Sé dónde voy a comer. En South Street Seaport. Ya veré Battery Park otro día. El perfil de Manhattan desde el ferry parece una sucesión de torrecitas de Lego. Rascacielos grises, marrones, negros, verdes. Miles de ventanitas diminutas. No me sobrecoge. Eso es porque puedo sentir que he llegado a casa. Voy sin plano y voy sin guía, no he comprado la Metrocard ni el bono para el Path porque sólo me he movido en barco. Y no me pierdo: creo que me he estudiado tanto el mapa de Nueva York que ahora no me hace falta.
Siempre me han gustado los puertos. Ahora no hay ninguno que no sea deportivo o turístico, pero aun así me siguen llamando poderosamente la atención. Quiero comer. Busco el Stella (213 Front Street), acogedor, fresquito, con una pasta carbonara que no es carbonara aunque tenga bacon y huevo, pero que está exquisita. La prueba de fuego será el café: espresso, pido: mitad leche, mitad café. No está malo. Por cierto, no sé cuántas personas me han dicho que todo el mundo habla español. Deben de haberse ido todos de vacaciones, porque estoy practicando inglés como una loca: doy indicaciones de cómo llegar a los sitios, explico dónde está Extremadura, pregunto dónde incluyo la propina… No hay nada como necesitar comunicarse.
Ah. No sé si serán chinches, pero me han picado todos los bichos de Nueva York. En los pies. No habría otro sitio más cerca.
30 de agosto.
Las fotos son de la comida y del puerto, claro está.
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