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Broadway, desde la calle 33, es un hervidero de orientales, de letreros horteras, de tiendas de souvenirs a caballo entre el kitsch más enternecedor y el mal gusto repulsivo. Y de gente en oleadas por la calle. Voy bajando por Broadway para ir a la Strand. No subo al tercer piso para que no se me vaya la cabeza, que yo soy bien capaz de gastarme 400 dólares en un Dickens, pero se me va igualmente. Compro dos marcapáginas, dos cuadernos (uno para Elías Moro y otro para mí), una bolsa de algodón que es un bolso más bien y de la que me enamoro nada más verla y dos libros. No me llevo el de Howard Zinn ni el de Lewis Carroll. Cojo dos que me puedo permitir. Uno para mi hermano Nacho: Typee, de Herman Melville, edición de The Heritage Press de 1863, editado por Miguel Covarrubias. Y, para mí, un facsimil collector' edition, a falta del original, de cuero con el filo de las hojas en dorado (una moda horrible que se perdió, menos mal), mucho más moderno, de 1994, con introducción de Thomas Hart Benton, que también ilustra, y editado y prologado por Bernard deVoto. Las aventuras de Huckleberry Finn.
Cuando llego a casa, se los doy a Robert:
-Huélelos, le digo.
Los dos huelen maravillosamente bien. No hay nada que me guste más que acercar la nariz a los libros.
8 de septiembre.
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