martes, 19 de octubre de 2010

Un paseo cotidiano

Salimos del Legal Grounds sin tiempo para hacer la colada ni para otro plan que no sea irnos rápidamente, porque hemos quedado para comer. Los niños tienen un pico de trabajo. Robert les ayuda y yo entro en la barra sintiéndome un tanto inútil por no poder echar una mano hasta que descubro algo que sí sé hacer: pesar café de Mauritania y fregar los platos. Cuando voy a pagar, no quieren cobrarme, así que les dejo el dinero del desayuno en el bote de las propinas. Después de dejar a Boule en casa, iremos a recoger un bagel de queso crema con cebolla tierna (no los he probado en otro lugar, pero supongo que así es como tienen que ser: tiernos, crujientes y suaves) y a coger el Path hasta World Trade Center. Llegamos tarde, así que nos montamos en un taxi. Robert intenta explicarme cómo funcionan: hay todo un sistema de lucecitas en juego para designar si están ocupados, libres o sin servicio; nuestro taxista es indio y conduce al estilo neoyorquino: dando brincos por las calles, casi rozando a los peatones y haciendo que el cliente tema por su vida en cada curva. Hemos quedado con unas amigas de Robert. Una de ellas quiere ir a comprar compulsivamente y otra a pasear, así que vamos al High Line Park, un parque hecho a petición de los vecinos sobre el terreno que había para las líneas del tren en desuso, un parque elevado creo que diez metros sobre el nivel de la calle, con sus hierbas, sus bancos de madera donde leer o tomar el sol, sus flores y sus varias obras de arte, y lo recorremos de punta a punta: lo que está finalizado, porque faltan aún varias fases por terminar.

High Line Park.



Nos reímos mucho, son mujeres muy interesantes y divertidas. Acabamos comiendo en una tienda del Chelsea Market (donde están expuestas las fotos que Eliot Erwitt hizo en Italia) en la que también se vende ropa (carísima): luego, dos de las chicas (al final nos juntamos seis personas) se van: una a devolver unos pantalones (ella tiene la suerte de vivir allí) y otras dos a Macy's a fundirse la tarjeta de crédito. Mónica, Robert y yo caminamos por Chelsea, el Meatpacking y SoHo hasta West Broadway. Mónica va unas tres o cuatro veces al año a Nueva York: me enseña la casa de Julian Schnabel y la de Annie Leibovitz, a las que les da todo el sol de frente. Paramos en Westville a tomar tarta de ruibarbo, tarta de manzana y un maravilloso soufflé de chocolate con chocolate líquido (para mí) con una limonada que lleva menta y el hielo más picado que he visto jamás.

Cupcakes en el Chelsea Market.

Acabamos hablando apasionadamente de las traiciones, de la lealtad y de los amigos. Quedar con gente, pararse a merendar, charlar mucho rato, caminar por las calles de esta ciudad y reírse de los detalles (una cabina con un anuncio: Still a virgin?) me ofrece una sensación de eternidad que es también muy triste, porque me doy cuenta de que me iré, de que llevo aquí una semana y, en diez días que transcurrirán muy rápidos (aún no he visto el Flatiron, siquiera) estaré cogiendo un avión con esta sensación melancólica en el cuerpo, porque no deja de ser paradójico esto de sentirme en casa y entre amigos con gente a la que acabo de conocer: como si esa fuera mi vida real.

Después iremos al aeropuerto de Newark, a recoger la furgoneta para la excursión de mañana. Las niñas quieren ir a Cold Spring, en el Hudson Valley, y a Woodbury. Mira tú por dónde, al final voy a conocer ese macrocentro comercial...

4 de septiembre.