miércoles, 7 de diciembre de 2005

Valencia de Alcántara

Sí me siento en casa aquí, de tanto en cuanto, algunos días más en casa que otros, porque, cada vez que visito las ciudades en las que fui (o soy) feliz, me queda más honda la sensación de que jamás encontraré un hogar en el que sentirme completamente a gusto mientras todas las personas que quiero están a kilómetros y kilómetros, cada vez más gente y más lejos porque quien se desplaza suelo ser yo.

Aquí no huele a azahar, como en Sevilla, ni a borra de caballo salvo en San Isidro (el 15 de mayo) en el que las calles están tan llenas de herraduras como de neumáticos. Pero huele a tierra mojada (y ha olido mucho a tierra quemada) y a naranjas que no están metidas en ninguna bandeja con papel film transparente, sino formando parte de los árboles, como una tentación constante en los días de campo y caminata. Y huele a flores, a menudo, y se ve alguna lila que crece sola y que te hace preguntarte qué caminos recorrió. Y suena el agua de los ríos, del río Sever, del río Alburrel, del Tajo majestuoso pasando por Herrera de Alcántara y por Cedillo, con atardeceres en los que el sol se cae entre dos montañas y que cada día que visitas te ofrece, como un regalo hermoso, un paisaje completamente nuevo.


Y hay más olores, sí: el olor de la flor de jara, que yo jamás había visto y que se ha convertido en mi favorita, blanca, grande y amarilla, poblando las lindes de las carreteras, mostrándole al caminante que hay vida más allá del coche.
En estas tierras he descubierto a cambiar una pantalla de cine por unos paisajes inmensos, por las piedras viejas y por paseos al lado de una vía de tren comiendo naranjas ácidas, como a mí me gustan. He descubierto que puedo vivir con dos o tres bares tan sólo y con un café en el Cruce con tarta de queso, la mejor tarta de queso del mundo y con trayectos a la piscina natural de A Portagem en verano, para no bañarme porque el agua está helada..


Y he descubierto, también, que soy lenta para contar lo que ocurre dentro, que necesito un espacio grande y mío, que sigo aprendiendo a ponerle nombre a los desencantos y que puedo ser absurda y patética, pero que ya no sé cómo entrar en los demás para quedarme.


Estos días me he sentido en casa en Madrid, en la casa cinematográfica que es esa ciudad, caminando por el metro sin perderme y recuperando la capacidad de asombro ante una sociedad a la que no pertenezco, llena de hormigas que no te piden perdón cuando te pisan y de gente que no sonríe ni se entristece porque tienen todos la misma cara. Me asombro, también, cuando veo a hombres abrazándose y besándose, alegres de verse un día más porque aquí los gestos masculinos de cariño están prohibidos y los femeninos se circunscriben a las relaciones de pareja. Aprendo a mirar y a crecer, aunque siga pensando que no soy más que una niña sin raíces porque tampoco yo las tengo, porque nunca existe el lugar perfecto en el que quedarse, a pesar de que, de vez en cuando, sobrevenga esa sensación de estar en el mejor sitio del mundo, en el único sitio en el que podrías quedarte por ahora.


Valencia de Alcántara, la comarca, puede ser un buen candidato, aunque no me acostumbre a estas relaciones, aunque la mitad de las veces no sepa cómo hablar ni cómo expresarme, aunque a menudo me parezca que he dejado de guardia a un yo equivocado que vive los días pendiente de noticias, de páginas de libros que me sé de memoria, de reflexiones que articulo en el poco tiempo que me queda, de conversaciones en las que participo sin estar del todo porque me pierdo con los términos agrarios y con los localismos y con ese portuñol que no acabo de entender.


Y sin embargo, sonrío, aunque muchas veces espere el momento de desplazarme otra vez para sentirme en casa, en Sevilla, en Madrid, en Lisboa, en Granada, en Badajoz, porque mi patria ya son sólo unas pocas personas que me recuerdan que hubo raíces, a veces, pocas raíces, por unos pocos años, que se plantaron despacito pero que, sin embargo, crecen con cada reencuentro y me hacen recordar lo mal que llevo vivir lejos de la gente que me quiere, porque ya no tengo territorios de infancia. Mi territorio comenzó a los 18 años, el resto queda ahí, vuelve de vez en cuando, pero es una nebulosa. Febrero de 2004

1 comentaron:

Anónimo dijo...

No sé por qué me parece tan normal ese desarraigo, ese saber que es muy posible que las raíces vuelvan a soltarse y haya que trasplantarlas a otro sitio.
No sé por qué me parece tan normal porque somos dos, tres personas las que estamos acostumbradas a echarnos la vida a la espalda y dejar atrás a tantos que, afortunadamente, acabamos llevando con nosotras, aunque sea de lejos.
Ni siquiera ahora, que se supone que he decidido plantar mi hogar, siento el arraigo que sienten muchos que ni siquiera saben que hay vida después de Sevilla...O Melilla...O Murcia...O Cádiz...O Granada...O Madrid...
No siento arraigo porque sigo teniendo demasiadas ramas y raíces allá fuera, en reencuentros que, desgraciadamente, están demasiado espaciados; en personas a las que necesariamente tengo que unirme por mail, por móvil (¡quién me iba a decir a mí que tendría que acabar reconciliándome con las nuevas tecnologías!).
Yo también tengo sitios a los que volver...Quizás eso sea lo que verdaderamente valga la pena.