Hace algunos años, muy pocos, salí de una historia que me devastó. Después de la devastación, uno sigue con vida. Ya no eres tú, nunca serás tú del todo, pero continúas yendo a trabajar, o buscando un empleo, comes, bebes, sales con los amigos, sigues empuñando un bolígrafo para verte desde fuera y te vuelves a inventar los días, como buenamente puedes, porque no dejaste de respirar a pesar del frío y de la asfixia. Uno puede quedarse sin aire y seguir aspirando y espirando varias veces por minuto. Aprendes a vestirte de cenizas, como Alejandra Pizarnik, y descubres, para tu sorpresa, que sigues siendo confiada, que no te resulta demasiado difícil abandonarte de nuevo y que tu patrimonio, lo que quedará al final, es esa manera de darte cuando el otro es atrayente y tú estás cómoda.
"Tú no te permites no sentir". Me lo dijo Nerea en aquella época. La misma en la que podía llorar hasta agotarme, la misma de la frustración y los vaivenes, la misma en que abominé mil veces del verde y la esperanza, porque no es verdad que la esperanza sea lo último que se pierde, pero sí es verdad que sigues esperando lo que sabes que no va a llegar nunca, el pinchazo en el globo imperceptible por donde se colará lo que quieres, aunque no haya ni un alfiler cerca y aunque sepas que las palabras nunca y jamás son los adverbios más claros de tu vida.
Me encantaría ser mental. Fría. Correcta. Distante. Tener un carácter un poquito menos primario, menos tumultuoso, muchísimo más pausado, más pensado, menos loco. Me encantaría no tardar tanto en darme cuenta, ser bastante más analítica, más observadora, más lejana. Pero tengo 31 años y a veces elijo la ceguera porque estoy a gusto viendo sólo una parte. La cuestión es que cuando la ves entera, ya sólo queda romperlo todo. Total, tampoco van a intentar recomponerlo.
A veces, para algunos, las reglas son más importantes que las personas. Y, cuando eso pasa, cuando no hay excepciones, ni resquicios, ni esperanza, la única deducción posible es que tú nunca fuiste demasiado. A pesar de la intimidad, a pesar de todas las horas de todos los días de años. A pesar del humor, de las risas, de la excitación y de todas las palabras, porque las palabras a veces no valen absolutamente nada. No valen ni el recuerdo que evocan porque no hay un encuentro que evocar -hay por aquí alguien que entenderá esta frase igual que yo- y tampoco sirven para otra cosa que para el arrepentimiento. Debí decir menos o no decir nada. Pero no valgo para eso.
Quizá sí para poder, ahora, a la segunda, desterrar la esperanza y creerme que nunca, que jamás.
Y para preguntarme por qué carajo no le hice caso a Pupe hace dos años, cuando me dijo que otra vez no y yo le dije -qué ilusa soy a veces- que quizá esta vez fuera distinto.
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