En mi casa siempre ha habido gente. Allá en las estanterías, inalcanzables. Ovidio, Goethe -toda la vida diciendo "goete" para que luego algunos dijeran "guete" y enterarme a la vejez de que se pronuncia "gute"-, Miguel Hernández, John Steinbeck, Stefan Zweig, Somerset Maugham, Faulkner, Alejo Carpentier.
Borges también está en mi casa, y en mi vida, con pinceladas raras.
Un viaje en autobús urbano en el que Julia me pidió que recitara Ajedrez II. Una clase de Vázquez Medel con la piel erizada ("¡el caballo está en el encabalgamiento!"), el Segundo Poema de los Dones como un regalo para Sonia, que se convirtió después en nuestro particular Inventario de Motivos contra la Desilusión. Un libro de Virginia Woolf traducido por él. Una cita suya (de nuevo el ajedrez) en un libro de Pérez-Reverte que me llevó de nuevo, y mejor, a Dumas.
"Me gustan los relojes de arena, los mapas, las etimologías, la tipografía del siglo XVIII, el sabor del café y la prosa de Stevenson".
A mí también me gustan todas esas cosas. Y me gusta él.
Copio este poema de memoria. Para que Julia crea que lo estoy recitando para ella. Otra vez.
Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
reina, torre directa y peón ladino
sobre lo negro y blanco del camino
buscan y libran su batalla armada.
No saben que la mano señalada
del jugador gobierna su destino,
no saben que un rigor adamantino
sujeta su albedrío y su jornada.
También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.
Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?