viernes, 9 de febrero de 2007

Con olor a madera

Tiene más de setenta años y tres infartos a cuestas, pero jamás hará caso de los médicos que le prohibieron el vino. Cuando cocina es capaz, todavía, de beberse medio litro, pero lo rebaja con casera, creyendo que con eso desafía a la muerte. Y mientras, emperejila, encebolla, macera... y prepara una salsa de cangrejos de río cuyo olor sigo recordando como si hubiera sido ayer cuando la probé por última vez y hace ya más de tres lustros. Su paella es la única que puedo comer: quizá porque fue la primera que llegó a mi boca y, desde entonces, todas las demás me parecen insulsas.

Le han retirado el carnet miles de veces, pero los policías del pueblo le conocen y, cuando le ven conduciendo su coche destartalado, para ir a pescar al pantano de Orellana o donde se le ponga en las narices, porque es terco como una mula, sólo mueven la cabeza y le recuerdan que algún día tendrá un susto, porque casi ni ve, aunque conozca las carreteras y los caminos de campo como nadie. Un día se cayó al canal, con su mujer, y desde entonces ella le tiene pánico al agua. Como en su época no existía el divorcio, la mortifica en cuanto puede llevándola por las orillas.


Guarda, además, miles de cuentos de los que valían a reales, algunas de cuyas historias podría contar ahora mismo sin saltarme un solo párrafo, porque él me descubrió el placer de los cómics con sus colecciones antiguas de Flash Gordon y El Hombre Enmascarado. Sus nietos le han pillado sin fuerzas ya, pero saben que deben aprovechar el tiempo que le quede, porque no hay mejor compañero de juegos ni nadie que disfrute más que él con las películas de dibujos animados y de monstruos extraños o con los relatos de amores imposibles.


Ganó dinero a espuertas, pero nunca le dio importancia y se lo robaron todo, menos su cabeza, que ahora flojea en ocasiones y no se acuerda de las citas importantes. Cuando éramos pequeños, mis hermanos y yo, pensábamos que se trataba de un simple carpintero, hasta que mi madre nos hizo notar que las carpinterías molientes no huelen a mádera de sándalo, a ébano de Egipto, ni a cedro del Líbano. Pero nunca dijo que se dedicaba a exportar y que confió en malos administradores, porque siempre le vimos construyendo puertas, mesas y armarios con paciencia infinita, y llevando serrín a los bares para limpiar los suelos en época de lluvias. Ya no hay bares con serrín y él se cortó cuatro falanges con una sierra grandísima y redonda, pero cuando fue al hospital y le vendaron la mano y le dieron cientos de puntos, comenzó a fraguar la leyenda de que las puntas de sus dedos habían desaparecido cuando luchaba con un león en las sabanas de África.

Aquel hombre afable que todos los domingos nos llevaba a buscar el Cangrejo de las Pinzas de Oro por los ríos de Extremadura, nos enseñó también a decir tacos como hostia puta, joío y la madre que te parió a la tierna edad de seis años y nos hablaba de política un bienio más tarde, cuando no entendíamos nada y seguimos sin entenderlo. Pero jamás encontró interlocutores más atentos, porque no todos los días se tiene la oportunidad de que te explique el mundo quien robó ámbar de ballena a los piratas de los Sargazos y quien descubrió los tesoros de todas las islas.


Ha tenido fieles compañeros, pero ninguno como una perra pastor alemán, llamada Pizquita, cuyo nombre han heredado todos los canes que le han seguido cuando murió de vieja y de lealtad. Me enteré un sábado, recién sucedido, y como nunca he tenido demasiadas lágrimas, pasé horas llorando a mi manera, sola en una ventana mientras mis amigos jugaban a los bucaneros, pensando en el mejor homenaje a ese animal hermoso que todos los años nos regalaba una camada de cachorros de los que jamás nos quedamos ninguno. Entonces prometí escribirle una historia, pero ahora sólo guardo su imagen frente a la puerta verde de la carpintería, a la que no sabría llegar porque hace demasiado tiempo que no la piso y a veces la memoria juega a su antojo con los recuerdos.

Pasamos meses enteros planeando un viaje a la Luna, cuando estuviera redonda y colorida, con una nave que pensamos real. Él sería el piloto, por supuesto, porque sólo él conocía el camino y podía sortear agujeros negros, meteoritos y galaxias. Mi hermano Nacho, el mayor, consiguió el título de primero de a bordo; yo me ocuparía del cuaderno de vuelo, para que te pases el día escribiendo, niña; y a mi hermano Antonio, que siempre fue su preferido porque era el más pequeño, le asignó el más ansiado: el de grumete.

Para comer, bastaban pastillas energéticas que luego se transformarían en lo que nuestros sueños ordenaran. Los trajes espaciales se los había encargado ya a una modista americana llamada NASA, que jamás vendría a probárnoslos porque la materia de la que estaban construidos los hacía ajustables a peso y altura. Sólo había un requisito: que, cuando volviéramos, más sabios y mejores porque habíamos salido del mundo, jamás le contáramos a nadie dónde habíamos estado, que hay lugares que sólo deben ser visitados por cierta gente. Leímos a Julio Verne para prepararnos y, cuando lo teníamos todo a punto, decidimos que queríamos comenzar por cinco semanas en globo o veinte mil leguas de viaje submarino.


Cuando crecimos y la imaginación se nos llenó de cine y de pantallas, nos dimos cuenta de que jamás había hablado de la guerra que vivió. Se construyó un mundo a su medida, y a la nuestra, mucho menos duro, con perros de porcelana en el poyete de la chimenea y un dálmata grande que no ladraba al que abrazar. Pasamos en su casa miles de horas activas, inventando juegos, levantando historias y dando rienda a los deseos. Los fines de semana le estaban dedicados, completamente, porque nadie como él para cuidar de la niñez y hacernos madurar a nuestro ritmo.

Ahora el relevo lo ha tomado su hija Lupe, igual de mal hablada que él, que parió un hijo con parálisis cerebral y que lo arregla todo a base de bofetadas de autoestima. Alejandro nació casi sordo y con la misma cara de gitano que su abuelo, como si el padre no hubiera tenido nada que ver en el asunto. Anda a trompicones, pero sonríe todo el rato y reacciona a los sonidos lentamente. Lupe aceptó lo que le vino en cuanto se lo pusieron en brazos y fue a psicólogos, logopedas y maestros mientras el alma se le hacía añicos e intentaba reconstruírsela de nuevo. Cuando necesita descansar, deja al niño en las mejores manos y se marcha tranquila, por unas horas. Mientras su madre se escandaliza y da voces en el salón, su padre obliga a Alejandro a ponerse de pie y le aplaude los progresos con cientos de besos cariñosos. Si Lupe abre la puerta, la recibe contándole historias exageradas, porque él ha visto a su nieto volar.

Cuando acabe su labor, tengo pendiente con él un viaje a la Luna...

A Antonio Peris

2 comentaron:

Anónimo dijo...

Sólo puedo decir que me has hecho llorar. ¿Por qué no publicas de una vez un libro?

Anónimo dijo...

Precioso texto, Olga.

Te sigo leyendo, me llega la suscripción al email con tus textos, aunque no comente. Estás últimamente muy activa en esto de escribir.

Un saludo :)