lunes, 19 de diciembre de 2005

Las ausencias

Las ausencias son espacios vacíos.

Siempre importan y siempre duelen, aunque uno aprenda a convivir con ese dolor, que no es constante y quizá por eso sea más sobrellevable, más soportable, menos duro. Estamos hechos de ausencias, sobre todo; unas ausencias que la cotidianeidad, sí, ayuda a superar, con su urgencia de cosas importantes que no son nunca lo bastante decisivas.

No todo el mundo sobrevive.

Porque ese dolor, que no es constante, se vuelve, de pronto y sin avisar, un aguijón venenoso, pero también dulce, pero también venenoso, que se clava y te recuerda que hay ausencias con las cuales vives a pesar de las ausencias y te trae a la memoria ciertos espacios de libertad, ciertas conversaciones, ciertos acantilados con la luna llena, ese viento del Tajo, algunos edificios, esos abrazos conocidos, ciertas palabras que la ausencia vuelve silencio porque no se las podrías decir a nadie más.

Al final, y a todo, uno se acostumbra.

Se acostumbra a esos pensamientos de una vez al día, o a la semana, o al mes. A las punzadas de añoranza. A utilizar el condicional o el subjuntivo: necesitaría ahora mismo a (esa persona que marca la ausencia); si estuvieras aquí... si pudiera verte, si pudiera tocarte...Nos acostumbramos a vivir sin quienes más queremos, aprendiendo a querer a otras personas, llenando los huecos, cuando sabemos, porque lo hemos hecho otras veces, que el corazón es muy grande, así que conviven en él, cada vez más, las presencias de un momento que se vuelve eterno mientras dura y las pérdidas de cotidianeidades que ya forman parte del pasado.

De vez en cuando, recuperamos la memoria.

La memoria no está siempre con nosotros y no se sabe a quién podríamos darle las gracias por eso. Aparece y desaparece. En los momentos más lúcidos, en los más placenteros, y la traen cositas casi absurdas: una mirada, una frase, una noche de palabras incontables, cierto cielo azul o alguna ciudad desconocida que sería más abarcable con alguien al lado, y que no está.

El dolor de los primeros días se transforma en nostalgia.

Una nostalgia asumida, interiorizada, aprendida a base de costumbres –las primeras veces son las peores, las que más tardan, las que más laceran–. Y esas costumbres son las que hacen que los instantes recordados se vuelvan felices, y tristes, pero también felices.La vida y el tiempo juegan a nuestro favor. Los nuevos descubrimientos, las rutinas diarias, la risa, los procesos. Nos hacen avanzar, aunque en ciertos momentos sepamos que avanzaríamos mejor, que volaríamos más lejos y más alto si ciertos espacios vacíos no existieran nunca. Se sigue viviendo, seguimos viviendo, a pesar de las distancias y los kilómetros, y las carreteras insalvables, y los países que están casi de espaldas y al lado. Sabiendo que, a ratos, la memoria llegará, con esa mezcla de placer y de tristeza y con esa melancolía que produce la nostalgia.

No te echo de menos salvo cuando estoy contigo.