domingo, 13 de enero de 2013

El lago que no vimos y sí vimos



4 de noviembre de 2012.

Mañana hacemos la excursión Todo glaciares. Hoy vemos El Calafate, buscamos una vista del Lago Argentino, pero no la encontramos y volvemos a Borges &Álvarez para tomar café, un capuccino Confucio (con chocolate y canela) impresionante. Calentito. Ha salido el sol y mañana estará mejor el tiempo. El aire sigue frío, pero el sol juega con la nieve de las montañas, ahora una nube tapa una colina, ahora se ve un recodo del lago, ahora nos paramos a descansar y ahora seguimos la marcha para comprar unas empanadas y comerlas en la posada. Hoy es un día muy tranquilo. Que también nos hacía falta, porque este ritmo acaba con cualquiera (aunque Adriana tiene muchísimo más aguante que yo, todo hay que decirlo).



El glaciar. Sí. Vale. Hay veces que necesito silencio. Esta es una de ellas. Las palabras me distraen, el ruido me distrae. Ante la naturaleza, hay quien siente el ansia de compartir y hablar y hablar y desnudarse. Yo no. Yo necesito silencio, siempre he necesitado silencio, el mismo que preciso en los museos. Porque yo soy lenta observando. Muy lenta. De hecho, no soy una persona observadora: yo no me doy cuenta de las cosas casi nunca, aunque pasen justo enfrente de mí y en mis narices. Y todo me asombra e intento apresarlo e intento leerlo y no soy capaz de leer absolutamente nada de esa lengua de hielo que crea formas caprichosas y que se vuelve de colores -negro, gris, mil tipos de azul-. No sé cuántos kilómetros abarca porque, como mi imaginación no tiene demasiado asidero nunca con la realidad conocida, sabiendo que es un glaciar, lo había visualizado, en mi cabeza, como una gran pared de hielo y no como se río que viene abriéndose paso entre las montañas y desafiando al lago y ganándole terreno cada año.








A veces se desprende: cae como un cañonazo y los pedazos de hielo azul salen flotando y flotando. El camino al parque también es majestuoso: llanura y más llanura, todo el campo vallado (de quién será), con pequeños arbustos, como el paisaje semidesértico de Almería (pero con distintos tonos de tierra) y luego ya el bosque frondoso, con algunas partes quemadas (siempre me paraliza ver un bosque quemado: viví un incendio terrible hace muchos años y el silencio -por la ausencia de animales- me parecía aterrador), pero en las que la naturaleza, que siempre se regenera, se va abriendo paso y más paso. El cielo es una nube gris y niebla. Contrasta con el de ahora, con las nubes algodonosas y ese color azul vívido que ayer tanto eché de menos por un instante. Solo por un instante. A mí, he de confesarlo, la niebla me pone de muy buen humor y considero una suerte poder ver el glaciar así. Dudo mucho que mis fotos reflejen algo de esa inmensidad eterna. Qué suerte tener ojos, pienso. Qué suerte tener ojos y cómo me gustaría que alguna gente estuviera aquí conmigo, viendo lo mismo que yo.