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lunes, 8 de abril de 2013

Que el ojo vea: no que el ojo reconozca

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Nunca veo muchas fotos de los lugares que voy a visitar. No me gusta llegar a los sitios con la sensación de que ya he estado allí, y, además, no tengo memoria "fílmica": habré visto mil y una películas de Nueva York y, hasta antes de ir, cuando me estuve preparando la guía, ni siquiera sabía cómo era el Empire State. De Florencia no he buscado más que los lugares desde los que fotografiar la ciudad desde las alturas. Como siempre, llevo dos guías en el bolso, más -en esta ocasión- un libro de arte y el libro electrónico cargado con 38 documentos que busqué por internet.

Siempre compro planos, pero, lo reconozco, no sé leer los mapas. Walter Benjamin decía que importa poco no saber orientarse en una ciudad, pero perderse por sus calles, como quien se pierde en un bosque, requiere aprendizaje. La mitad de las veces, yo acabo dando vueltas en círculo. Como si me perdiera en un bosque.

Al final, una busca los pequeños lugares que la van a hacer sonreír o emocionarse (como ocurrió en Nueva York cuando vi, sin esperarlo, la casa de Elizabeth Cady Staton). Cuando Dostoievski escribió El Idiota, miraba los muros del Palazzo Pitti y sabía -él, que finalmente no murió en Siberia-, de la muerte de su primera mujer, Maria Dimitrievna, de la muerte de su hermano Mijail.



Quiero averiguar, también, si sé mirar bien los frescos de la capilla Brancacci, donde Masolino permitió trabajar a su alumno, Masaccio, y el alumno pintaba de tal manera que no se distinguían sus estilos, hasta que logró desligarse de las ataduras de la imitación y voló y superó no solo a su maestro, sino también la época de su maestro.

Todo eso no lo he visto nunca. Sí el Duomo, el David, la Venus naciendo de Botticelli... los he visto y los he estudiado.

Lo demás no. Ni siquiera sé -no he querido mirar- cómo es la fachada de la Santa Croce. A mí me gusta que el ojo vea, no que el ojo reconozca. Cuando se quieren hacer fotos, eso es una renuncia: siempre te dicen que veas muchas, muchas fotos, de las ciudades para saberte los edificios de memoria y conocer las esquinas desde las que quieres disparar. Yo, como no tengo excesivas pretensiones (salvo, sí, hacer nocturnas y vespertinas, cosa que siempre me prometo que voy a hacer en todos los viajes y que al final, por una razón u otra -cansancio, lluvia- nunca hago) obvio el trámite de aprenderme la ciudad antes de verla por primera vez.

lunes, 25 de abril de 2011

Los desconocidos son amigos...

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Los desconocidos son amigos a los que nunca nos han presentado.
Walt Whitman.


A mí la gente no me gusta. Así, en general. En grupo pueden producirme auténtico pánico. Pero no se me nota, nunca se me nota, porque hablo mucho para no decir nada y porque, cuando estoy aturullada intentando cuadrar mi idea con la realidad que tengo enfrente, me largo a un bar, me tomo un ron, me tomo otro y se me olvida el miedo. O no. Pero lo parece.


Ha habido ochenta. Ochenta, ochenta y algo. A la inmensa mayoría ni les había leído. A otros sí y nunca tuve de ellos la imagen que otros mantienen. Llegó mi capitán, con esas manos que hablan y que no he podido retratar. Y llegó Carlos, por supuesto, Gayolopez. Y nos reconocimos. Al final siempre reconoces a la gente. A los que te gustan.


Jamás hubiera podido encontrarlos de otra manera. De pronto te encuentras tomando un café con alguien que te desbroza y te recuerda que si les das importancia a algunos, lo que estás haciendo sin pretenderlo es otorgarles poder. O caminas hacia el hotel, los pies doloridos, contando cómo funciona el mundo en el que estás. O asistes a una explicación sobre tarjetas de color y cartas grises, con esa manera que tiene Neus de contarlo todo tan claramente. Te despiertas porque Jocana te despierta ("los de Badajoz también duermen"), abrazas dos veces a Amparito en la despedida, intentas aprender un poco de valenciano mientras te ríes, compartes muchos ratos con Vigape para descubrir que su frialdad es timidez y ternura y escuchas a Joan Carles tocar el clarinete.



Nos vemos en el foro, dicen. Y es cierto. 

Me faltan fotos. Tendría que haber bailado un pasodoble con Pacosoriano (aka Pacocoñocallate) y haberme despedido de Pilar. Me quedo con las ganas de que me cuenten ciertas historias, aunque me haya venido con la del quarterback y la rubia, y lo demás. Un hijo escritor, una relación de 42 años, algunos gaperos reunidos, Gomendio acogiendo a todo el mundo, Begoña abrazándome antes de estallar, Javiermol (aka Mol) dándome mistela y descifrar qué quiere decir la firma de Megacampiona. Y la comida con Ramón y Cani, Carmen nombrándome mascotas; las gotas de la lluvia, el agua cayendo, el Vostell con mi cámara muerta, Vigape y yo escapándonos al lavadero de lana, Jocana intentando apresar el conceto que llevó a Vostell a hacer todo eso y los chistes del último día, Venexia fumando sin parar (organizar la próxima quedada es un palo que solo se calma con tabaco), las parejas que han creado el foro y las quedadas, lo interesante que es José Luis con sus catorce años y las ganas que tengo de volver a retratar a Nekane y la investidura de Urko como Pecanor. Mucha gente, muchas anécdotas, pinceladas que se volverán a repetir, o no, en próximos encuentros. Sin saber qué saldrá de todo esto, después del cansancio y de las fotografías.

Ha estado muy bien. Y ha parecido tan corto...

Otras crónicas: La de Urko.

jueves, 7 de abril de 2011

Una extraordinaria alegría de vivir

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Os explicaré cómo me asalta el deseo de hacer una fotografía. A veces es como la continuación de un sueño. Una mañana me despierto con una extraordinaria alegría de vivir.
Robert Doisneau (1912-1994).

Me gustan los libros porque puedo ser otros. Y escribir porque puedo apresar a otros, y a mí misma, como no soy capaz de hacerlo de ninguno de los muchos modos que existen. Conozco gente cuya mente está poblada de imágenes: reconocen las ciudades sin haberlas pisado nunca, pueden imaginarse tal y como eran hace veinte años, archivan fotogramas como yo me aprendo los poemas. Esa extraordinaria alegría de vivir puede ser, también, la extraordinaria alegría de escribir. Y de decidir querer escribir de otra manera.

De repente, se me apareció el recuerdo.
Marcel Proust (1871-1922)

Escribir fija la memoria. La fotografía fija la memoria. Y, durante todo este tiempo, memoria y fotografía y testimonio han significado casi las mismas cosas. Yo compré una cámara por eso. Para poder escribir, también, como escribo con un bolígrafo, un teclado, una pluma. Para aprender un idioma. Para reconocer unas reglas. Para poder contar lo que veo cuando escribo o lo que no sería capaz de contar escribiendo.


El elemento más importante en una fotografía no puede ser definido.
Auguste Renoir. (1841-1919)

Punto de vista desde la ventana de Le Gras. Así se llama la fotografía más antigua que se conserva. Ocho horas de exposición desde allí y desde ninguna otra parte. ¿Escribir para contar qué? ¿Desde dónde se mira? ¿Hacia dónde? Acaso puedas reconocerte en las imágenes viejas, como no lo haces nunca en los viejos textos que tú has escrito.

La imagen es de Nicéphore Niépce y es, precisamente, claro, "Punto de vista desde la ventana de Le Gras".

jueves, 31 de marzo de 2011

Dos amigas

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Yo, ya lo sé, nunca me pondría unos zapatos como esos.

Pero la última vez que vi la luz, esa clase de luz, yo estaba con otra mujer, con varias copas de más y una ronquera más que considerable, contándonos la vida que nos vive y la que les vive a otras mujeres que están cerca. Pidiendo opinión y siendo leales, a las cinco y media de la mañana, después de haber estado caminando por Sevilla con un amigo con el que bailé.

No recuerdo cuánto tiempo hacía que no bailaba con nadie. Y que no hablaba de la muerte y del dolor y el desamor y el cambio que solo es posible con violencia y la rabia y los suicidios.

Luego llegué y la abracé y la besé y sus ojos se rieron, porque ella ríe con los ojos. Y le conté.

A mí me costó mucho estar así de abandonada con otra mujer, saber que forma parte de ese círculo luminoso que va a ser un colchón blandito en las zozobras, porque, durante mucho tiempo, ellas no me gustaron. Tardaron mucho, algunas, en transformarse en la mejor parte de mí, en la gente en la que me miro y reconozco.

Me he acordado, al ver esto.

Es la primera vez que me dedican una foto.

Hoy he estado leyendo un artículo de una fotógrafo de guerra, Lynsey Addario. Habla de cómo y por qué cubre una guerra una mujer. Hay una frase que me gusta: "People think photography is about photographing. To me, it’s about relationships".

He tardado un tiempo en comprender algunas cosas. Por qué me gustan las fotos que me gustan. Que hacer fotos y escribir eran solo una manera de contarme porque contarme siempre me ha sido complicado. Por qué, cuando otros fotografían flores o pájaros, yo les miro a ellos. Por qué me gusta la gente que me gusta. Y a qué clase de gente le gusto yo.

Gracias, Carlos.

La foto es de Carlos / Gayolopez.

martes, 29 de marzo de 2011

Marilyn

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La fotografió Bert Stern para la revista Vogue, seis semanas antes de morir. Cuentan que había unas botellas de Dom Pérignon, una suite -la 261 del Hotel Bel Air- y un cuerpo desnudo que era luz en el objetivo. La mujer que entornaba los ojos, la del lunar cerca del labio y el pelo rubio platino que siempre llegaba tarde, aparece con un pañuelo de rayas y una cicatriz en el costado. Un pecho más pequeño que el otro y más caído, algunas arrugas marcadas, el paso del tiempo y un costurón grande y bien visible.

Era, sigue siendo, el mayor mito sexual de la Historia.

Hoy la hubieran retocado con Photoshop.

Imagen de Bert Stern.

martes, 1 de marzo de 2011

Una foto

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Hace unos días vi una imagen. Fue en un fin de semana muy raro, que pasé aliviada en parte, algo maltrecha también, con amigos, con libros, con fotografías. Compartí algún dolor que no se ha ido, porque eso me va a doler por mucho tiempo y de muchas maneras diferentes. Y vi una foto.

He visto muchas de esa ciudad. Fui sin saber reconocer el Empire State y ahora distingo cada edificio. He escuchado a Billie Holiday, a Billy Joel y a Frank Sinatra a todas horas. Decidí irme a París para viajar sola y porque hay que ir a Lyon a ver a Noelia cuando para a Mateo. Y porque París significa otras cosas: una reafirmación y otra huida. Sé bien lo que va a significar París.

Una negación, para empezar.

Por eso esa imagen me puso triste. Hay una mujer. Viste de negro. Mira un escaparate. Nada más. Porta una bolsa de las que tienen el logo: "I love New York". Parece cansada o yo la imagino cansada. Y al final ya no sé si se trata de lo que la foto enseña o de lo que yo vi. O de la parte de mí que quiso ser ella y pararse delante de un escaparate que muestra ropa de época, porque hay no sé qué de Jane Eyre, y llevar una bolsa de I love New York porque he entrado en una de esas tiendas horteras de souvenirs para turistas y he comprado algo y...

Me supo a derrota, la foto. Porque sé que iré a París queriendo estar en otra parte. Y sé exactamente qué querría hacer en esa otra parte y que no voy a pedir permiso. Y que por eso no voy, porque no me apetece un no por respuesta, porque sería la tercera vez y porque no estoy de humor como para que no me duela.

Aunque nunca salgan las cosas como pretendo.

No sé quién es ella, pero lleva acompañándome desde entonces. He aprendido las luces de memoria, la forma de las dos bolsas, las letras del escaparate, las manchas del suelo, cómo otra persona coloca una pajarita, las rayas del mármol.

Justo después de verla mandé un mensaje. Para que me esperen, con un café calentito y un muffin de canela.

Él, me contaron, se puso muy contento.

Ahora sólo me queda cruzar los dedos. Y lo demás.

Imagen de Workinpana.

lunes, 3 de enero de 2011

Una foto al día

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He comenzado el año con un nuevo reto. Me convenció, ayer, Pacensepatoso, que en realidad se llama Domingo. Se titula 2011 en 365 fotos y es un grupo de Flickr. No es un proyecto nuevo: hay varias páginas en la red dedicadas a dar consejos sobre ello, como Fotografía Esencial o la de Arturo Goga, por ejemplo. No sabía cómo afrontarlo. No sé contar historias con la cámara. Ni siquiera me aclaro con la técnica todavía (aunque soy de las que empiezan la casa por el tejado y en cuanto mide dos fotos bien se compra una 60D). Pero me gusta el proceso. Y me ha gustado pensar en que puede ser algo que me mantenga activa todo el año y que, al mismo tiempo, me va a servir para escribir más, quizá, y para contarme más. Para recordar, con imágenes y con palabras, cómo ha ido todo. Para comprobar si la creatividad acaba con los dolores, sean estos cuales sean. O si el entusiasmo me hace avanzar. O si podré ir viendo una evolución y atreverme con los temas que no me gustan.


La primera imagen que colgué es este enanito. Está en mi árbol de Navidad. Ese día hice un sinfín, porque comencé el año en casa de María, como siempre, tomando café y galletas de chocolate, con dolor de riñones (eso, menos mal, no ocurre todos los 1 de enero) y con amigos. Con los mismos amigos con los que llevo compartiendo las Navidades ya ni sé cuánto tiempo. Ni falta que me hace.


La segunda es la parte trasera de mi iMac. Ayer, por error, introduje la tarjeta SD en la ranura del CD. Por lo visto le ha ocurrido a más gente. Después de un ataque de pánico, con correos a mi Sensei en Nueva York, twitters con Alcintas y Pacensepatoso y una llamada a Abraham (que dio con la tecla y me calmó), la tarjeta está en mi poder y pude descargarla y revelar... todas esas fotos trepidadas porque todavía me lío con la relación entre distancia focal y velocidad de obturación (ya no se me olvida).


Esta es la que más me gusta. La hice sin ponerme a la altura de los ojos de la niña (porque yo no me podía mover de una silla: me estaban tiñendo el pelo), que es la hija de una de las mejores peluqueras del mundo (y la que más me sube la autoestima: debería visitarla una vez al mes, pero soy un desastre). La iluminación tampoco era la mejor y tiene sombras en la cara. Pero me gustan sus ojos, que son así de grandes y azules y profundos y también me gusta su expresión, porque no quería que le hiciera fotos y al final he gastado más de una tarjeta en ella.

Mañana sé qué fotografiaré. A mi amiga Noelia, que está embarazada y me tendrá que enseñar su barriga. ¿Y pasado? Creo que será divertido...

lunes, 11 de octubre de 2010

Robados

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Hoy me dedico a hacer foto callejera. Llamarlo así es una chulería por mi parte, porque planto el tele y hago retratos, pero alguno me gusta mucho a pesar de que me temo que no está muy enfocado. Cuando veo el cartel de Spiderman en el Hudson Theatre, descubro que mi tarjeta de ocho gigas no funciona. Vuelta a la B&H, compro dos (al único dependiente de la segunda planta que no habla español, un chaval muy lindo, gordete, con la kippá que me trae tantos recuerdos porque hacía diez años que no formaba parte de mi paisaje cotidiano), las pruebo y cojo el metro para ir a Columbus Circle. Pensaba comprar algo en Whole Foods Market (un sitio de lo más voluptuoso con todo lo que uno pueda imaginar) y llevármelo a Central Park, pero mañana bajarán drásticamente las temperaturas y puede ser un mejor día (se supone, de todos modos, que se acerca un huracán). Además, mañana hemos quedado para salir por la noche. Robert es amigo de alguien que es amigo, creo, de una periodista de la ETB y no sé qué vamos a hacer.



Creo que me va a parecer pronto que vivo aquí, por esas cotidianeidades varias: sacar a Boule a pasear, hablar con Robert y contarnos qué tal el día, que me prepare la cena, comer sushi tranquilamente en el Whole Foods Market, escuchar jazz en cualquier bar tomando un café mientras escribo.


Vuelvo a recorrer Broadway y vuelvo, también, a Times Square (pero no encuentro el edificio Condé Nast). Es de día, pero tampoco me apasiona: veo muchas tiendas de souvenirs horteras, demasiadas lucecitas (hasta en la entrada del metro) y sigue habiendo mucha gente. Pero, de pronto, en una de esas tiendas cuajadas de bolas de nieve y estatas de la Libertad, suena Bon Jovi a todo trapo. Entonces sí: miro hacia arriba, veo el reloj, canto y sonrío.

Estoy en Nueva York.

2 de septiembre.

Las fotos son mías.

miércoles, 28 de octubre de 2009

La foto que se me movió

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No se me movió ella, por supuesto, la tomé mal. Sin trípode, a pulso y con los parámetros que Dios me dio a entender. Pero es una de las fotos que más me gustan del viaje (junto con alguna de una puerta, muy sencilla, y varias de flores, o una de Pedro de espaldas, mirando al horizonte).

Québec está lleno de músicos callejeros que a mí me dio vergüenza fotografiar, a pesar de dejarles mi donativo convenientemente. Este señor tocaba canciones de los Beatles a la guitarra. También había arpistas y hasta uno que sabía cómo las copas de cristal pueden emitir sonidos dulces.

Era el Petit Champlain, por la noche. El Petit Champlain lleno de tiendas de artesanía hermosas, de restaurantes para turistas, de colores, de sorpresas. Nos sentamos en un banco, a escucharle. Le dimos unas monedas. Intentamos fotografiarlo, sin flash, porque yo sólo tengo flash en la cámara y no me gustan las fotos con flash (salvo que sea de relleno): las prefiero movidas a notarle los flashazos. Todo hubiera cambiado, supongo, con un flash externo, pero no había. La foto no hay por dónde cogerla: no existe un elemento nítido en toda la escena y la composición es... inexistente, vamos a decir. Le hice tres o cuatro fotos, borré algunas, salían movidísimas y no sabía cómo dejar de respirar y apoyarme para que salieran bien porque tenían que ser a pulso. Así que tenía la cámara encendida, pero me dediqué a encender un cigarro y a escucharle. Toca muy bien.

Y de pronto se acercó ese chaval. Estaba con sus padres, dio un grito cuando vio al músico y se quedó allí, embobado, escuchándole.

Ésa es la historia de esta foto. Hay que contarla porque la foto no la muestra. El arrobamiento de un niño ante un tipo que tocaba.

jueves, 22 de octubre de 2009

Mapa y territorio

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Dicen que, para aprender a hacer fotos, o para hacer fotos buenas en los viajes, debes mirar muchas fotos de otra gente que haya estado en los mismos lugares. Yo no sé cuándo te vi por primera vez: en qué imagen, en qué programa de televisión, en qué enciclopedia. No fue, desde luego, cuando te encontraba en casi cada esquina, erguida, discreta, para recordarme que de veras estaba caminando por las calles de Toronto. Todo era nuevo. Las calles estaban llenas de gente, yo las miraba desde el primer piso de un autobús y me asombré, nuevamente, de que la ciudad existiera antes de que yo pudiera verla. Antes de que me hubiera dado cuenta de que podía imaginármela. Pero estabas tú, que eres un símbolo, aunque no vayas a saberlo nunca. Y quise verte de cerca y anduve muchas horas hasta el puerto y subí muchas escaleras para sentir vértigo al mirarte desde abajo.



Me gustaste. Pero ya te conocía.

Lo he descubierto en este viaje, transitando por esos sitios que sólo salen en las guías locales y que están llenos de sorpresas. Hace tiempo, unos amigos se fueron de viaje a Nueva York y le enseñaron las fotos a mi hermano Nacho: les fue diciendo el nombre de cada calle. Por las películas. Así conozco yo París. Y Roma. Y Praga. Por las imágenes de otros. Por lo que otros vieron antes que yo, que no lo he visto.

Lo descubrí también en Québec. Prefiero tomar fotografías de apuntar y disparar y asombrarme cuando veo las cosas por primera vez. Prefiero el asombro de no sentir que estoy en un sitio por el que pasé antes, sin verlo. De que las calles y las plazas comienzan a existir cuando yo las transito y nunca antes. Lo prefiero, realmente, para no tener más esta sensación de que sigo andando por el mapa y no por el territorio.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Las fotos que no hice

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Dos tipos fumadísimos sentados encima de un coche-maceta, a los que sólo cogí de espaldas y rápidamente. Un negro gordo y barbudo, camiseta verde, vaqueros, turbante, que miraba la sección de discos de música negra de Soundscapes, la mejor tienda de discos que jamás vi (a pesar de que no tuviera ópera). Una mujer que tocaba el arpa en la zona más oscura de una de las puertas del Viejo Québec. Un señor de negro y con el pelo largo, una enorme cruz al cuello, que caminaba impasible por el Petit Champlain ajeno a las miradas. Los muchos mendigos y colgados que vimos en Toronto en diez minutos. La mirada de Jacques, que había configurado mal su cámara y que suspiró de alivio cuando se la arreglé. Los religiosos de la calle Yonge, repartiendo folletos sobre el Islam, el Cristianismo o la Cienciología. Una pelea, jugando, entre un león y una leona. La guerra sin cuartel de una mujer con un moño imposible, la mirada concentrada y un matamoscas azul de plástico en la mano... en aquel bar de mala muerte de Tadoussac en el que escuchamos a Luther Allison y Bob Dylan.

Tampoco capté, porque no supe (ni sé y espero que el futuro se me conceda), el espíritu de las calles de Kensington Market. Pero el resto de las fotos del barrio que vi tampoco lo hacían, porque no pueden transmitir los olores, ni la sensación de asombro, ni el caos controlado.

"Éste tiene una foto", decíamos. Pero no la hacíamos nunca: por pudor, la mayoría de las veces, sobre todo a los mendigos (me tiré cuatro años relacionándome con yonkis, prostitutas, traficantes y borrachos, en la calle: tengo ciertas ideas sobre ellos y las fotos, o sobre las fotos y ellos). En otras ocasiones, preferí mirar. O perdí el momento, o no tenía puesto el objetivo correcto, o la luz estaba de frente del todo, o el sujeto estaba demasiado lejos.

La imagen que más me gusta está movida. Mejor disparar que no tenerla, me dije. Es un niño, admirado ante un músico callejero de los muchos que había por Québec, bien entrada la noche. Tengo 2209 fotos más, muchas de ellas hasta bien enfocadas y todo, pero ninguna me transmite lo que ésa.

Supongo, de todos modos, que, cuando aprenda a hacer fotos, tendré que ir allá de nuevo.

lunes, 22 de junio de 2009

Ninguna imagen buena

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Leo, leo, leo. Me fijo. He visto más fotografías en dos meses que en toda mi vida anterior y eso que, antes de que me diera por comprarme la cámara, me fui a Madrid a ver Ocultos, con fotos de Man Ray, Salgado, Lucien Clergue, Cartier-Bresson y Mapplethorpe; Vidas Minadas, de Gervasio Sánchez; las fotos de guerra de Don McCullin: tengo los catálogos en casa. Y Luis Ramón Marín. Y Edward Steichen. Fui a Madrid sólo para ver a Steichen (por cierto, a ver cuándo aprenden a iluminar fotografías con cristales en los museos).

Es lo único que hago ahora: aprendo qué es la proporción áurea, olvidada en mis apuntes de Historia del Arte del instituto; aprendo qué marca que un objetivo tenga más luminosidad; me fijo en el color del cielo y de los edificios y veo belleza en todas las ciudades. No sé encuadrar esa belleza, ni acotarla aún, ni quitarle lo que sobra, ni valorar qué revelado o qué procesado podría quedar mejor. Intento trabajar en Photoshop sin conseguirlo (hay quien es capaz de quitar a los turistas o de pintarle un nervio a una hoja o de darle luz a la mirada y a nada más). Tengo tantos datos en la cabeza que me mareo y ni siquiera sé para qué demonios sirve el filtro de paso alto ni cómo hacer un balance de blancos en condiciones.

Y, cuanto más leo y más aprendo, más cuenta me doy de que en Gerona, a donde me voy en pocos días, o en Canadá, donde parto en dos meses y poco, no voy a sacar ninguna imagen medianamente digna, a no ser que me suene la flauta por casualidad como al burro de la fábula.

Definitivamente, en la ignorancia yo era más feliz.

La foto es de Man Ray.

sábado, 23 de mayo de 2009

La Albuera

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Hay opiniones para todos los gustos, sobre la Batalla de la Albuera. Yo me quedo con la de Urko y casi me quedaría también con sus fotos, la verdad, pero espero algún día aprender a mirar así.

Voy entrenando. Me fijo en los colores del cielo, en la disposición de las flores y en las líneas de los edificios, recuerdo monumentos y busco puntos de vista.

Ahora sé que una mirada puede contar una historia.

La foto es mía.

sábado, 7 de marzo de 2009

Programados para la belleza

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Ando aprendiendo conceptos que antes desconocía: apertura de diafragma, velocidad de obturación, distancia focal, sensores, bloqueo de enfoque. Me divierte tomar apuntes, observar imágenes de otros, mirar la realidad como si estuviera tras un visor, imaginarme posibles modelos para mis fotos, saber cómo debería hacer para que el agua de una fuente parezca de seda, experimentar con todos los botones y fijarme en los planos de las películas.

He debatido sobre la post-producción -¿es manipular quitar lo que estorba? ¿se pueden romper todas las reglas si el resultado te satisface aunque no le guste a nadie más? ¿cómo ha de ser un HDR si me decido a hacerlo algún día?-, he fotografiado todas las flores artificiales de mi casa, espero a que amaine el temporal para estudiar la luz del Templo de Diana, me planteo si sé mirar.

Pero aprendo mucho más. Uno, que todo el mundo hace malas fotos: el secreto está en no enseñarlas. Dos, que la manipulación ha existido siempre, también en los momentos de la película y el revelado y que, además, no hay mayor manipulación que el blanco y negro: ¡la realidad es en color! Tres, que el ojo humano es capaz de deshacerse de todo lo que le molesta. Cuando vemos un paisaje espléndido mirando por la ventanilla de un coche, somos capaces de olvidar las vallas metálicas del campo, los postes y los cables de teléfono. Nuestro cerebro no los procesa. Estamos programados para la belleza. Y, como la fotografía también busca la belleza, aunque nos muestre realidades horribles a menudo, al componer una imagen hay que procurar quitar lo accesorio: la cámara sí lo verá. Aprender a mirar es aprender a observar lo feo, lo que sobra, para eliminarlo.

He tardado casi 33 años en darme cuenta.

La imagen es mía, una de las primeras que hice trasteando en casa. Le sobra el marco de la puerta, pero me gusta.

sábado, 17 de enero de 2009

Anotaciones

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No hagáis como yo, que soy más corta que la chaqueta'un guarda. Y lo dicen mis libros, ¿eh? que conste. Que cuando uno va a comprar una cámara, la tiene que comprobar. La tiene que abrir, meterle una tarjeta, una batería, disparar al cielo, descargar la foto, ampliarla y, si ve que no hay nada raro, comprarla y disfrutarla en su casita.

Yo no. A mí me da vergüenza. Así que mi cámara nueva tenía un pelusón grandísimo en el visor, que no afectaba a las fotos, pero me la han cambiado muy amablemente. La (ya mucho más) nueva del todo está perfecta.

Hoy he aprendido a enfocar. Aquí unas muestras...






























Es muy simple: sólo hay que pulsar el botón de disparo hasta la mitad.

Ay madre mía: lo que me queda por aprender...

viernes, 16 de enero de 2009

Apunte rapidísimo

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Acabo de venirme a casa con esto:




Con esto, dos objetivos, una bolsa, una tarjeta de 4 gigas y un seguro por si me la roban antes de que aprenda a hacer fotos...

Seguiremos informando.

Sí, Javier: soy de compras compulsivas. Si lo pienso y no lo hago, no lo hago nunca más.

viernes, 4 de julio de 2008

Oración última

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Que no tengo alma de aventurera, que me cuesta arrancar, que necesito seguridad económica y que siempre me pongo en la peor de las hipótesis es algo que todo el mundo sabe a poco que me conozca. Pero también que las verdades inmutables me duran un segundo y que hay veces que una frase puede dar al traste con todo mi planteamiento anterior. Hace un año compré un libro de fotografía de viajes. Hay un capítulo que se llama "Viajar acompañado": "Centrarse en la fotografía durante unas vacaciones familiares o en un viaje organziado puede ser todo un desafío. Los itinerarios en grupo raramente se adaptan a las necesidades de un apasionado por la imagen (...) Una solución sencilla para adaptarse a los demás sin dejar de darle prioridad a la fotografía es levantarse a hacer fotos antes del desayuno. La luz suele ser la mejor, la actividad en las ciudades y los mercados está en su momento más intenso e interesante y no se molesta a nadie del grupo".

Es cierto: esperar a que alguien saque una foto, o quiera volver al mismo lugar más tarde; o captar una imagen de un monumento cuando amanece, cuando atardece y cuando ya es de noche, puede resultar un auténtico tedio. Si uno va solo, no le tiene que dar explicaciones a nadie, ni tiene que adaptarse a un recorrido que no ha planificado él mismo, ni supone un estorbo para los demás. Como soy de extremos he pasado del no quiero viajar sola al me molesta todo el mundo. Porque realmente sé que un par de cuadernos, bolígrafos, algunas guías y novelas sobre el lugar de destino y un equipo fotográfico es cuanto necesito para descubrir Viena, Buenos Aires, Transilvania o Chipre. Y, por la misma razón, luego podría plantearme vender lo que escriba a alguna revista de viajes -que hay cientos- o hacer un reportaje sobre un tema -los mercados de Asia, templos del mundo, grandes librerías- cuando tenga material suficiente, pasados unos años.

Claro que para eso me hacen falta un trabajo, un mes de vacaciones e ingresos estables y suficientes. O que me toque la lotería.

Santa Primitiva, atiende a mis ruegos, amén.

Imagen de Mr. Dmnt. Buenos Aires.
Imagen de Chodaboy. Transilvania. Castillo de Drácula.

lunes, 30 de junio de 2008

Otra forma de contar

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Me interesa la fotografía desde hace poco y ni siquiera soy de los que buscan la mejor luz: me limito a caminar y disparar en cuanto veo algo que me resulta curioso. No tengo un buen equipo, sólo una cámara compacta de 3,5 megapíxeles, que deja de mostrar imágenes nítidas en cuanto comienza a atardecer, con unos niveles de ruido considerablemente altos, y sé que una buena réflex -con sus objetivos, con su trípode, con su flash- ayudaría, pero que el equipo no lo es todo porque hay que saber mirar.

Leí una vez que toda la fotografía era fotografía de viajes, porque en todas partes hay mercados, ferias, gente, animales, plantas y bullicio. Una buena manera de experimentar es caminar por la propia ciudad con otros ojos: ya lo hicieron mi padre y su mujer con fotografías de las flores pacenses. El encuadre, me digo. Cefe López también me lo dice: que lo importante es saber qué historia quiero contar. El problema es que no lo sé, porque pensar en palabras me resulta muy fácil, pero no tanto pensar en imágenes. Desde que compro libros especializados -más o menos para principiantes, eso sí- me fijo mucho más en la composición: lo comprobé en el Museo del Prado, mirando los cuadros de los maestros del XIX: aquí un haz de luz, aquí una mujer en una cama, aquí una cara medio en sombras y un perro y mucha gente amontonada velando un cadáver y un cielo brumoso o unas lanzas. Otro de los secretos, dicen, es que todo el mundo hace malas fotografías: el truco está en no enseñarlas. Más que nada, para no aburrir.

Y experimentar. Y levantarse con los primeros rayos del sol y salir un día nublado y hacerse con todos los controles de la cámara y no usar el modo automático y ajustar la apertura del diafragma y la velocidad de obturación según las necesidades. Lo único que se me dan bien son los retratos. Y esto, en mi lenguaje de aficionada sin equipo y sin las mínimas nociones de Photoshop, sólo significa que la gente sale guapa. Me divierte mucho retratar, porque suelo conocer a los modelos -son amigos: qué si no- y así resulta mucho más fácil. También me divierte editar y clasificar , pero hay tantas fotos penosas en mi archivo que se salvan sólo unas pocas decenas y a veces más por lo que me transmiten que por su bondad. Y algunas de las que los desconocidos dieron como buenas (están ordenadas por el número de gente que las ha asignado como favoritas en Flickr) surgieron de la más pura casualidad.

También me digo que no me voy a dedicar a esto, pero que me gustaría que mis imágenes fueran dignas de ver, sin que parezcan las postales típicas que todo el mundo hace o sin que parezca que se me ha caído el dedo en el disparador en el momento más aleatorio.

Y mientras llega el equipo, compro libros, analizo cuadros y fotos y aprendo. Para ponerme a ello cuando pueda jugar con las imágenes y contar, o intentarlo, una historia en dos dimensiones.

Las imágenes son mías, con la cámara de 3,5 megapíxeles y sin saber qué quiero contar, pero disparando al fin.

sábado, 22 de diciembre de 2007

La plaza y libros

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Me pierdo buscando la Plaza Mayor, que quería ver de noche y en la que ya no dejaré ningún beso. Hace demasiado que no vuelvo a Madrid, porque antes me sabía el camino de memoria y hoy he acabado frente a la puerta del Thyssen. Me duelen los pies desde hace tres días, pero camino sin parar y me detengo en el Canal de Isabel II para ver las fotografías de Don McCullin, que se anuncian con un gran: "¡¡Atención!! algunas imágenes pueden herir su sensibilidad" y yo me pregunto qué sensibilidad escapista tan fácilmente herible tienen algunos. Le han descrito Susan Sontag y John Le Carré. Fotografía hasta los paisajes en blanco y negro y la negrura de África y las muertes de SIDA y el llanto seco de un niño huérfano -¿cuántos años tendrá hoy, si es que vive?- y la matanza de Sabra y la guerra de Vietnam y Chipre en guerra y la construcción del muro de Berlín y el Checkpoint Charlie. Subo para ver todas las fotos, a pesar del vértigo -no te quedes clavada en medio de la escalera, no te vas a caer, sigue subiendo, respira, no mires abajo- y vuelvo a comprar el catálogo de la muestra y hago recuento: me falta el Prado, me falta el Thyssen, me falta Mapplethorpe, me falta comprar más libros (mi hermano vuelve a pedirme a Samuel Johnson), me quedan dos días, me estoy cayendo de sueño y son las siete y diez de la tarde, dentro de hora y media cojo el metro, podría pasarme por la Fnac y terminar las compras y seguir revolviendo libros y seguir fundiéndome la paga extra en bibliotecas...

Imagen de Don McCullin.

viernes, 16 de septiembre de 2005

A veces...

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... se pueden ver cosas bonitas en esta ciudad.
Quizá sólo haya que salir a encontrarlas...