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miércoles, 12 de junio de 2013

Poesía

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Fui a Florencia pensando en que Rilke había estado allí antes que yo, decidiendo cuál iba a ser su futuro, intentando mirar como él miró al Perseo de Cellini, teniendo miedo de mis propias respuestas después de un abandono. Esta tarde he estado hablando de poesía. He estado recordando a Ángel Campos Pámpano, con sus amigos (escribir tal vez sea comparecer ante los otros / con los ojos más limpios). Me han estado recitando versos Basilio Sánchez (no hay nada razonable que no tenga una fuga) y José Manuel Díez (nunca más hablaremos de las cosas que amamos) y Miguel Ángel Lama y he amado Cristalizaciones y Baile de Máscaras lo mismo que antes amé 42, La caja vacía, Entre una sombra y otra. La periferia que es Extremadura, cómo el lugar inscrito te compone a su modo, por qué el íntimo misterio de una búsqueda, el mejor conocimiento que uno tiene de uno cuando lee lo que ha escrito.



Hoy he hablado de cosas de las que no hablo con nadie. De que a veces me aprendo poemas enteros, de que puedo recitarlos, íntimamente, por la calle. De Verlaine y de Rimbaud y de Llueve sobre los muros de la ciudad, que yo recité, también, cuando tenía 13, una noche de lluvia (Il pleure dans mon coeur / comme il pleut sur la ville). De lo bien que escribía Pardo Bazán (hay mil corrientes en mi pensamiento que solo contigo desahogo). De los hermanos que te conducen a libros.

Pero no les he dicho que fui buscando a Rilke.

jueves, 22 de mayo de 2008

Todas las razones

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Lo escribo para que el tiempo no lo borre, si es que la memoria puede jugar con tantos recuerdos. He sentido un pánico cerval en todas las ocasiones en que he pretendido que no se me notaran las carencias y muchas alegrías indescriptibles, también, a medio camino entre la euforia, la autocomplacencia y el orgasmo. Las enumeraciones sólo evocan y además son un coñazo, pero para eso me sirve a mí la escritura: para vivir más y de nuevo. No sé si estarán todas, pero son las suficientes. Las razones por las que merecieron la pena las jornadas interminables de trabajo y varios estallidos, porque yo todo lo hago con las tripas. Tendré que acordarme de todo si los meses vuelven ésta una vida que dejé.

Las noches de vino y estreno en la Alcazaba, con cerezas del Jerte y tartaletas de cordero y risas. Una charla sobre la violencia de la que somos capaces con Calixto Bieito; Jaime imitando el nacimiento de la vida a la manera de Cesc Gelabert; tener a Sonia en la misma ciudad; dos horas con Alicia Hermida y Jaime Losada hablando de libros, de Irak, de la gestión de la cultura y el teatro y un cómic de Julio Cortázar que abrir despacito y con reverencia.

La mirada de Pau Miró tras el estreno de Los Persas y un pulgar en alto. José Luís Peixoto en unos escalones para hablar del pudor y de la muerte. Los desayunos de las nueve de la mañana y los cafés en el sofá. Las lecciones de arte contemporáneo con José Antonio Agúndez y Agapito Gómez González. El teatro de provincias con Antonio Saura y el teatro clásico con Javier Magariño. Admirarme cada martes con la inteligencia y la acidez de Juan Carlos Blasco.

Un momento en blanco con Esteve Ferrer porque me habló de la belleza del castellano y yo me quedé sin palabras. Tomar un café telefónico con Luis Mateo Díez y poner a parir a los políticos ahora que no nos oye nadie. Las ganas de darle un abrazo a José Miguel Santiago Castelo, por la ternura y la acogida. La serenidad de Olvido García Valdés. El cigarro del descanso apresurado. La abstracción y Ada Salas. Gustavo Martín Garzo y el boxeo.

El momento en que Javier Rodríguez Marcos me confesó que las comparaciones no se soportan pero que cada cual ha de escribir su verso y unos cuantos autores rumanos que me pinceló su hermano Julián. El asombro de dos libreros cacereños cuando vieron que Belén Gopegui accedía en dos segundos a una entrevista. La clase magistral sobre revistas imposibles con Antonio Gómez. Una cena en la que Román Gubern fue el centro. La parrafada sobre los escritores y el ajedrez de Fernando Arrabal mirándome a los ojos. El amor por la danza de Cecilia Figaredo y cómo le presenté a Georg Trakl.

Unos cuantos cuadros con Pilar Molinos. La política, Ángel González y Luis García Montero. Una carta sin respuesta que le escribí a Eduardo Galeano. Los correos diarios con Enrique Pérez Romero. Inma Shara hablando de su pasión por la música y de cómo se interpreta una partitura, al modo en que el lector reconstruye una novela. El reconocimiento de Juan Carlos Mestre a la manera que tengo de colocar el balón.

También estuvieron Luz Casal en un aeropuerto; un favor pequeño al Festival; Antonina Rodrigo y su compromiso; la sonrisa de Nélida Piñón y el elogio de Antonio Gamoneda cuando le hablé del ritmo que los paseos imprimen a las palabras.

Y José Luis Puerto y Virgilio en los cuentos de Las Hurdes; José Manuel Díez hablando de poesía con una anciana; Alfredo Kraus y el Turandot de Puccini; Álex Chico reconociéndose en un texto; los dibujos de monstruos infantiles de Valter Hugo Mãe; Luis Eduardo Aute hablándome bajito y Enrique de Rivas y yo viendo el teatro romano desde las últimas gradas: la lección de historia y sus recuerdos de Azaña y María Zambrano.

Y la risa gozosa de Tomás Segovia a sus 81: "Me apabullas", el día que por fin le dije que es la persona más excitante, en todos los sentidos de la palabra, que he entrevistado jamás. Y una llamada: "Mi nombre es Luppi".

Ha habido más. La búsqueda de una manera personal de contar las cosas; la seguridad que he adquirido en mi trabajo; el compromiso político; el cigarro de antes de cualquier entrevista; la necesidad -cumplida- de nivelar por arriba siempre y de hacerlo cercano y la posibilidad que se abre, que se hubiera abierto, que no sé si se abrirá. Lo que se ha hecho y todo lo que queda, lo que quedaría, por hacer.

No sé si ha servido para algo hablar de cultura, la hermanita pobre de la información de cierre o de últimas páginas, el reducto de los becarios. Tampoco voy a contar lo que intenté, porque realmente siempre hice lo que me venía en gana y por eso ha habido muchísima más literatura que todo lo demás. No sé trabajar de otra manera y no sé disfrutar sin divertirme y me he divertido muchísimo y he crecido y me he admirado, que es la primera premisa para comenzar a aprender.

Me falta una persona. Creo que ha sido el oyente más fiel, más crítico y más entusiasta que he tenido jamás (a veces me he planteado si era el único). Me lo encontré por la red y con palabras y luego hubo blogs, chats, muchas llamadas de teléfono, aún más correos y algún desahogo. Se llama Miguel Ángel Lama. Yo le llamo profesor.

domingo, 11 de mayo de 2008

Ferias

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En Cáceres descubro a quien(es) sería(n) mi(s) librero(s) de vivir allí. En la ciudad que habito los fines de semana, el mío se fue a Huelva y me dejó sin distracciones, llamadas de teléfono y paseos por la sección de poesía.

La reivindico entre tanto best-seller que se puede encontrar en cualquier parte.

De todos modos, encuentro joyas, cuando el público me deja.

Compro clásicos: Kipling, Verlaine, Wilde.

Hago caso de una recomendación: Blandiana.

Sonrío cuando encuentro el último poemario de Segovia, que seis días después me dice que le apabullo.

Me llevo un libro de Peixoto y otro de un profesor al que le gusta dar clases.

Una semana antes, había tomado un vino con él y le puse cara, gestos y cuerpo a la voz. Me gustaron todos ellos. La voz me gustaba de antes.

Fueron los mejores minutos de un día de perros.