viernes, 12 de abril de 2013

Los ojos de otros

Lo que yo voy a ver lo vieron los ojos de Dostoievski y de Rilke que, frente al Perseo de Cellini, descubre que ha de vivir ahora las preguntas. Ese poema, que me aprendí, me lo copió Jandro hace más de una década, cuando él tenía un camino marcado que luego abandonó y yo no sabía, entonces como ahora, qué iba a ser de mí. Vive ahora las preguntas. Rilke se hizo viejo aquí: planeó proyectos, supo qué quería hacer. Hay gente con una sensibilidad honda que yo no sé si tengo. Nerea, que llegó a caballo entre dos años para quedarse tres meses, me escribió para decirme que su primera impresión de la ciudad es que estaba infestada de turistas (seguimos teniendo la costumbre de salir del país en fin de año) y que todo era carísimo.


Rilke.
Quizá después de dos meses allí haya aprendido, como los florentinos, a no fijarse en ellos. Que, ciertamente, somos una plaga. Pero no importa: solo habrá que levantarse un poco más temprano para intentar caminar por calles medio desiertas y saber, como en cada viaje, que veré lo que pueda y como buenamente pueda.

Porque yo soy lenta. Soy tan lenta que siempre me asombro de lo rápido que viajan los demás. Y no solo eso: también me asombran las recomendaciones: voy a una ciudad con más artistas locales que ninguna otra, con más obras de arte por metro cuadrado que ninguna, con más sabores que muchas y que exige un cierto tipo de detenimiento. Florencia se ve en tres días, me dicen. Marco me mira: en una semana no te da tiempo, dice, pero puedes disfrutar de muchas cosas. Ve a Siena: en un día la ves, dicen. Marco me mira: no vayas a Siena, Siena necesita más de una semana, te vas a venir con los dientes largos.

Marco es italiano, cuando habla de la región a la que pertenece dice "mi casa" y vivió en Florencia cuatro años. Ahora va a tener un niño que nacerá escuchando violines todo el rato: sus dos padres son violinistas y, por lo visto, igual de lentos para viajar que yo.

Porque es que a mí me gustan los bares y me gusta escribir en los bares y me gusta mucho el café y me gusta observar a la gente, preguntarme cómo serán, qué hacen allí, si son felices. Siempre me produce un cierto tipo de extrañeza comprobar que las ciudades existen al margen de mí, que sus habitantes estaban allí antes de que yo llegara y les observara por primera vez, porque siempre tengo la impresión de que son mis ojos, al mirarlos, los que les han dado vida, los que los han convertido en reales.

Peking y Helen McAllister. Barcos viejos en Nueva York.


Una ciudad no es nada sin la gente que la vive y me resulta casi mágico percatarme de que creo que yo di vida a la miriada de habitantes de Toronto cuando la vi por primera vez pero que, si pienso en una ciudad más antigua ("en el puerto de Nueva York hay barcos antiguos", le dije a Robert. "No. Hay barcos viejos. Antiguos, en Europa") siempre la imagino de noche, con hombres con sotana y capas, vestidos de negro o púrpura, caminando muy rápido con alguna nueva o vieja intriga en la mente, casi invisibles. Puede que algunos de los momentos más decisorios de la vida de las personas ocurran en una casa o en una cama, pero yo siempre he creído que las ciudades se transforman al anochecer gracias a todas las cosas que han transcurrido y transcurren cuando el sol desaparece, porque nadie quita y pone reyes a plena luz del día, nadie tiene una amante a plena luz del día.