En Pontevedra hay una librería que se llama Michelena, como la calle en la que está. Es un pasillo interminable, largo y estrecho, porque en medio de las estanterías de madera hay torretas con más libros. Aquí ensayos literarios, allí novela, allí poesía, aquí los libros en gallego, los cuentos, las revistas especializadas, el estante de Periférica casi vacío, la sección de cine, la de música, la de fotografía, la de historia... Los dependientes saben quién escribió qué, dónde está, cuántos ejemplares quedan: los ves andar de un lado a otro, con libros en las manos, leyendo en sus ratos libres, aconsejando a los clientes y dejándoles tranquilos para que, ellos también, hojeen y lean.
A mi hermano, que toca la gaita -en el casco antiguo de Cáceres, cuando va- y que aprende gallego, le gustaría montar una librería y conoce la Michelena de cabo a rabo. Recorro su biblioteca, entre Mr. Potato de La Guerra de las Galaxias, guerreros de Xi'an, grabados japoneses, katanas, hadas y recuerdos de las bodas de los amigos. Mucha poesía, mucho clásico de siglos, todo Shakespeare, mucho Quevedo, Propp, Pushkin, Las Mil y Una Noches, Quino, Séneca. Títulos imprescindibles y títulos que desconozco.Cuando entro en una librería me da un penterre. Porque allí están: los que me faltan de Dickens -Casa desolada, Los Papeles Póstumos del Club Pickwick, La Pequeña Dorrit, La tienda de antigüedades, David Copperfield-; los que me faltan de Dumas -El Vizconde de Bragelonne a la cabeza-; los que me faltan de todos -Goytisolo, Colinas, Kertész, Grossman, Byron-. Ahí están y yo no tengo tiempo.
Atesoro libros como otros descargan películas que no podrán ver nunca. Y la vida se diversifica y compro tres manuales de fotografía porque quiero aprender a mirar a través de un objetivo y que una imagen mía también cuente una historia, y voy al gimnasio por pura y dura cuestión de kilos y sedentarismo, y voy al cine y al teatro y no hay nada que me guste más que ver a mis amigos y hablar, hablar, hablar...Y procuro arañar el tiempo. Porque, además y lo confieso, soy de esa clase de mujeres que salen de compras cuando están estresadas (mi último estrés: Stevenson y Barrie. El penúltimo: Galeano, Wilde, Andersen y Conrad). Y espero la ocasión propicia para abrir cada uno de ellos, en silencio, pasando hojas, cerrando páginas. Y, mientras espero, porque calculo que hay unos 400 libros de mi biblioteca que aún no he abierto, sigo comprando y me da un penterre cuando entro en una librería. Porque allí están: Johnson, Arendt, Rilke, Proust, Habermas, Goethe, Cummings, el María Moliner... Allí están ellos, con sus cantos de sirena malditos, porque un día cogieron una pluma de ave, un bolígrafo, un ordenador, y emborronaron cuartillas y crearon versos y respondieron a todas las preguntas.
Y tú estás allí también, intentando resistirte, me harían falta unos zapatos de entretiempo, tengo que ahorrar para el carnet del coche, que me está costando una pasta; o para un piso algún año de éstos, o para viajar, o para ir de copas...
Y al final, piensas: qué coño.
Cada uno tiene sus vicios.
Imagen del marcapáginas de Óscar Villán. El resto está cogido de la página web de la propia librería.
viernes, 28 de septiembre de 2007
Michelena
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Publicado por
Los viajes que no hice
en
9/28/2007 09:19:00 p. m.
Etiquetas: Antonio, Lugares, Palabras, Pontevedra
martes, 14 de agosto de 2007
Espadas
11 comentaronDespués de preguntar a los expertos y de mirar mil páginas de internet, descubro que soy de ideas fijas. Se han ido los dos a Toledo, supongo que a Marto, para hacer realidad un sueño de niña (el otro es más difícil: una habitación entera y grandísima con una maqueta de tren) y ya tengo mi espada. No la Andúril de Aragorn, hijo de Arathorn, no es oro todo lo que reluce ni toda la gente errante anda perdida, ni la de Elendil, forjarán otra vez la espada rota; sino la de montaraz, de cuando Aragorn era Strider, o Trancos, y vivía en los bosques, y esperaba a Arwen y se metía de rondón en una taberna para abordar a Frodo porque sabía de su anillo, un anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas. Crecí admirando a Meriadoc Brandigamo, a Strider y a Gandalf y, aunque Aragorn, para muchos, tenga la cara de Viggo Mortensen, para mí es un personaje de cómic, de uno de los cómics de mi niñez, con la armadura, la capa verde, el pelo corto y negro, cuarenta años y mil más a las espaldas.
Hace unos días hablaba con un profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de Cáceres para hacerle la misma pregunta que les hago a todos: "y tus niños, ¿te leen o no te leen?" y para escuchar la misma respuesta que les oigo a todos, que sólo leen las lecturas obligadas (que me parece el camino más corto para que alguien aborrezca los libros: allí yo, con 20 años, intentando meterme Esperando a Godot mientras aparcaba un puñado de cartas de Kafka, a James Joyce y a Pessoa: pobre Beckett: qué mal le traté). Y que alguno lee cosas como Harry Potter o El Señor de los Anillos. "Oye, que El Señor de los Anillos está bien". Y me miró, creo, como si yo no hubiera leído un libro en mi vida. Pero a qué voy a explicarle yo. Y aunque fuera el peor libro del mundo, qué coño, con El Señor de los Anillos no se mete nadie, salvo mi hermano Antonio, que puede arremeter con lo que le dé la gana, porque es mi hermano, es muy culto y me ha comprado una espada montaraz.
Se han ido los dos, decía, el escocés que toca la gaita en el casco antiguo de Cáceres y que escribe relatos y poesía, el enamorado de los duelos verbales, que lo mismo te habla de Aristóteles que de artes marciales japonesas, y Claridad, la niña que obra milagros, la que siempre gana al Trivial, la que pone mil caras con su cara expresiva y lleva una bruja, o una meiga, colgada del cuello. Se han ido a Toledo, para llamarme, qué espada quieres, y no quiero una falcata, ni una daga, ni la Tizona del Cid, ni a Andúril, ni a Narsil, que es más fina, está más decorada y tiene un soporte historiadísimo. La mía es otra, la de los bosques, la del rey sin nada que reinar, la de aventuras. Y allí la pondré, cuando tenga un espacio mío: al lado de los libros de Tolkien, Louise Cooper, Ursula K. Le Guin, Stevenson, Dumas, sir Thomas Malory, la Baronesa de Orcy. Al lado de todos los que me hicieron amar una buena historia de piratas, de venganzas y de espadachines.
Imagen: Cómic de Luis Bermejo. Aragorn, Strider, es el de la primera viñeta, al lado del hobbit rubio, que no es otro que Sam.
domingo, 27 de mayo de 2007
El ciego de la plaza
2 comentaronHace frío y olor a yerbabuena.
La gente apenas para ya en la plaza para escuchar los cuentos del ciego que, entre temblores, busca bajo las galerías un abrigo.
La tabla laminada, que antaño era acosada por los ojos de los niños, ahora permanece tranquila, sumida en su niebla, quizá inventando nuevos cuentos.
El agua de la fuente está congelada, incluso detuvo su caída en ese borde quebrado, formando una lágrima de cristal.
Un ruido bajo las galerías.
El ciego intenta hacerse un ovillo para evitar la pérdida de calor y esconde su barba desarraigada bajo el cuello, como si fuera una bufanda, tal vez.
Calienta sus manos, oscuras y callosas con el vaho (siempre me ha parecido humo), que escapa de su pecho.
Me recuerda por un momento a mi abuelo.
De alguna forma, todos los viejos me recuerdan a mi abuelo.
Me veo en el salón de su casa, sentado en el suelo muy cerca de la chimenea ("échate atrás, que te vas a quemar") y el aroma del tabaco de pipa y la copa de vino sostenida por uno de los brazos del sillón, donde tras mirarnos a todos sus nietos, comenzaba a hablar.
Yo me daba la vuelta, con la cara enrojecida por el calor y miraba su rostro sonriente (enrojecido por el vino), y me disponía a devorar ávidamente ese cuento que estaba por comenzar.
Un ruido.
El ciego levanta su cabeza, estira el cuello como si fuera un perro de presa.
Sale de su refugio y se encamina hacia su tablón.
Veo las golondrinas piando donde hubiera haber crios.
Quizá el anciano también se esté quedando sordo y no distinga el silbido de los pájaros de las risas de los niños.
Deja su escudilla en el suelo, sin ninguna moneda y comienza a resonar su voz profunda, perfectamente modulada, hipnótica a los oídos.
(El Cid hace jurar a su rey).
Incluso los pájaros se callan y miran con curiosidad a ese hombre harapiento que gesticula tan rápido, que a veces brama y otras susurra.
Pero al segundo golpe del bastón, apuntando con total precisión sobre uno de los dibujos, los pájaros escapan, temerosos de que el tercer golpe se dirija contra ellos.
(El Cid parte al destierro)
Ciego y sordo, ni siquiera sabe que ni los animales le atienden.
Vuelvo a mi cabaña de campo, la voz de mi abuelo, (los moros abren un cofre y descubren que tan sólo hay piedras), el olor a pan tostado, Chico tendido sobre la alfombra, con sus grandes orejas, lamiéndole la mano.
(No son gigantes, señor, sino molinos de viento.)
¿Gigantes?, ¿cuánto tiempo he perdido sumido en mis pensamientos?
El ciego permanece solo, en medio de la plaza, en medio de la niebla.
(El Quijote derrota al caballero de Los Espejos).
En mis recuerdos, otro caballero rescata a la princesa Rapunzel, trepando por su larga melena dorada.
En la plaza, Sancho mira abatido la derrota de su señor a manos del caballero de La Blanca Luna.
El ciego tiembla, tiembla demasiado, comienzo a preocuparme y me dirijo hacia donde se encuentra.
A mi abuelo le tiembla la voz, y entre tosidos construye en nuestras mentes una casa de chocolate y caramelo.
Se desploma en medio de la plaza, corro a ayudarle, intento tomarle el pulso, pero tiene demasiada ropa sucia y desgarrada, aflojo sus botones, un olor acre asciende de su cuerpo, toco el cuello del ciego (su barba es cálida), está muerto.
Vuelvo a mi cabaña, acabo de despertarme y me dirijo al salón, a saludar a mi abuelo (él se levanta pronto), una tía llora en la puerta, ("no dejéis que entren los niños")
(Don Quijote muere en su cama)
Los cuentos también se mueren, han quedado esclavizados en paredes de papel, ya no vuelan con la voz de mi abuelo, con la voz de los ciegos, ahora los niños se asustan de esa cárcel encerrada entre dos gruesas pastas.
Y lloro mientras sujeto el cuerpo del ciego, de la forma en que me impidieron llorarle a mi abuelo. Y le imploro que siga narrando esas historias a los niños...
E insisto en que no pronuncie la palabra...
FIN
(Siempre se me anuda la garganta cuando leo este cuento. Quizá porque lo escribió mi hermano. Quizá porque habla de mi abuelo).
Color de cera
que tiene el color de la cera,
y se pierde y se pierde el aliento,
y te entierra, te entierra la arena.
Se hunden los pechos henchidos,
las lágrimas parece que pesan,
sobre un lecho de blancas flores
se marchita, marchita la arena.
Un nieto, de los veintiuno,
que dijo querer ser poeta,
no encuentra palabras sentidas
que escarben, que escarben la arena.
aquellas ciegas horas muertas,
dejó su perfume en el nicho
que llenan, que llenan de tierra.
(Siempre se me anuda la garganta cuando leo este poema. Quizá porque lo escribió mi hermano. Quizá porque lo compuso en el entierro de mi abuela).
Publicado por
Los viajes que no hice
en
5/27/2007 07:06:00 p. m.