Nunca he podido separar la actitud de las percepciones, de ese juego de realidades en el que todos nos hallamos: están lo que tú eres y la imagen que tienes de ti y la imagen que los otros tienen de ti y la imagen que tú tienes de la imagen que otros tienen de ti. Conjugarlas todas, desechar algunas, hacer que sean algo digno, algo abarcable al menos, a mí me costó muchísimo tiempo. Y también me costó aceptar todas mis contradicciones, todas las yoes que puedo ser y que a menudo son hasta antagónicas, aunque ya reconozca esos rasgos como propios y sepa que a veces no tienen que ver el uno con el otro, los unos con los otros, pero se entremezclen de una manera perenne. A saber:
-cierta necesidad de aprobación que se mezcla, al mismo tiempo, con un buen concepto de mí misma y con, además, la absoluta indiferencia que me produce lo que otros opinen de mí, siempre en la vida que llamamos real y no en la de internet -en la que la injusticia campa a sus anchas- porque, aunque pienso -y es literal- que yo no conozco a nadie hasta que no le he leído, tampoco se me escapa que con unas letras solas es imposible hacerte una idea de alguien, o que esa idea será intuitiva pero le faltará siempre la rotundidez de la corporeidad.
- cierta curiosidad por saber la imagen que proyecto -porque nunca, jamás, ha coincidido con la que yo creía (cuando yo creo que es de bruta, me dicen que soy muy tierna y así)- con la misma capacidad para no enterarme de nada de lo que de mí se dice, aunque sepa que se dice. No es que lo oiga y me dé igual: es que ni siquiera lo percibo.
- el miedo que confieso tenerle a la gente, en general, y lo absolutamente desenvuelta, extravertida y abarcable que soy, de tal modo que sólo los que me conocen muy bien saben, y porque yo se lo he dicho, que la gente, en general, me produce auténtico pánico. No creo necesitar ninguna solución, porque no se nota, nunca se ha notado, jamás lo pensarían: tardo dos días en integrarme en un grupo hecho, puedo quedar perfectamente con un desconocido y hacer que la charla se alargue hasta la madrugada, acojo a los nuevos, tengo varios grupos de amigos -distintos y que no se conocen entre sí- en cada ciudad en la que habito, me relaciono con gente que me lleva años sin ningún pudor y sin desentonar y hay unas cuantas personas a las que puedo recurrir cuando zozobro, que es de vez en cuando. Y, sin embargo, ante un grupo de desconocidos, no soy capaz de controlar el agarrotamiento de los músculos, la permanente sensación de alerta, la garganta sin aire y cierta mirada huidiza. Hay una razón para eso, todo tiene una razón, desde luego, pero ya no la cuento porque, de pronto, para los demás, esa razón parece ser la que domina todo mi carácter y yo ya estoy muy mayor para que me asignen etiquetas ramplonas.
Y, sin embargo, esa razón ha sido la causa de la otra imagen que tengo de mí y todavía no he sido lo suficientemente inteligente como para crearme una imagen a medida, libre de toda contaminación externa, porque mi actitud siempre ha tenido mucho que ver con lo que otros opinaban, gente a la que yo no conocía, gente de la que no he sabido sus nombres salvo en muy pocos casos; gente, en fin, de encuentros fugacísimos: mensajes de esa gente sólo y de ninguna otra porque -ya lo he dicho- a mí lo que opinaran quienes creían conocerme pero no me conocían me ha dado siempre exactamente igual.
Tampoco creo que yo haya asumido una actitud consciente, pesada, medida, planeada y, sin embargo, salió bien, salió todo lo bien -eso lo sé ahora, pero también lo supe hace diez años- que podía haber salido, porque -ya lo he dicho- yo pude ser de otra manera, de una manera infinitamente peor y más callada y más cobarde y mucho más patética y no lo fui porque, desde que tenía 13 años puse mucho cuidado en no serlo, aunque tampoco pudiera sustraerme de esas percepciones ajenas a mí. No hay una fórmula mágica y, cuando alguien dice que no te tiene que afectar lo que otros digan de ti, es que no se ha planteado nunca que ellos pudieran tener razón. Y jamás fui tan autosuficiente ni tan ciega como para permitirme esa licencia porque además -y esto es lo más gracioso- sí que tienen razón y la han tenido siempre.
Actué sobre la única parcela de mí sobre la que podía tener un auténtico control, que soy yo misma, mi personalidad y mi carácter -que es abierto y expansivo, que no perdona una cena y unas copas y un cine y que es capaz de ordenarle al cuerpo que se vista y salga de casa aunque haya planeado pasar la tarde leyendo-. Lo hice lo mejor que pude y de la manera más implacable que sabía porque nunca he sido con nadie tan dura como lo he sido conmigo y, sin embargo y a pesar de todo, sé que la percepción de los demás es la correcta y qué se le va a hacer, porque tampoco creo que la actitud -al final- sea lo que más influya en tu vida. De hecho, le daría el cuarto puesto en una hipotética lista de influencias en las que le preceden, y por este orden, la lectura, la escritura y algunos amigos. Porque salir a comerte el mundo no va a hacer que te lo comas, ni trabajar mucho y trabajar bien te va a asegurar un puesto de trabajo, ni pensar que vas a acabar en la cama con el tío más interesante que conoces va a hacer que esa noche termines follándotelo en cualquier parte, ni salir de una peluquería o maquillada y viéndote perfecta va a hacer que los demás te vean perfecta, salvo los cuatro que advierten el cambio. Ni convencerte de que no tienes miedo va a hacer que no lo tengas, aunque no se note.
Le reconozco, pues, cierta influencia a la actitud, pero no la capacidad de ser una varita mágica que cambie tu realidad con un golpecito gracioso. Ni siquiera de hacer que no te afecte lo que te va a afectar de lleno, hasta que no seas capaz de defenderte de eso. Y defenderse sólo es defenderse: no irse al extremo contrario, ni pisar fuerte en terreno pantanoso, ni creer que todos están equivocados menos tú, aunque conseguir creerlo te evitara mil problemas -y te los evitara, sobre todo, si estuvieras sola en el mundo y no hubiera ningunos otros-.
Pero también hay otra razón para que a mí la palabra actitud me provoque la misma mueca de desprecio que la palabra asertividad. He conocido a un par de ellos -fueron ellas-: un par de personas maduras, inteligentísimas, positivas, brillantes, seguras de sí mismas, tan perfectas que lo único que hacían era echarte en cara tu propia imperfección -mírame a mí-. Y, al final, he descubierto que ninguna persona totalmente independiente, totalmente autosuficiente, totalmente fuerte, me va a merecer nunca la pena, porque nunca he aguantado a un mentiroso.
Reflexiones sobre una respuesta de Portorosa.