El rito vuelve a repetirse. Otra ciudad grande e inagotable, varias guías encima de la mesa; un sinfín de cafés donde escribieron y fumaron y se emborracharon Faulkner, Gertrude Stein, Hemingway, Boris Vian, Kristeva, Barthes, Foucault. Y Baudelaire. Y Duras. Y los otros.
En Francia se exige a los estudiantes de Secundaria que demuestren sus conocimientos filosóficos antes de ir a la Universidad. Desde hace algunos años, yo sueño con ser francesa. No tiene nada que ver con los cafés literarios, ni con pasear con boina por las calles de París, sino porque creo que ese afán de cultura es el que posibilita que los estudiantes salgan a la calle cuando se intentan aprobar medidas que retrasarán su jubilación.
Yo sé que iré a la Shakespeare and Company, claro, y le haré una foto al Corcoran's, aunque ahora sea un pub irlandés y no el bareto en el que Kerouac y Ginsberg se emborrachaban; e iré a comprar harinas para hacer pan en Poilâne; probaré el vino de Anjou en homenaje a mi Dumas del alma, brindaré por Athos y me será fácil elegir los regalos.
Y hacérmelos, porque aquí está Pierre Hermé y hay una tienda de teteras, y queso a espuertas para comerlo en cualquier parte si no llueve y un sinfín de mercados.
Pero, sobre todo, está la Plaza Real.
Yo no lo sabía.
Porque ahora se llama Place des Vosges.
Yo me enamoré de Athos hace mucho tiempo. Me enamoré de él como se enamora la gente. Y sé lo que es (es borracho, es misógino, es frío -ejem, salvo con D'Artagnan, salvo con Raúl-, es cruel), pero no me importa.
Hemos vivido juntos; juntos hemos amado y aborrecido; hemos vertido y mezclado nuestra sangre.
Ese es el lugar que más me apetece ver de París.
Porque a nadie más he querido en este mundo.
No sé quién ha hecho esa foto, porque no está acreditada.