domingo, 20 de noviembre de 2005

Maletas

La niña que le cambia el acento a las palabras se desplaza sin saber si ha hecho lo correcto. Ha aprendido, de todos modos, que las ciudades se llevan dentro y nunca te abandonan, aunque los refugios no permanezcan demasiado tiempo. Se abandonan las historias que no siguen, o de las que no se sabe si continuarán, y ese desconocimiento es el que las vuelve más irreparables. Ella mete en las maletas, además de las ropas, el miedo a las despedidas y el desconcierto de los encuentros... y puede saber que siempre habrá una mano (¿acaso lo duda?), pero no dónde estará. En qué cara desconocida, en qué cuerpos, en qué brazos. Introduce, también, maquillaje para las heridas antiguas, olores que atraigan los buenos momentos, el recuerdo de instantes que la hacen más vieja, o más joven, y un poquito más sabia. Luego busca lo que sabe que no ha de llegar, recoge las alas y las cicatrices de la memoria, nuevamente, por un plazo del que no sabe cuándo terminará, hasta la próxima vez de las llegadas y los adioses.

La niña que le cambia el acento a las palabras se ríe arrugando la mirada y utiliza un diccionario de frases certeras que hace descubrirse a los demás. No ha olvidado cómo abarcarlo todo. Tampoco ha olvidado los viejos ritos ni que las relaciones, antiguas o nuevas, se basan en los mil significados de la generosidad. Hay una clase de apertura que no sabe de plazos, de caducidades, de entregas reposadas para las que nunca hay tiempo porque se busca la permanencia constante. Para poder tener la suerte de tirar la agenda un día y descubrir que, quienes se quedaron, lo hicieron a pesar de los kilómetros, del resto de los amigos o del amor. Quienes van de un lado a otro, al fin, sólo tienen futuro.