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martes, 23 de octubre de 2012

La niña de sus ojos / Intimidades

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Joyce se me aparece, otra vez, como lo hizo en la Facultad, con Michael esperando bajo el frío en Dublineses. Nunca he leído el Ulises, pero sí me ventilé, cuando tenía 12 años, con una mezcla de asombro, pavor y excitación, sus Cartas a Nora, en una biblioteca de pueblo, de pie. Siempre había pensado en Joyce como en un Kierkegaard cualquiera, con sus paseos a las cinco en punto de la tarde y jamás me imaginé que fuera tan absolutamente pornográfico. Ahora leo La niña de sus ojos, sobre Lucia Joyce, sobre Mary M. Talbot, sobre Bryan Talbot, sobre Samuel Beckett, sobre James S. Atherton y pienso que, al final, una necesita sus propios ajustes de cuentas, cuando ya no pueden leerlos.

Y esas mujeres.

Las que no supieron, las que se volvieron locas, a las que internaron en sanatorios porque vivieron en la época equivocada, o las que murieron intentando controlar su cuerpo, como ocurre en Intimidades, de Leela Corman (sí, ya lo sé: ¡confundí el Lower East Side con el Upper East Side! ¡Yo! ¡La que se compró hasta la guía de los cómics de Nueva York!). Las dos son historias tristes. Una la cuenta a cuchilladas, de una manera totalmente asentimental, unas elipsis que te dejan construir la parte del discurso que te falta (lo que no, te lo ofrecen las caras, unos ojos, un rictus). Las dos hablan de la dualidad, de la identidad propia, de la supervivencia, de la formación. De la ropa tendida, de relaciones que nunca son mágicas.



Siempre me ha interesado por qué la gente elige una forma determinada de contar y cómo mi propio mundo, tan pequeño, tan de andar por casa, es capaz de interpretarla. Qué se elige en el encuadre de una viñeta, qué se saca del encuadre de una fotografía, por qué un trazo, por qué una luz, por qué una nota. Por qué, al final, yo leo lo que leo y por qué sé, al instante, nada más pasar la última página de esos dos libros, Intimidades, La niña de sus ojos, que lo único que voy a ser capaz de recordar dentro de unos meses es la pena.

martes, 29 de marzo de 2011

Marilyn

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La fotografió Bert Stern para la revista Vogue, seis semanas antes de morir. Cuentan que había unas botellas de Dom Pérignon, una suite -la 261 del Hotel Bel Air- y un cuerpo desnudo que era luz en el objetivo. La mujer que entornaba los ojos, la del lunar cerca del labio y el pelo rubio platino que siempre llegaba tarde, aparece con un pañuelo de rayas y una cicatriz en el costado. Un pecho más pequeño que el otro y más caído, algunas arrugas marcadas, el paso del tiempo y un costurón grande y bien visible.

Era, sigue siendo, el mayor mito sexual de la Historia.

Hoy la hubieran retocado con Photoshop.

Imagen de Bert Stern.

martes, 8 de marzo de 2011

Cien años

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Han pasado cien años desde que comenzó a celebrarse.

No es una celebración, sino una reivindicación.

Si me quejo, o si me indigno, siempre recibo las mismas respuestas.

Que soy una víctima. Que no me puedo quejar, porque antes estábamos peor. Que odio a los hombres.

Yo no nací mujer.

Ni siquiera supe devenir en una.

La conciencia de género me la despertó un hombre. Fue un hombre quien me habló de Seneca Falls por primera vez. Y de Elizabeth Cady Stanton.

Existir, existen. Y existieron. Marx. Engels. Stuart Mill.

Raúl, que intenta entenderme. Carlos. Ángel, cuya escultura sobre la igualdad, uno de sus sobresalientes en Bellas Artes, preside mi estantería desde hace años. Luis. Agu. Carmelo. Javi. Alfredo.

Los amigos que tengo.

Y Neno.

Gracias.

La imagen es de Cady Stanton.

martes, 23 de noviembre de 2010

Historias de Nueva York

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Cuando llego a casa, leo. En Nueva York, en 1741, había diez mil blancos en la ciudad y dos mil esclavos negros. En el periodo colonial, era como un reino feudal en el que los holandeses establecieron un sistema de alquiler de las fincas del río Hudson, donde los barones controlaban por completo la vida de los arrendatarios. Hubo revueltas. Bajo el mandato de Benjamin Fletcher, se concedió el 75 por ciento del territorio de Nueva York a unas treinta personas y le regaló a un amigo suyo (por 30 chelines simbólicos) medio millón de acres. En 1700, había muchos pobres en la ciudad: niños de cuatro a catorce años que pasaban sus días en la calle.




Lo cuenta Howard Zinn. Ahora también hay, en esta ciudad, un sinfín de pobres. Aquí deberían ser considerados pobres quienes no tuvieran suficiente para poder disfrutar de Nueva York y no malvivirla. Se les ve en el metro, durmiendo en algún portal y pidiendo en cada esquina (en las puertas de las iglesias no he visto a ninguno). Suelen ser hombres, de mediana edad, alguno muy mayor, la inmensa mayoría negros. En el Upper East Side, todos blancos: los vecinos del barrio, digo. Los porteros, negros. Cargando cajas, negros. En los camiones, repartiendo, haciendo el trabajo duro, negros. Camareros los hay de todas las razas.

La riqueza, en este sitio, estuvo concentrada en unas pocas manos desde 1770. No eran indios, ni negros, quienes la tenían. Como en cualquier otro lugar de Occidente. Lo explica Howard Zinn en La otra historia de los Estados Unidos. Habla de las mujeres, también: de Elizabeth Cady Stanton; de Lucretia Mott; de Sojourner Truth -nacida esclava en Nueva York: "Mirad mi brazo. He trabajado la tierra, he sembrado y he recogido la siembra en el granero y ningún hombre me podía ganar. ¿Y no soy mujer?"-, Angelina y Sarah Grimké, o Harriet Tubman, que sacó a miles de esclavos en el Tren Subterráneo porque a los 15 su capataz la hirió en la cabeza: "Había una o dos cosas a las que tenía derecho: la libertad o la muerte. Si no podía tener una, tendría la otra, porque ningún hombre me iba a tomar con vida".





Ayer lo hablaba con Robert, mientras volvíamos de las fotos nocturnas. Si hubiésemos nacido esclavos, o indios, ¿habríamos tenido los arrestos suficientes como para rebelarnos contra el hombre blanco? ¿Habríamos asumido su superioridad sin plantearnos que el mundo podría haber sido de otro modo, podría ser de otro modo, que nosotros también teníamos los mismos derechos?

-Quiero creer que sí para no darme asco a mí misma-le dije-, pero no estoy tan segura. 

Porque hay cosas, eso lo sé bien, de las que ni siquiera te das cuenta hasta que otras mujeres te las muestran.
9 de septiembre.

jueves, 26 de marzo de 2009

Dogmas de fe

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Hay temas que no me merecen ningún tipo de debate. Son dogmas de fe, si quieren, y ni siquiera me molesto. Ya no. Que te eduque tu padre, pienso. O una biblioteca.

Que la gente ha de saber dónde están sus muertos; que una lengua no se impone; que habría que legalizar todas las drogas; que la mujer está discriminada; que habría que nacionalizar ciertos servicios; que los impuestos de un país no pueden mantener a una persona y su familia por razón de cuna. Y así.

No gasto mucha tinta, ni saliva, en convencer a nadie, aunque contesto cuando me preguntan, si tengo ganas. Lo malo es que después, saben, la gente opina. Y se escriben editoriales en los periódicos y nuestros políticos se la cogen con papel de fumar y dan vergüenza ajena y hasta se publican cartas de lectores destacadas, en recuadritos, en los medios de comunicación.

La última vez la vi allí, sin respuesta, en una revista destinada al público femenino, con esas cosas que les interesan a las mujeres (belleza, pareja, cómo hacerle disfrutar a él en la cama, hijos, consultorio psicológico, cocina, moda). La publicaron, digo yo, por aquello de la pluralidad de opiniones y de la autocrítica, faltaría más.

Que a ver cuándo alguien se atrevía a investigar cuánto había influido el grado de violencia psicológica que ejercen las mujeres hacia los hombres que son sus parejas antes de que éstos, agotados ya y sin otra opción, hubieran decidido darles una paliza o matarlas. En defensa propia.

Yo estaba allí con mi cigarrito, fuma que te fuma, el sol calentándome la espalda después de un frío invierno muy frío, leyendo aquello, negro sobre blanco y volviendo a releer, como hago con todas las frases de los libros que me abren la mente y me espolean.

Y me jodió, entiéndame. Porque una a veces tiene este tipo de revelaciones sobre los temas sobre los que ha pensado mucho. Y carajo, pensé: esto cómo no se me ha ocurrido a mí antes.

Imagen de Aaron Ramos.

domingo, 8 de junio de 2008

Toda una señorita

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Nunca anduve sobre tacones de aguja, ni me pasé horas probándome ropa que no me fuera a comprar por necesidad, ni me maquillé indefectiblemente antes de salir de casa, ni supe con qué combinar un collar ni tuve jamás un bolso de fiesta. La expresión armas de mujer me pone enferma y me parece machista que las mujeres la usen: lo mismo me pasaba con los libros sobre la edad del pavo en esa adolescencia de cinturones con tachuelas y camisetas negras de lo más heavy. Las colonias masculinas me siguen gustando mucho más, pero ya me parecía rizar el rizo y nunca me atreví a usar una (debería hacerlo. Como teñirme el pelo de lila y azul). Cuando tenía 13 años me hicieron un pasillo porque llevé falda a clase, tardé dos sexenios más en perforarme las orejas y debe de hacer más o menos el mismo tiempo que no me pongo un vestido. Me encantan las pinturas, pero son todo un misterio para alguien que no sabe hacerse la raya del ojo ni perfilarse los labios. El esmalte de uñas me está prohibido y me depilo las cejas cada cuatro meses, casi con la misma asiduidad con la que me paso por una peluquería. Las pulseras me incomodan y me duran años los relojes. Agradezco que nadie haya querido transformarme en una señorita porque hubiera sido una fuente de frustración inagotable. Hablo alto y claro y mal, digo tacos, fumo, me gustan las tascas. No sé sentarme correctamente. Odio las telas con flores y se me mueren todas las macetas. No tengo tampoco la más mínima idea de decoración y una tarde de compras es un plan insufrible: si entro en más de dos tiendas necesito un café.

Y, sin embargo, una noche, un tipo me miró a los ojos y me dijo que soy muy femenina. Que a mí no me hacía falta nada de eso.

Y lo dijo así: a bocajarro y sin anestesia.

Todavía estoy intentando asimilarlo.

Imagen de Bett, diseñadora argentina que vive en Madrid y que tiene un blog con ilustraciones preciosas.

sábado, 1 de marzo de 2008

El mal menor y la niña de Rajoy

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Hoy he votado.


También he conducido desde una ciudad a otra por primera vez casi setenta kilómetros, con mi madre y una amiga (mi madre blanca de miedo, por supuesto) para ir a ver mi casa nueva y he comido en otro país para celebrar el cumpleaños de otra amiga y he ido a la dietista y he perdido casi otro kilo y me han comprado ocho copas para vino y un frutero y un macetero pequeño en el que no cabe mi cactus y he visto a dos amigos que hacía tiempo que no veía...

Pero hoy he votado.

En alguna ocasión me he quedado parada delante de la urna, cerrando los ojos -diosmíodiosmíodiosmíodiosmío- porque tenía la desgracia de conocer a los dos candidatos de este bipartidismo de facto que existe en mi país. No he podido votar siempre. Hoy, sí: no al más idóneo (ése no existe), sino al mal menor. Para variar. Tampoco pasa nada: una está acostumbrada a ver a políticos en la tele, o en otras partes, y a que se le caiga la cara de vergüenza: lo que ocurre en todas las ocasiones deja de doler. Y también ha interiorizado aquello del voto útil y lo de ejercer un derecho, así que hoy me he plantado en Correos completamente convencida de que hacía lo más correcto. No lo mejor: sólo lo más correcto. Si lo pensamos fríamente, al final no es más que una desgracia como otra cualquiera... Pero yo quería hablar de otra cosa. También.

El lunes pasado, me obligaron a ver un debate. Llamarlo debate, en fin, es ser generosa hasta el descaro y lo mejor, lo más divertido, fue cierto discurso sobre una niña que se marcó uno de los dos candidatos (el que se sentaba a la derecha) y que a mí me hizo abrir la boca más que a Sebastian, el cangrejo de La Sirenita de Disney... Pensaba que eso había sido lo mejor -el discurso fue francamente risible-, pero comencé a leer en internet las réplicas de los que se supone que se sientan a la izquierda y se me revolvieron las tripas.

Seamos francos. La réplica que circula por internet y que se ha mandado de correo en correo la ha escrito un hombre. Por eso no aparece por ninguna parte que, si la niña crece, podrá llegar a ser presidenta del Gobierno, se dinamitarán los techos de cristal, no tendrá que sufrir la ignorancia a la que se somete a toda mujer por el hecho de ser mujer, cobrará lo mismo que sus compañeros hombres cuando desempeñe el mismo trabajo (porque podrá desempeñar el mismo trabajo), no verá cómo a ellos se les otorgan pluses y más pluses por el hecho de ser hombres, no se menoscabará su autoridad, no se le harán bromas sobre el largo de su falda y ningún político, en ninguna rueda de prensa, la llamará "bonita".

Cuando alguien pone de ejemplo a una niña, generalmente me sale un sarpullido, se me encoge el corazón o me muero de miedo directamente (estoy hasta salva sea la parte de paternalismos). Pero que se intente replicar un discurso político que tiene como protagonista a una niña "que será madura y responsable" -¡!- y la única línea de la réplica que se refiere al hecho de ser mujer hable, por supuesto, del aborto me parece hasta peligroso. Y digo por supuesto porque de qué otra cosa se puede hablar: es lo único que tiene visos de ser sexual y de quitarle problemas de encima al futuro padre de la criatura, que será varón siempre y en todos los casos, porque nadie se somete a una fecundación si no desea ser madre.

También lo sé. No lo asumo, pero lo sé. El machismo se interioriza. Lo sé. Vale. Lo veo todos los días. Pero cada vez que ocurre alguna cosa como ésta y hago la única lectura que puedo hacer de los hechos, recuerdo a cierto tipo preguntándome: "Oye, tú no serás lesbiana o feminista, ¿verdad?".

jueves, 1 de noviembre de 2007

Eso se aprende

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A ser una señorita, a no hablar de sexo, a sentarse bien, a no mostrarte demasiado despierta, ni demasiado inteligente, ni demasiado activa. Luego se aprende a no nombrar la palabra "feminista", que tiene mala prensa y de la que no es bueno parecer sospechosa. Nadie lo enseña. Nadie te dice que la mujer es inferior, absolutamente nadie, porque no hace falta decirlo. El presidente de un partido político te llamará "bonita"; el taxista te dirá "chiqui"; algunos te preguntarán si eres señorita o señora y, si trabajas con un hombre, le mirarán a él. De eso se dan cuenta pocas y casi ninguno: del ninguneo, la ignorancia y la invisibilidad a la que has de hacer frente porque naciste con el sexo equivocado.

Alguna hay a quien le gusta. No sé por qué. Para mí, y a pesar de las ventajas del mundo occidental, es como querer ser judío en la Alemania nazi.

(La imagen es de Charlotte Perkins-Gilman. Podría haber sido de cualquier otra, pero esta mujer me cae bien: eso sí, en ninguna librería he encontrado "El papel de pared amarillo").

miércoles, 30 de mayo de 2007

Un niño equivocado

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Yo fui un niño equivocado. Un niño demasiado patoso para ser niño, demasiado asustado como para trepar a los árboles y demasiado agudo como para no darme cuenta del sufrimiento ajeno. Y adopté ciertas posturas de hombre porque no sabía lo que era, pero sí que no quería ser mujer, que no quería ser como las demás niñas (porque lloraban, porque jugaba a los indios y vaqueros y a los piratas, porque leía cómics de superhéroes, porque leía) a pesar de que tuviera una cocinita y dos Barbies y siempre me tocara el papel de guerrera en las historias. Fui un niño equivocado pero luego, cuando crecí, me di cuenta de que también he sido -y soy- una mujer equivocada. Una mujer que no sabe usar lo que todo el mundo llama "armas femeninas"; una sacrílega que no cree en el poder de los escotes ni en los brochazos de maquillaje y a la que todos los hombres hablan como si fuera un hombre más (conquistas varias, polvos de una noche, tácticas de acoso y derribo). Las mujeres han de ser femeninas, dicen: y yo ni siquiera sé qué es eso. Al final, en esto, como en tantas otras cosas, como en casi todo lo demás, ando a caballo entre dos mundos distintos.

viernes, 8 de diciembre de 2006

Yo misma fui mi ruta

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Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:
un intento de vida;
un juego al escondite con mi ser.
Pero yo estaba hecha de presentes,
y mis pies planos sobre la tierra promisora
no resistían caminar hacia atrás,
y seguían adelante, adelante,
burlando las cenizas para alcanzar el beso
de los senderos nuevos.

A cada paso adelantado en mi ruta hacia el frente
rasgaba mis espaldas el aleteo desesperado
de los troncos viejos.

Pero la rama estaba desprendida para siempre,
y a cada nuevo azote la mirada mía
se separaba más y más y más de los lejanos
horizontes aprendidos:
y mi rostro iba tomando la espresión que le venía de adentro,
la expresión definida que asomaba un sentimiento
de liberación íntima;
un sentimiento que surgía
del equilibrio sostenido entre mi vida
y la verdad del beso de los senderos nuevos.

Ya definido mi rumbo en el presente,
me sentí brote de todos los suelos de la tierra,
de los suelos sin historia,
de los suelos sin porvenir,
del suelo siempre suelo sin orillas
de todos los hombres y de todas las épocas.
Y fui toda en mí como fue en mí la vida…

Yo quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:
un intento de vida;
un juego al escondite con mi ser.
Pero yo estaba hecha de presentes;
cuando ya los heraldos me anunciaban
en el regio desfile de los troncos viejos,
se me torció el deseo de seguir a los hombres,
y el homenaje se quedó esperándome.

Julia de Burgos

viernes, 25 de noviembre de 2005

8 de marzo de 2003

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El racismo y el machismo beben en las mismas fuentes y escupen palabras parecidas.

La mujer, nacida para fabricar hijos, desvestir borrachos o vestir santos, ha sido tradicionalmente acusada, como los indios, como los negros, de estupidez congénita. Y ha sido confinada, como ellos, a los suburbios de la historia.

Enseñan los proverbios, transmitidos por herencia, que la mujer y la mentira nacieron el mismo día y que palabra de mujer no vale un alfiler. En la vigilia y en el sueño, se delata el pánico masculino ante la posible invasión femenina de los vedados territorios del placer y del poder; y así ha sido desde los siglos de los siglos.

Uno de los mitos más antiguos y universales, común a muchas culturas de muchos tiempos y de diversos lugares, es el mito de la vulva dentada, el sexo de la hembra como boca llena de dientes, insaciable boca de piraña que se alimenta de carne de machos. Y en este mundo de hoy hay ciento veinte millones de mujeres mutiladas del clítoris.

No hay mujer que no resulte sospechosa de mala conducta. Según los boleros, son todas ingratas; según los tangos, son todas putas (menos mamá).

“En el mundo de hoy, nacer niña es un riesgo”, comprueba la directora de UNICEF. Y denuncia la violencia y la discriminación que la mujer padece, desde la infancia, a pesar de las conquistas de los movimientos feministas en el mundo entero. En 1995, en Pekín, la conferencia internacional sobre los derechos de las mujeres reveló que ellas ganan, en el mundo actual, una tercera parte de lo que ganan los hombres, por igual trabajo realizado. De cada diez pobres, siete son mujeres; apenas una de cada cien mujeres es propietaria de algo. Vuela torcida la humanidad, pájaro de un ala sola. En los parlamentos hay, en promedio, una mujer por cada diez legisladores; y en algunos parlamentos no hay ninguna.

Se reconoce cierta utilidad a la mujer en la casa, en la fábrica o en la oficina, y hasta se admite que puede ser imprescindible en la cama o en la cocina, pero el espacio público está virtualmente dominado por los machos, nacidos para las lides del poder y de la guerra. Carol Bellamy, que encabeza la agencia UNICEF de las Naciones Unidas, no es un caso frecuente. Las Naciones Unidas predican el derecho a la igualdad, pero no lo practican: al nivel alto, donde se toman decisiones, los hombres ocupan ocho de cada diez cargos en el máximo organismo internacional.

Eduardo Galeano: “El Mundo Patas Arriba”.


Fue un 8 de marzo de 1857. Una marcha pionera de obreras textiles recorrió los suburbios ricos de la ciudad de Nueva York para protestar por las miserables condiciones de trabajo. El 5 de marzo de 1908 comenzó una huelga del mismo gremios de obreras. Tomaron la sede de su puesto de trabajo pacíficamente. Y más de cien mujeres murieron en un incendio que se atribuye al dueño de esta fábrica.

Desde entonces, las mujeres, gracias a los movimientos feministas, han conseguido derechos fundamentales que antes les estaban negados. Pero no siempre fue así. Hubo una sociedad paritaria. En África. Las decisiones se tomaban por los miembros de la tribu en asamblea y las mujeres realizaban los mismos trabajos que los hombres. Hasta que llegó el colonialismo y se impuso esta concepción del mundo que relega a la mujer al olvido.

Hay cifras reveladoras de que la igualdad está lejos de haberse conseguido. Una de cada tres mujeres ha sido golpeada, obligada a mantener relaciones sexuales o ha padecido algún tipo de abuso. Un mínimo de 60 millones de niñas que podrían estar vivas han desaparecido por los abortos selectivos, el infanticidio o el abandono. La contribución anual de las mujeres sin salario, en todo el mundo, equivale al menos a tres trillones de dólares. Buena parte de esta economía sumergida está sustentada en empleadas del hogar y trabajadoras inmigrantes. El acoso sexual en el trabajo es algo que ha sufrido el 18% de las mujeres españolas. Y los números siguen y siguen, pero detrás de ellos siempre hay una historia de invisibilidad.

Una mujer no sólo desempeña su empleo, si lo tiene. Además, ha de ser, casi por mandato divino (tradiciones, lo llaman) costurera, limpiadora, cocinera, decoradora, economista, niñera, médico, psicóloga y diplomática... y todo eso, además, con discreción. Su capacidad de tener hijos la ha confinado al espacio privado: al hogar y las tareas domésticas, de las que no puede desasirse. Los hombres, la mayoría, tan sólo ayudan. A la mujer se le exige un trabajo que no acaba nunca y, además, que siempre permanezca guapísima y radiante.

Pero lo que hace un hombre puede hacerlo una mujer, dicen las feministas. Sin embargo, hace falta cambiar otras concepciones, desde la cuna. Y comenzar a pensar en algo importante: que lo que hace una mujer, también puede hacerlo un hombre.