domingo, 20 de noviembre de 2005

Buscando palabras


"Hace unos 300.000 años, la mujer y el hombre se dijeron las primeras palabras y creyeron que podrían entenderse. Y en eso estamos todavía: queriendo ser dos, muertos de miedo, muertos de frío, buscando palabras".

EDUARDO GALEANO.

Hay palabras que no han nacido más que unos días. Hay significados que se pierden, historias que no se han contado y que nadie recuerda porque se quedaron dentro de nosotros y a veces la memoria es traicionera y juega a su antojo con los lugares, con las personas, con las vivencias y hasta con las costumbres. Existen descubrimientos tardíos para los que nunca es demasiado tarde. Y, sobre todo, las sorpresas.
Cuando somos pequeños, nos enseñan a hablar pacientemente: las bilabiales -papá, mamá (sobre todo, mamá)-; después las demás letras del alfabeto, los primeros vocablos con los que nos enfrentamos al mundo y con los que aprendemos a pedir. Pero crecemos y aprendemos a callarnos, a no mostrarnos más que cuando estamos con nosotros mismos, a no utilizar otros medios de comunicación. Y nos preguntamos para qué sirven las palabras, si se nos han olvidado las más importantes, si sólo las decimos con una persona que ya no está o si tenemos que comenzar de nuevo cuando el amor desaparece o cuando intentemos que la lejanía no pueda con los que amamos ahora.
Pero no hay descubrimientos tardíos, piensa. Quizá es que las cosas suceden cuando han de suceder, ni un minuto antes, porque quizá, también, el deseo era más poderoso que las convicciones o porque algo cambia en la mente, o en el corazón, si es que aún creemos en él y de pronto uno se lanza al barro y descubre que no se ha equivocado porque no podría haberse abierto a nadie más. El tiempo no importa: uno puede hablar con alguien treinta minutos y saber que desea caminar al lado. Otros serán conocidos durante treinta años: ¿cómo se puede luchar contra eso? La amistad tiene dos direcciones: un puerto de llegada y otro de partida: los dos que se unen, muertos de miedo, muertos de frío, buscando palabras con las que apresar lo poco (lo mucho) que somos, para que al otro le lleguen y para que sepa aventar lo que no tiene relevancia.
Los comienzos siempre están marcados por ese miedo: miedo a hablar, miedo a decir, miedo a contar. Miedo a que el otro no entienda lo que se cuenta. Miedo a no haber escogido el mejor sistema de comunicación. Miedo a las traiciones. Miedo a desnudarse demasiado y a que luego nos dé vergüenza. Miedo a que nos pregunten y a que descubran. A que los recuerdos cambien de color, a que los demás se vayan de nuevo, porque si no nos damos, jamás nos quedaremos solos. ¿Cómo se puede combatir el miedo? ¿De qué manera, si a veces olvidamos cómo hablar? Quizá los demás tengan el mismo pánico que nosotros, se dice. Quizá sólo estamos aprendiendo a conjugar nuestros temores, unos y otros, todos juntos...