viernes, 24 de diciembre de 2010

Aeropuerto

Y ahora estoy aquí, escribiendo para calmarme, sorbiéndome los mocos, mirando los aviones, porque uno de ellos me llevará a Washington y otro me llevará a Madrid y el tren me llevará a Mérida y llegaré a casa y encenderé el ordenador y archivaré las fotos y me reiré mucho viéndolas.

Y bueno.

Mi viaje a Nueva York tiene muchos nombres.

Pero el suyo es el más importante de todos.

El viaje es más corto de lo que esperaba, a cuenta de la melatonina, que me sume en un sopor maravilloso durante ocho horas. El avión que sale de Washington se retrasa. Llego justita para coger el enlace a Madrid. Sigo acordándome del viaje en coche:

-Por favor, ¡miente! ¡Di que has ido al MoMA!

Ayer me lo preguntó:

-¿Se puede saber qué has hecho en 18 días?
-He sido feliz. ¿Te vale?

Hay una canción que me ha acompañado durante todo el viaje. Tan joven y tan viejo, de Joaquín Sabina. Se me metió un día en la cabeza y ya no pude dejar de cantarla por las calles de Nueva York. Se lo cuento a Robert y me contesta:

-¿Sabes que jugué al ajedrez con Javier Krahe? Me ganó.

Tenía comprado un billete de tren. Sale a las cuatro de la tarde. He llegado a las siete de la mañana, con una maleta que pesa un quintal y de la que no me han cobrado sobrepeso porque le he dicho a la mujer que llevaba libros. Así que cojo un taxi, le pido que me lleve a la Estación Sur y tengo suerte, porque el próximo exprés sale a las diez de la mañana. Llegaré pronto, encenderé el ordenador, desharé la maleta, pondré lavadoras, comenzaré a contar mi experiencia y volverá la vida que tenía.

18 de septiembre.