jueves, 2 de diciembre de 2010

El brunch del domingo que no fue

El cielo está gris y hemos sacado a Boule a pasear, para que le dé rienda suelta a sus costumbres gastronómicas peculiares y se divierta persiguiendo a las ardillas. Yo me tomo un café, sola, en Legal Grounds: hemos pasado por la puerta y quería entrar a saludar a los chicos, aunque Robert quiere llevarme a tomar el brunch a no sé dónde. Uno está en la plancha, haciendo bagels y más bagels, con jamón, con huevo, con bacon. Otro está cobrando y otro hace los cafés. Yo pido uno. Uno pequeño para mí, mientras espero a que Robert regrese de dejar a Boule en casa. Dice que hoy va a llover.



He comprado el New York Times, ese tocho de suplementos y más suplementos (deportes, automóvil, estilo de vida) que se vende por cinco dólares los domingos. El de arts es absolutamente atrayente. Me entero de quiénes tocan en octubre: entre ellos, Terence Blanchard. Y me acuerdo de que Sonia dice que podríamos vivir donde quisiéramos. Pero, para vivir aquí, hay que tener una renta mensual más que considerable. Para vivir bien, digo. No para trabajar de siete de la mañana a ocho de la tarde por 600 dólares a la semana y sin seguro.

En la guía del AIA lo dice. La gente vive en Nueva York y Nueva York es Manhattan. La gente vive aquí. En las casas, en mansiones lujosas, en apartamentos pequeños, en estudios y también en las calles, en los portales y en el metro.

Ver el subsuelo es algo curioso. Se puede observar muy bien en el Path de Nueva Jersey, de Jersey City, al World Trade Center. Algún vagabundo escondido, muchas vigas, escaleras mal puestas, luces de emergencia y de aviso, vigas y más vigas, de nuevo, y algún operario trabajando.



Me llevo muchas imágenes de este lugar. Y me quedan más que atesorar, aunque ahora no deje de pensar en lo duro que me va a resultar despedirme. En el último café en el Legal Grounds, en llegar con la maleta, coger un taxi, ir al aeropuerto, llegar a casa y que esa casa no tenga el suelo de madera ni haya que quitarse los zapatos para entrar y que allí no esté Boule saliendo despacito a saludarme y que tampoco esté Robert apoyado en el quicio de la puerta, con su sonrisa socarrona y pícara y las palomitas orgánicas de Trader's Joe, cogiendo un vaso de agua para mí y llenándomelo antes de que yo note siquiera que tengo sed. No va a ser la pena de que se acaben las vacaciones y volver a la rutina, sino la sensación de perder esta vida paralela y plácida, sin más plan que el que se decide al día siguiente durante la hora del desayuno, o los que va marcando Robert ("Hemos quedado..."). Pararme un rato y escribir, como una manera de recordarlo todo. De que no se me desdibujen los días. Volver a escribir, de hecho, porque hacía mucho tiempo que ninguna cosa me obligaba, con ganas, con tantas ganas, a sentarme con un bolígrafo delante de un folio en blanco. Recuperar la sensación de que estoy viva, porque la rutina diaria se había transformado en demasiada rutina diaria antes de venirme. Volver a emocionarme cuando veo un espectáculo, que se me erice la piel, me asomen las lágrimas y se me escape un aullido: hacía mucho que no me ocurría eso.

Ha empezado a llover, con fuerza, y yo miro por la ventana. A la nariz me llega el olor del bacon que cocinan a la plancha. El bar está lleno, la gente lee el periódico o se lleva el desayuno. Ahora huele a maíz. Los que han salido sin paraguas, corren por la calle. Por la puerta del Legal Grounds entra una respetable corriente de aire. El otoño aquí debe de ser magnífico. Pasa un camión de bomberos y Robert tarda en volver.

Cuando aparece, vuelve a salir el sol.

12 de septiembre.

2 comentaron:

JR Álvaro González dijo...

La primera foto es muy buena.

Los viajes que no hice dijo...

Tengo que revelarla, a ver qué puedo sacar de ella... Muchas gracias, guapo.