buen tiempo y he salido al jardín. Hablamos y hablamos. Robert me ha despertado con una llamada: he dormido cuatro horas, ayer llegué tarde, pero no me importa. El rito diario de hacer correr a Boule. No hay tiempo para hacer fotos: el viernes, promete. Aunque luego, como siempre, revisará y borrará las que no le gustan.



Cuando estoy con Boule, en casa, después de comer, comienzo a escribirle. Y decido no volver a Manhattan y quedarme mañana con los niños. A pesar de Harlem. A pesar de Bond Street. A pesar de todo lo que no he hecho.

Cuando llega, le regalo un libro de cocina vegetariana y un marcapáginas con un proverbio danés: de la Strand.

El camino a la casa de un amigo nunca es demasiado largo.

15 de septiembre.

viernes, 10 de diciembre de 2010

East Village

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Recorro el East Village buscando mis sitios. El antiguo Fillmore Auditorium, ahora un banco, donde The Who estrenó Tommy y donde tocaron Pink Floyd y Jimi Hendrix; la 8th Street, con sus casas perfectas, la Cooper Union donde estuvo Mark Twain y donde Abraham Lincoln hizo ese discurso tan famoso de El derecho hace la fuerza. La Grace Church está cerrada a las visitas, así que me quedo sin ver por dentro la iglesia que proyectó James Renwick Jr con 23 añitos (el mismo que hizo la catedral de Saint Patrick): las librerías. He quedado con JoshNogales y Virginia. Virginia llega tarde, porque se ha encaramado en la 77 en lugar de en la Séptima. No sé ni cómo nos encuentra. Me gustan estos dos. Hablamos mucho. De la ciudad y de nuestras vidas. Acabamos en un Dallas BBQ tomando un cóctel con tequila, fortísimo, y carísimo, por cierto (el alcohol es muy caro en esta ciudad, ya me lo había dicho Begoña) que pretendemos, estilo español, llevarnos en un vaso de plástico hasta que la camarera nos recuerda que es ilegal. Debe de pensarse que en España somos unos borrachos.



Hoy, casi cuando me voy a ir, descubro otros de mis lugares favoritos de Nueva York: el Tompkins a la cabeza (y pensar que por poco no voy, porque estaba agotada cuando decidí caminar siete u ocho calles más allá y verlo al atardecer) y el East Village, con su St Mark's Place cuajada de gente...



14 de septiembre.