lunes, 11 de febrero de 2013

El avistaje



Huele a mar. Sigue oliendo a mar mientras vamos en el barco, veinte minutos hacia Punta Ballena para ver la primera, una línea allá a lo lejos, pero el capitán vira hacia otra parte, mar adentro, porque les avisan de que se han visto orcas. Casi ni se pueden fotografiar, pero no importa. Salen, nos muestran la cola, y yo pienso que, depredador y todo, con su mala fama -bueno, a mí no me molestan los depredadores: todos dicen que las orcas son asesinas: yo solo pienso que están comiendo- es uno de los animales más bellos que existen.



La ballena franca austral es muy grande, viene de la Antártida y aquí se dedica a tener crías. Así que vemos a una madre con su hijo, uno al lado del otro: las hembras alcanzan hasta los 18 metros de largo y yo, que necesito silencio, sigo sin poder entender  esta necesidad de hablar de los demás cuando están viendo este espectáculo inmenso.



En la playa también se ven. Comemos pizza en El Refugio, de muzzarella (mozzarella, vamos) y luego nos vamos allá. Aparecen: yo no tengo la cámara grande, pero grabo con la chica. Salen y entran del agua, expulsan agua, coletean, ves sus callosidades en la cabeza y yo ni me lo creo. Podría estar horas mirando esto: cuándo el movimiento del agua forma una línea, cuándo sobresale la cabeza, cuándo introduce la cabeza en el agua y deja ver el lomo, cuándo saca la cola, la estela que deja cuando se va moviendo. Y el ruido.


Nos dicen que hemos tenido mucha suerte, que pasan años hasta poder ver orcas en alta mar, que es muy raro, que desde 2009 no se veían. Vielve a haber paz y más paz, el mar haciendo ruido, el ruido de las ballenas, que no se olvida, las olas lamiendo la orilla, las madres con sus hijos yendo hacia la costa para protegerlos de las orccas y para enseñarles cómo hay que nadar. Cómo hay que sobrevivir.