3 de marzo de 2013
La primera impresión de Florencia no es el estallido de belleza que me
espero, ni el asombro. Eso vendrá después: no cuando vea el Duomo, ni la
Signoria, sino cuando camine por sus calles empedradas y me vaya haciendo a esta
ciudad dividida por un río en la que todos los edificios son de colores. He
visto muchas ciudades medievales, mucha construcción de piedra, y el ojo
reacciona, pero no ve. Luego ya sí: luego, cuanto más la voy pisando, más me
enamora. Y, después de día y medio, he caído completamente rendida.
Llegué a las dos y veinte a Florencia, en el tren de alta velocidad, después
de haber visto las colinas nevadas de Bolonia y de haber pedido un asiento de
ventanilla que no sirve para nada porque el trayecto está lleno de túneles.
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Via Toscanella, muy divertida, con la escultura tapándose la nariz por el olor de los contenedores... |
En Florencia me espera
Nerea. Paseamos hasta casa, en la via Toscanella. Es
un edificio antiguo, en el que hay que subir un sinfín de escaleras y caminar
por un pasillo que da a un patio interior encantador, con macetitas por doquier.
Comemos en la Osteria Santo Spirito por menos de 30 euros las dos, platos
riquísimos y pantagruélicos servidos en platos de loza descascarillados que
Nerea se quiere llevar.
Hago fotos de la comida, como siempre, pero he tardado en sacar la cámara
porque quería primero apresar la ciudad con los ojos. Hay, en los sitios clave
-Duomo, Signoria- una miríada de turistass que, sin embargo, no convierten el
lugar en un espacio ruidoso. Constato que aquí debe de ser complicado vivir: hay
muchos coches, muchas motocicletas, muchas bicicletas, demasiadas cuestas y
escaleras y, en el centro, pocos supermercados. El mercado de San Lorenzo es una
sucesión de puestos para turistas llenos de bolsos de piel -aquí todo es piel- o
de plasticucho, con inmigrantes por doquier y la misma clase de artesanía que
venden en todas partes, desde España hasta Argentina. En Santa Maria della
Annunziata vemos otro mercado, de joyas y pendientes con forma de hojas de árbol
y cuadernos hechos con papel reciclado, mucho más bonito.
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Mi casita |
Nerea y yo hablamos. Nos ponemos al día. Le cuento los hechos vergonzosos y
dolorosos -alguno, muy doloroso- que me han ocurrido desde que no la veo y me
abandono, porque cuando estás con un amigo, puedes hablar de todo el cuarto de
atrás (que es inmensamente grande, en mi caso) y acabar riéndoos como dos niñas
pequeñas de tu vergüenza y tu dolor. Y de repente está todo bien y ya no duele,
ha dejado de doler y tú estás en casa, estás completa y vuelves, solo porque has
hablado con esa mujer, vuelves, digo, a sentirte poderosa caminando por las
calles de Florencia, llenas de obras y grúas, sin parar de hablar y de reír.
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El patio de mi casa, muy particular |
Y no importan las pérdidas. Que le den por culo a las pérdidas. Qué me
importan las pérdidas si se queda siempre gente como ella.